TSA (2) ⚔️ JaeYong
- mellifluous_AR

- 29 ago 2022
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Capítulos
Capítulos 1-7:
8
A la hora del desayuno todo el mundo estaba al corriente de la marcha de JaeHyun. Las miradas y cuchicheos de todos me siguieron hasta la mesa y perduraron cuando fui a por comida. Mastiqué y tragué aunque cada trozo de pan ingerido me sentaba en las tripas como si fuera piedra. Deseaba alejarme de palacio. Quería respirar al aire libre.
Me dirigí al olivar, arrastrando los pies sobre la tierra seca. Me pregunté si esperaban que me incorporase a la instrucción con los demás chicos ahora que él se había ido, y también si alguien iba a percatarse o no de mi ausencia. En parte esperaba que lo hicieran. «Azotadme», pensé.
Podía oler el mar. Estaba en todas partes: en el pelo, en las ropas, en el sudor pegajoso de la piel. La podredumbre húmeda e insalubre del océano se hallaba en todas partes y me afectaba incluso en la arboleda, entre el moho de las hojas y la tierra. Cuando sentí arcadas, me incliné contra el tronco de un árbol, cuya corteza me laceró la frente. Eso me avivó. «Debo alejarme de este olor».
Anduve rumbo a septentrión por uno de los caminos contiguos a palacio, saturado de polvo en suspensión levantado por las ruedas de los carros y los cascos de los caballos. Poco después del palacete la pista se bifurcaba en dos direcciones: un ramal se dirigía al suroeste a través de herbazales, rocas y colinas bajas; por ahí había venido yo tres años atrás; el otro culebreaba en dirección al norte, hacia el monte Otris, y tras el mismo, el monte Pelión. Seguí el trazado de ese camino con la mirada: bordeaba las faldas boscosas de las montañas antes de desaparecer entre las mismas.
Un sol de justicia caía a plomo sobre mí desde el cielo estival como si pretendiera hacerme volver al palacio, pero aun así, me demoré. Había oído decir que nuestras montañas eran de una belleza extrema: había perales y cipreses, y arroyos alimentados con el agua de hielos recién derretidos. Allí dispondría de frescor y sombra; allí estaría lejos del brillo cegador de las playas y el centelleo del mar.
«Podría ir». La idea se me ocurrió de repente, pero me pareció fascinante. Había recorrido aquel sendero solo para escapar del mar, pero ahora el sendero se abría ante mis ojos, ofreciéndose para llevarme a las montañas. «Junto a JaeHyun». Empecé a respirar deprisa, como si intentara acompasar los pulmones al ritmo desbocado de mis pensamientos. No tenía ninguna pertenencia, nada que me perteneciera, ni una túnica, ni una sandalia. Todo era propiedad de Taeil. «Ni siquiera necesito hacer el equipaje».
Mía solo era la lira de mi madre, guardada en el arcón de madera situado en aquel cuarto interior de música. Vacilé un momento mientras pensaba si podría volver para llevármela, pero ya era mediodía y solo disponía de la tarde para viajar antes de que descubrieran mi ausencia, o al menos me hice esa ilusión, y enviaran a alguien tras mis pasos. Miré de soslayo hacia el palacio, donde no vi a nadie. Los guardias debían de hallarse en otro sitio.
«Ahora, ha de ser ahora».
Eché a correr. Mientras me alejaba del palacio y bajaba por el camino en dirección al bosque sentí en los pies un dolor similar al que habría sentido si hubiese caminado sobre piedras al rojo vivo. Mientras trotaba, me prometí que si alguna vez volvía a verle me guardaría mis pensamientos. Ahora sabía qué alto precio podía pagar si no lo hacía. Sentí calambres en las piernas e hirientes punzadas en el pecho. Persistí.
Rompí a sudar a chorros y mi transpiración chorreaba hasta caer al suelo antes de que yo lo pisara. Cada vez estaba más sucio por culpa del polvo y de los trocitos de hojas que se me pegaban a las piernas. Mi mundo circundante se redujo al paso de mis pies y la siguiente yarda polvorienta del camino.
Por último, al cabo de una hora, tal vez dos, fui incapaz de seguir. Me doblé a causa del dolor. El brillo del sol vespertino empezó a declinar mientras en los oídos me resonaba el tamborileo del pulso. Ahora, cuando el palacio de Taeil quedaba a una distancia considerable, el sendero transcurría por una zona densamente poblada de árboles a ambos lados. A mi derecha se alzaba el Otris, y el Pelión inmediatamente detrás. Observé con fijeza la cima del Otris e intenté calcular a qué distancia se hallaba. ¿Diez mil pasos? ¿Quince mil? Eché a andar.
Conforme pasaban las horas me encontraba más débil y tembloroso, y daba trompicones con frecuencia. El sol había dejado el cenit hacía mucho y se le veía colgar a baja altura en el cielo de occidente. Me quedaban cuatro o cinco horas de sol a lo sumo y el monte parecía estar tan lejos como de costumbre. De repente tomé conciencia de que no iba a llegar al Pelión antes del anochecer. No tenía comida ni agua ni esperanza de hallar abrigo, no tenía nada, salvo la túnica empapada por el sudor de mi espalda.
No iba a dar alcance a JaeHyun, ahora estaba seguro de eso. Había abandonado el camino primero y luego a su caballo para subir a pie por aquellas laderas. Un buen rastreador habría observado los bosques del camino y habría reparado en una rama rota o torcida allí donde un muchacho se había abierto camino, pero yo no era un buen explorador y el soto bosque contiguo al camino me parecía todo el rato igual. Me pitaban los oídos a causa del cricrí de los grillos, los gritos penetrantes de las aves y el áspero resuello de mi respiración. Me dolía el estómago como cuando se padece hambre o desesperación.
Y entonces hubo algo más: un sonido desnudo al borde de lo audible. Pero yo lo oí y me quedé helado a pesar del calor. Conocía ese sonido. Tenía una nota de sigilo, era la voz de un hombre exigiendo silencio. Era la reacción ante un nimio paso en falso o el crujido de una sola hoja, pero había bastado.
Me envaré y agucé el oído con el miedo agolpado en la garganta. ¿De dónde venía esa voz? Clavé la mirada en la vegetación a uno y otro lado del sendero, mas no tuve valor para moverme: el eco amplificaría el menor de los sonidos y lo haría audible en lo alto de la montaña. Ignoraba qué peligros podía correr, pero todos desfilaron por mi mente: soldados enviados por Taeil, el propio Haechan, cuyas manos eran frías como la arena cuando me agarró por el cuello, o bandidos, pues estaba al tanto de que acechaban por los caminos y había oído contar historias de chicos raptados y retenidos hasta morir por culpa de los abusos. Mientras intentaba contener el aliento y reprimir todo movimiento, cerré los puños con tanta fuerza que los dedos se me volvieron blancos. Mis ojos se posaron entonces en un compacto manojo de milenrama en flor tras el cual podría ocultarme. «Ve ahí ahora mismo».
Volví con rapidez la cabeza al detectar un movimiento entre los árboles próximos al camino, pero reaccioné demasiado tarde. Alguien o algo me golpeó por la espalda, haciéndome caer de bruces contra el suelo. El atacante se me echó encima. Cerré los ojos y esperé la cuchillada.
Pero esta no llegó. No hubo nada, nada, salvo silencio y unas rodillas clavadas en mi espalda. Al cabo de un momento percibí que el agresor había puesto las rodillas de forma que me sujetaran sin hacerme daño.
—Taeyong.
«Tae-yong». No me moví.
La presión de las rodillas cesó y unas manos me levantaron con suavidad. JaeHyun me estaba mirando.
—Esperaba que vinieras —dijo.
Me dio un vuelco el estómago, convertido en un hervidero de nervios y alivio al mismo tiempo. Permanecí pendiente de JaeHyun, sin perderme detalle de su pelo argénteo y la suave curva de sus labios carnosos. Mi gozo era tan intenso que no me atrevía a respirar. No sabía qué podía decirle. Tal vez podría decirle «Lo siento», o incluso algo más. Despegué los labios para hablar, pero entonces una voz detrás de nosotros formuló una pregunta:
—¿Está herido el muchacho?
JaeHyun volvió la cabeza. Desde mi posición, debajo de él, solo podía ver las patas de un caballo, y más concretamente, los espolones castaños de unos menudillos cubiertos de polvo.
—Doy por hecho, JaeHyun el Pelida—continuó la voz con calma—Que ésta es la razón por la que aún no te has reunido conmigo en la montaña, ¿no?
Mi mente empezó a comprender casi a tientas. JaeHyun no había acudido junto a su instructor. Había permanecido ahí esperándome.
—Saludos, maestro Quirón. Te pido disculpas. Sí, no había venido antes por esto—dijo JaeHyun, adoptando una voz principesca.
—Ya veo.
Deseaba fervientemente que mi amigo se levantara, pues me sentía muy ridículo en el suelo debajo de él. Y estaba asustado. La voz del hombre no mostraba ira, pero tampoco amabilidad. Era clara, grave y desapasionada.
—Arriba —ordenó.
JaeHyun se levantó muy despacio.
En ese momento me habría puesto a gritar de muy buen gusto si el miedo no me hubiera atenazado la garganta. Por eso, en vez de un alarido proferí un ruido similar a un gañido medio estrangulado y me arrastré hacia atrás.
Las musculosas patas de caballo terminaban en el torso igualmente membrudo de un hombre. Contemplé fijamente la zona donde la lustrosa pelambrera castaña se convertía en piel, allí donde tenía lugar la unión imposible de cuadrúpedo y humano.
Sin apartarse de mi lado, JaeHyun hizo una inclinación de cabeza y se disculpó.
—Lamento mucho el retraso, maestro centauro, pero debía esperar a mi amigo. Acepta mis disculpas, por favor—Se manchó de polvo y tierra la túnica limpia al arrodillarse—Deseaba ser tu pupilo desde hace mucho.
El rostro del centauro era tan serio como su voz y aún más entrado en años, por lo que pude apreciar. Lucía una barba negra cuidadosamente recortada.
Contempló a JaeHyun durante unos instantes antes de responder:
—Agradezco la deferencia, pero no necesitas arrodillarte ante mí, Pelida. Dime, ¿quién es este compañero que nos ha hecho esperar a los dos?
JaeHyun se volvió hacia mí y me tendió una mano. Yo la cogí con aire vacilante y me ayudé de ese punto de apoyo para levantarme.
—Este es Taeyong.
Supe que me tocaba hablar cuando se hizo un silencio.
—Mi señor —dije con una reverencia.
—No soy un señor, Lee Taeyong—Levanté la cabeza al oír el nombre—Soy centauro y preceptor de hombres. Me llamo Quirón.
Tragué saliva y asentí sin atreverme a preguntar cómo sabía mi nombre. Me estudió con la mirada antes de decir:
—Estás exhausto, por lo que parece. Necesitas agua y comida. Hay un largo viaje hasta mi hogar en Pelión, demasiado para que tú puedas hacerlo a pie. Hemos de buscar otra fórmula.
Quirón volvió grupas y yo hice lo posible por no quedarme boquiabierto al verle mover las patas.
—Viajaréis sobre mis lomos —anunció el centauro—No suelo ofrecer algo así a unos desconocidos, pero toda regla tiene su excepción—Se detuvo unos instantes—Supongo que os han enseñado a montar, ¿verdad?
Los dos nos apresuramos a asentir.
—Menuda lástima. En fin, olvidad todo cuanto habéis aprendido. No me gusta sentir el apretón de unas piernas ni ser taloneado. El que vaya delante debe agarrarse a mi cintura y el de detrás, a la cintura de su compañero. Si alguno de vosotros piensa que va a caerse, que lo diga.
JaeHyun y yo intercambiamos una mirada a toda prisa mientras él se adelantaba.
—¿Y cómo voy a...?
—Me arrodillaré para que podáis subir—Quirón dobló las patas caballares en el suelo. Su lomo era amplio y, al estar perlado de sudor, relucía ligeramente—Agarraos a mi brazo para mantener el equilibrio —nos aleccionó el centauro.
JaeHyun lo hizo, pasó una pierna al otro costado y se acomodó. Entonces me tocó a mí. Al menos no me había tocado ser el jinete de delante, demasiado cerca de donde la piel daba paso al pelaje castaño. El centauro me ofreció el brazo para ayudarme y yo lo acepté. El miembro era largo y musculoso, y cubierto por abundante vello negro que no guardaba relación alguna con su mitad cuadrúpeda. Me senté y estiré las piernas sobre sus amplios lomos todo cuanto pude, hasta casi resultar incómodo.
—Ahora voy a ponerme de pie —anunció Quirón. El movimiento fue muy suave, pero, aun así, me agarré a JaeHyun. La criatura tenía una alzada muy superior a la de un caballo normal, así que los pies me colgaron tan lejos del suelo que me entraron mareos. JaeHyun apoyó con suavidad las manos sobre el tronco de Quirón—Vas a caerte si te agarras con tan poca fuerza —le avisó el centauro.
Enseguida me sudaron las manos ante la intensidad con que me aferraba al pecho de JaeHyun. No tuve valor para aliviar mi presa ni por un momento. El modo de andar de un centauro era menos simétrico que el de un caballo y lo irregular del terreno solo empeoraba las cosas. Además, me resbalaba peligrosamente sobre el pelaje sudado.
El paso firme de Quirón no decreció ni un ápice mientras subíamos entre los árboles a toda velocidad a pesar de que, hasta donde yo era capaz de apreciar, no había sendero alguno. Yo daba un respingo cada vez que un traqueteo impulsaba mis talones contra los costados del centauro.
Durante la ascensión, Quirón, sin variar un ápice esa voz suya tan seria y formal, nos decía cosas como:
«Ese monte de ahí es el Otris».
«Los cipreses son más frondosos y grandes en el lado norte, como podéis ver».
«Ese arroyo afluye en el río Apidano, que atraviesa las tierras de Ftía». JaeHyun se volvió para mirarme. Sonreía de oreja a oreja.
Subimos a mayor altura todavía, y el centauro sacudía su gran cola negra para espantar a las moscas de todos nosotros.
Quirón se detuvo de forma tan repentina que me encontré estampado contra la espalda de JaeHyun. Habíamos llegado a un pequeño calvero en medio de un bosquecillo rodeado en parte por un afloramiento rocoso. Todavía no nos hallábamos en la cima, pero estábamos cerca, y sobre nuestras cabezas refulgía un cielo azulísimo.
—Hemos llegado.
Quirón se arrodilló para facilitarnos la bajada. Saltamos de su lomo con cierta inseguridad.
Nos hallábamos delante de una cueva, pero ese nombre no le hacía justicia, pues no era de piedra oscura, sino de pálido cuarzo rosa.
—Venid —invitó el centauro.
Le seguimos al otro lado de la boca de la gruta, lo bastante alta como para que no tuviera que agacharse. Bizqueamos un poco, pues en el interior reinaba la penumbra, aunque no era tan intensa como debería haberlo sido gracias a las paredes de cristal. En uno de los confines manaba una fontana cuyo curso parecía desaguar en la misma piedra.
En las paredes colgaban una serie de instrumentos de bronce extraños que no reconocí. Sobre el techo de la gruta podían verse líneas y manchas de colores conformando las constelaciones y representando el movimiento de los astros. Los anaqueles tallados en piedra contenían docenas de jarras de cerámica adornadas con marcas inclinadas. En un rincón atisbé colgadas liras y flautas, y junto a ellas, utensilios de cocina.
Había una gruesa yacija de dimensiones humanas acolchada con pieles de animal. Quirón la había preparado para JaeHyun, pero yo no pude ver dónde se acostaba el centauro. Tal vez no dormía.
—Sentaos ya —nos ordenó. Dentro de la gruta imperaba un frescor de lo más agradable después de haber pasado tantas horas bajo el sol. Me dejé caer sobre uno de los cojines señalados por nuestro anfitrión—Mañana estarás dolorido y agotado, pero será más llevadero si comes algo —me aseguró.
Se valió de un cucharón para servirnos un guiso espeso de verduras y carne preparado en un perol puesto a hervir en un pequeño fuego al fondo de la gruta. También había fruta: unas redondas bayas rojas que guardaba en el interior ahuecado de un afloramiento rocoso. Comí con fruición, sorprendido de lo hambriento que estaba. Miré otra vez a JaeHyun. Notaba un hormigueo y me encontraba en las nubes de puro alivio. «He escapado», me felicité.
Mi recién cobrada audacia me hizo señalar varios de los instrumentos de bronce colgados en la pared.
—¿Qué son?
—Instrumental de cirugía —me contestó, sentándose delante de nosotros con las patas de caballo dobladas.
—¿Cirugía? —pregunté. No conocía esa palabra.
—Sanación. A veces olvido la barbarie de los países del llano —repuso con voz neutral, calmada y objetiva—A veces resulta necesario amputar un miembro. Eso de ahí se usa para el corte, y eso otro, para la sutura. La amputación de un miembro permite la salvación del resto del cuerpo—Se hizo cargo de la fijeza con que miraba esos utensilios, asimilando la finalidad de los afilados bordes dentados de los mismos—¿Te gustaría aprender medicina?
Me sonrojé.
—No sé nada de nada.
—Respondes a una pregunta diferente a la que te he hecho.
—Lo siento, maestro Quirón—No deseaba enfadarle. «No sea que me mande de vuelta».
—No hay razón para disculparse. Limítate a responder a la pregunta.
—S-sí, me en-encantaría a-aprender—tartamudeé un poco—Parece bastante útil, ¿a que sí?
—Lo es, y mucho —convino Quirón antes de volverse hacia JaeHyun, que había seguido el hilo de nuestra conversación—Y tú, Pelida, ¿también piensas que la medicina es útil?
—Por supuesto—respondió JaeHyun—pero, por favor, no me llames Pelida. Aquí... soy solo JaeHyun.
Los ojos oscuros del centauro chispearon durante unos instantes con un destello que era casi de diversión.
—Muy bien. ¿Ves algo aquí que te gustaría aprender?
—Eso—JaeHyun señaló los instrumentos musicales, las liras, las flautas y una cítara de siete cuerdas—¿Tocas?
—Sí —respondió Quirón, cuya mirada volvía a ser formal.
—Como yo —repuso JaeHyun—He oído decir que enseñaste a Jaemin y a Teseo a pesar del gran grosor de sus dedos. ¿Es cierto?
—Sí.
Me invadió una sensación momentánea de irrealidad. Había conocido a Jaemin y a Teseo, los había conocido... de niños.
—Me gustaría que me enseñaras.
El rostro severo del centauro se suavizó.
—Para eso te han enviado aquí: para que pueda enseñarte lo que sé.
⚔️
Quirón nos guió por las inmediaciones de la cueva con las últimas luces de la tarde. Nos enseñó dónde tenían su cubil los leones de la montaña y nos mostró por dónde fluía el río de aguas lentas y caldeadas por el sol a fin de que pudiéramos bañarnos.
—Podrías bañarte... si te place—Me miraba a mí mientras lo decía. Había olvidado mi desaseo, con manchas de sudor y polvo del camino. Al pasar una mano entre los cabellos sentí la arenilla en los dedos.
—Y yo —dijo JaeHyun. Se quitó la túnica y se zambulló. Le seguí un instante después.
El agua estaba fría en la zona honda, pero no de un modo desagradable. Quirón siguió enseñándonos desde la orilla.
—Mirad, lochas, ¿las veis? Y también percas. Esa de ahí es una vimba. No vais a encontrar ninguna tan al sur. Podréis reconocerla por la boca respingona y el vientre plateado.
Las palabras del centauro se entremezclaban con el correteo de las aguas sobre las rocas, suavizando cualquier posible extrañeza que pudiera haber entre JaeHyun y yo. Había algo en el rostro de Quirón, firme, tranquilo e imbuido de autoridad, que nos hacía niños de nuevo, sin nada más en el mundo, salvo aquel momento de juego y la cena de la noche. Resultaba difícil recordar lo sucedido aquel día en la playa mientras él rondara cerca de nosotros. Nos sentíamos más pequeños al lado del corpulento centauro. ¿Cómo se nos podía haber ocurrido pensar que éramos adultos?
Salimos de la dulce agua clara y sacudimos los cabellos bajo los últimos rayos del sol. Me arrodillé junto a la orilla y me serví de piedras para restregar mi túnica y sacar de la tela las manchas de polvo y sudor. Habría permanecido desnudo hasta que se hubiera secado la prenda, pero la influencia de Quirón era tal que ni siquiera se me pasó por la imaginación.
Seguimos a nuestro anfitrión de vuelta a la gruta con las túnicas arrugadas y retorcidas después de haberlas escurrido. El centauro se detenía de vez en cuando y señalaba los rastros de liebres, codornices y ciervos. Nos explicó que les daríamos caza en días venideros y nos enseñaría a batir el terreno. Le escuchábamos y le preguntábamos con avidez. Nuestros únicos interlocutores en Ftía eran el adusto maestro de lira y el propio rey, medio dormido la mayoría de las veces que hablaba con nosotros. No sabíamos nada del bosque ni de las habilidades mencionadas por Quirón. Mi mente vagó de vuelta al instrumental colgado en las paredes de la cueva, a las hierbas y otras herramientas de sanación. Cirugía, como él había dicho.
Era casi de noche cuando entramos otra vez en la caverna. Quirón nos asignó tareas fáciles: recoger madera y alimentar el fuego del claro, situado en la boca de la cueva. Nos demoramos junto a las llamas al terminar, agradecidos de calentar el cuerpo en un aire cada vez más frío. Estábamos agradablemente cansados. Nos pesaban brazos y piernas de tanto andar y nos sentamos, entrelazando cómodamente nuestros pies. Hablamos de lo que íbamos a hacer al día siguiente, pero lo hacíamos con pereza. Se nos llenaba la boca al hablar y lo hacíamos despacio a causa de la satisfacción. Cenamos más guiso acompañado de un tipo de pan fino que Quirón cocinó en una lámina de bronce puesta sobre el fuego. Tomamos bayas con miel silvestre de la montaña como postre.
Había cerrado los ojos y estaba ya en un duermevela cuando el fuego se redujo a rescoldos. Estaba caliente y el musgo y las hojas caídas suavizaban el suelo de debajo. No podía creer que aquella mañana me hubiera despertado en la residencia de Taeil. El pequeño claro y la cueva de paredes centelleantes eran más vívidas de lo que jamás serían las pálidas paredes blancas de palacio.
Me sobresaltó la voz serena de Quirón cuando dijo:
—Voy a decirte una cosa, JaeHyun: tu padre el ninfo me ha enviado un mensaje.
JaeHyun tenía apoyado el brazo sobre mí, por eso noté cómo se le tensaban los músculos. A mí se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice? —repuso mi amigo con tono neutro, eligiendo las palabras con cuidado.
—Que en caso de que te siguiera el hijo exiliado de Jaejjong, debo impedirle que esté en tu compañía.
Toda la modorra se me pasó repentinamente y me incorporé de golpe. La voz de JaeHyun sonó despreocupada en la oscuridad cuando repuso:
—¿Y dijo por qué?
—No lo hizo—Cerré los ojos. Al menos no iba a ser humillado delante de Quirón con la historia de la playa, aunque era un magro consuelo. El centauro añadió—: Infiero que tú conoces su manera de pensar en este tema. No me gusta que me engañen.
Agradecí la penumbra al sentir mi sonrojo cuando percibí una nota de mayor dureza en la voz de nuestro anfitrión. Carraspeé para aclararme la garganta, afónica de no hablar, y repentinamente seca.
—Lo siento —me oí decir a mí mismo—No es culpa de JaeHyun. He venido por mi propia cuenta. Él no sabía que iba a venir. No pensé... —Me detuve y rectifiqué—Esperaba que no se diera cuenta.
—Eso fue una tontería por tu parte—El rostro de Quirón estaba oculto por las sombras.
—Quirón —empezó JaeHyun con bravura, pero el centauro alzó la mano.
—El mensaje llegó esta mañana, antes de que vinierais ninguno de los dos, así que, en realidad, no me habéis engañado a pesar de vuestra bobería.
—¿Lo sabías? —Fue JaeHyun quien habló; yo jamás me habría atrevido a encararme con el centauro en ese tono tan audaz—Entonces, ¿qué has decidido? ¿Vas a ignorar ese mensaje?
—Haechan es un dios, y también es tu padre—repuso Quirón con una nota de malcontento en la voz—¿En tan poco valoras sus deseos?
—Lo honro, pero en esto se equivoca.
JaeHyun apretaba los puños con tanta fuerza que se le marcaban todos los tendones, pude verlo a pesar de la tenue luz.
—¿Y por qué se equivoca, Pelida?
Se me hizo un nudo en el estómago y escruté la oscuridad, no muy seguro de la respuesta de JaeHyun.
—Él cree que... —La voz le flaqueó y casi no pude respirar, pero luego dijo—: Taeyong no es inmortal y, por tanto, tampoco un compañero adecuado.
—¿Y a tu juicio lo es? —quiso saber el centauro, sin dejar apreciar en el tono de voz la respuesta que le gustaría oír.
—Sí.
Se me pusieron coloradas las mejillas. JaeHyun había apretado los dientes y había contestado sin la menor sombra de duda.
—Ya veo—El centauro se volvió hacia mí—Y tú, Taeyong, ¿eres digno?
Tragué saliva.
—Eso no lo sé, pero deseo quedarme—Hice una pausa, tragué saliva de nuevo y añadí—: Por favor.
Se hizo el silencio hasta que habló nuestro anfitrión.
—Aún no había tomado una decisión cuando os traje aquí. Haechan ve demasiados fallos, algunos reales y otros no tanto—La voz de Quirón volvió a ser inescrutable. La esperanza y la desesperación aparecían y desaparecían—Él también es joven y actúa con los prejuicios de los de su clase. Yo tengo más edad y me congratula decir que soy capaz de evaluar a los hombres con mayor claridad. No tengo objeción alguna a que Taeyong sea tu compañero. Esto no va a gustarle, pero ya he arrostrado antes la ira de los dioses—Hizo una pausa—Se hace tarde, es hora de que durmáis.
—Gracias, maestro Quirón —agradeció JaeHyun con fervor y voz firme. Nos pusimos en pie, pero yo vacilé.
—Yo quería... —Y señalé con dedos crispados al centauro.
JaeHyun entendió mi intención y desapareció en las sombras de la cueva. Me volví hacia nuestro maestro.
—Me iré si mi presencia llegara a ser un problema.
Hubo un silencio prolongado y casi pensé que no me había escuchado hasta que al fin me contestó:
—No pienso dejar que se pierda tan fácilmente lo que habéis ganado en este día.
Me dio las buenas noches y yo me reuní con JaeHyun en la cueva.
⚔️
Ya me obsesioné con esta historia ;3 <3
Pelida: Se le llamaba Pelióno Pelida en referencia a su padre,Taeil.
Soto: arbolado.
Milenrama: flor de la pluma.
Argénteo: Plateado.
Alarido: Grito fuerte que expresa generalmente dolor o miedo.
Gañido: Grito quejumbroso que profiere el perro u otro animal cuando es maltratado.
Yacija: Cama sencilla y pobre o cualquier cosa en la que uno se tumba para reposar o dormir.
Lochas, vimba: peces de río.
Modorra: Somnolencia.
Arrostrado: Hacer cara.
9
A la mañana siguiente me despertó el suave cacharrear de Quirón mientras preparaba el desayuno. Yacía sobre un lecho mullido y había dormido muy bien. Me estiré, pero me llevé un pequeño susto al chocar con el cuerpo de JaeHyun, aún dormido a mi lado. Me detuve un momento a observar sus mejillas sonrosadas y la cadencia de su respiración. Algo se agitó en mi interior, debajo de mi piel, pero quedó olvidado cuando el centauro me saludó con una mano al otro lado de la cueva y yo le respondí con un tímido ademán.
Después del almuerzo tomamos parte en las tareas de nuestro maestro. Fue algo agradable. Recoger bayas, pescar peces para la comida, preparar trampas para las codornices. Tal fue el comienzo de nuestros estudios si es que pueden llamarse así, pues Quirón no enseñaba en función de lecciones establecidas, sino por una cuestión de oportunidad. Cuando enfermaron las cabras que solían ramonear por los alrededores, aprendimos a preparar unas purgas para aliviar sus estómagos, y cuando se recuperaron, nos enseñó a prepararles unos emplastos para las garrapatas. Al caerme por un barranco me rompí un brazo y me hice una brecha en la rodilla, entonces aprendimos a entablillar un miembro, limpiar heridas y administrar las hierbas adecuadas para prevenir una infección.
Espantamos sin querer a un guion de codornices en su nido en el transcurso de una cacería. Él aprovechó para enseñarnos a movernos con sigilo y también a leer las huellas; y cuando nos encontrábamos con el animal, nos explicó cómo usar el arco o la honda para darle una muerte rápida.
Si nos entraba sed y no teníamos a mano un pellejo con agua, Quirón nos informaba sobre las plantas donde era posible encontrar gotas de rocío. Aprendíamos algo de carpintería cada vez que se venía abajo un fresno de montaña: descortezábamos el tronco, lo pulíamos y le dábamos forma. Yo hice un mango de hacha y JaeHyun labró el astil de una lanza. El centauro nos aseguró que pronto aprenderíamos a forjar las hojas para esas empuñaduras.
Todos los días ayudábamos en las comidas y en las cenas: batíamos la espesa leche de cabra para hacer queso o preparar yogur y limpiábamos los peces. Nunca antes se nos había permitido hacer ese trabajo, dada nuestra condición de príncipes, y nos pusimos manos a la obra con verdadera avidez. Seguimos las instrucciones de nuestro maestro y pudimos ver cómo se formaba la mantequilla delante de nuestros ojos igual que vimos chisporrotear y solidificarse unos huevos de faisán sobre unas piedras calentadas previamente en el fuego.
Al cabo de un mes, tras el desayuno, el centauro nos preguntó qué deseábamos aprender.
—El uso de esos... —contesté señalando el instrumental de la pared. «El de cirugía», según sus propias palabras. Los descolgó uno tras otro para que pudiéramos examinarlos.
—Con cuidado. La hoja corta mucho. Se usa cuando la carne se pudre y hay que cortar. Se presiona la piel alrededor de la herida hasta oír un crujido.
Entonces nos hizo seguir con los dedos la forma de nuestros huesos y luego nos servimos de las manos para explorar las vértebras en la espalda del otro. Quirón nos indicaba los puntos del cuerpo donde se hallaba cada órgano.
—Una herida en uno de ellos acabará por ser letal, pero la muerte más rápida está aquí—Señaló con el dedo la sien de JaeHyun. Me quedé helado al verle tocar el parietal de mi amigo, donde su vida estaba tan poco protegida. Me alegré cuando nos pusimos a hablar de otras cosas.
Por la noche nos tumbábamos sobre la suave hierba delante de la cueva y Quirón nos mostraba las estrellas y las constelaciones, y también nos narraba las historias de las mismas: Andrómeda temblaba de miedo ante el monstruo marino Ceto, pero Perseo la rescataba, convirtiéndole en piedra gracias a la cabeza de Medusa, de cuya sangre derramada había nacido Pegaso, el inmortal caballo alado. Nos habló también de las pruebas de Jaemin y de su posterior demencia. Esa insania le impidió reconocer a su esposa e hijos y los mató al confundirlos y creerlos enemigos.
—¿Cómo es que no reconoce a su esposa?
—Tal es la naturaleza de la locura —replicó Quirón con voz más grave de lo normal. «Él ha conocido a ese hombre», dije para mí, «y también a su mujer».
—¿Pero por qué enloqueció?
—Los dioses deseaban castigarle —contestó el centauro. JaeHyun sacudió la cabeza con impaciencia.
—Pero ese castigo era mayor para él. No fue justo para ninguno de los dos.
—Ninguna ley dice que los dioses deban ser justos, JaeHyun, y, después de todo, cuando ha muerto el otro, tal vez sea un alivio mayor que para el que sigue en este mundo, ¿no te parece?
—Quizá —admitió JaeHyun.
Yo escuchaba sin decir palabra. Los ojos de JaeHyun refulgían a la luz de la hoguera. Las sombras parpadeantes le afilaban el rostro, aunque yo le habría reconocido sumido en las penumbras o disfrazado, me dije, e incluso si se hubiera apoderado de mí la locura.
—¿Os he contado alguna vez cómo llegó a conocer Asclepios los secretos de la curación?
En realidad, sí, pero deseábamos escuchar de nuevo la historia de cómo el héroe, hijo de SiCheng, salvó la vida a una serpiente y esta, en señal de gratitud, le lamió las orejas para que pudiera oírle contar todos los secretos medicinales de las hierbas.
—Pero el único que en realidad le enseñó a curar fuiste tú —repuso JaeHyun.
—Así es.
—¿Y no te importa que la serpiente se lleve todo el mérito?
En medio de la barba oscura de Quirón fue posible entreverle los dientes. Había sonreído.
—No, JaeHyun, no me importa.
Luego, JaeHyun tocó una pieza para Quirón y para mí con la lira de mi madre, pues la había traído con él.
—Ojalá lo hubiera sabido —le había dicho el primer día cuando me la enseñó—Estuve a punto de no venir porque no quería dejarla atrás.
—Ahora ya sé cómo conseguir que me sigas a todas partes —repuso él con una sonrisa.
⚔️
El sol se hundió tras lo alto de la montaña; éramos felices.
El tiempo discurría rápido en el monte Pelión y las jornadas transcurrían idílicas. Un día el aire matinal empezó a ser frío en las cumbres cuando nos despertábamos y se calentaba poco y mal gracias a los finos rayos de sol que se filtraban por el dosel de hojas marchitas.
Nuestro maestro nos dio prendas de piel y colgó un dosel a la entrada de la cueva con el fin de mantener cálido el interior. Durante el día recogíamos madera para tener una buena provisión para los días de invierno o hacíamos la salazón de carnes para preservarla. Los animales aún no se habían retirado a sus cubiles, pero no tardarían en hacerlo, nos informó Quirón. Por las mañanas nos maravillábamos al ver la escarcha en las hojas. Habíamos oído hablar de la nieve a los rapsodas y en las historias, pero jamás la habíamos visto.
Al despertarme un día, descubrí que el centauro no estaba allí. Eso no era inusual: solía levantarse antes que nosotros para ordeñar las cabras o recoger frutos silvestres para el desayuno. Abandoné la gruta para dejar dormir a gusto a JaeHyun y me senté a esperar a Quirón en el calvero. Las cenizas del último fuego de la noche estaban blancas y frías. Las removí con aire perezoso mientras disfrutaba de los susurros del bosque circundante, donde escuché una codorniz entre la maleza y el zureo matutino de una paloma. También percibí el crujido de la cubierta vegetal, removida por el viento o pisada por un animal poco cuidadoso. Hice intención de ir a por leña y reavivar la fogata.
Como un picor en la piel, sentí que algo extraño sucedía. Primero enmudeció la codorniz y luego la paloma; las hojas dejaron de susurrar y la brisa ya no sopló más; ningún animal se movía en el sotobosque. El silencio tenía una cualidad tan singular que contuve el aliento, como el conejo debajo de la sombra del halcón. El corazón me latía tan fuerte que notaba el golpeteo del pulso contra la piel.
Me recordé a mí mismo que en ocasiones el centauro hacía algo de magia, pequeños trucos propios de las divinidades, como calentar el agua o calmar a los animales.
—¿Quirón? —le llamé. La voz me flaqueó un poco—¿Quirón?
—No soy Quirón—Al darme la vuelta, vi en el borde del claro a Haechan; su piel de un bronceado ahuesado y su melena azabache refulgían como la flama del relámpago. Lucía un vestido ceñido al cuerpo que centelleaba igual que las escamas de los peces. Se me formó un nudo en la garganta y fui incapaz de respirar—Este lugar no es para ti —Me dijo con un timbre de voz que recordaba al chirrido del casco de una nave sobre unos bajíos puntiagudos.
La nereida avanzó hacia mí. Toda la hierba pisada por sus pies se consumía. Era un ninfo de mar y las cosas de la tierra no lo apreciaban.
—Lo siento —logré farfullar. Mi voz parecía una hoja reseca resonando dentro de la garganta.
—Te advertí—Tuve la impresión de que sus pupilas negras se me metían en el cuerpo y me anegaban la garganta hasta asfixiarme. No habría podido gritar si me hubiera atrevido.
Escuché un ruido detrás de mí y enseguida se oyó la voz del centauro, que sonó muy alta en medio de aquel silencio sepulcral.
—Hola, Haechan.
Recuperé el aliento y me volvió el calor a la piel. Estuve a punto de echar a correr hacia él, pero la mirada de Haechan me mantuvo allí petrificado. No me cabía duda alguna de que podía alcanzarme si así se lo proponía.
—Estás asustando al muchacho —le advirtió Quirón.
—No pertenece a este lugar —replicó Haechan, cuyos labios eran tan rojos como la sangre recién derramada.
El maestro me puso una mano encima antes de darme una orden:
—Vuelve a la cueva ahora mismo. Ya hablaré contigo luego, Taeyong.
Me puse en pie y le obedecí con andares inseguros.
—Has vivido demasiado tiempo entre mortales —le oí decir a Haechan antes de que la cortina de pieles volviera a su posición después de que yo hubiera pasado. Me recosté contra la pared de la cueva. Tenía la garganta en carne viva y un intenso sabor a sal en la boca.
—JaeHyun —le llamé.
Él abrió los ojos y llegó junto a mí antes de que pudiera hablar de nuevo.
—¿Estás bien?
—Tu padre está aquí —le informé.
Los músculos se le tensaron debajo de la piel. Lo vi.
—¿No te ha herido?
Negué con la cabeza y no añadí que tenía la convicción de que deseaba hacerlo.
Probablemente lo habría hecho de no haber aparecido el centauro.
—Debo ir, Taeyong.
Se fue entre un frufrú de pieles cuando separó las dos piezas de la cortina, que volvieron a cerrarse tras él.
No conseguí escuchar nada de lo dicho en el calvero. O conversaron en voz muy baja o se marcharon a otro lugar para hablar. Aguardé, trazando espirales en el suelo de tierra de la cueva. Ya no sentía preocupación alguna por mi situación. Quirón había decidido conservarme a su lado y tenía muchos más años que Haechan, el centauro ya era adulto cuando los dioses aún se mecían en sus cunas, cuando Haechan no era más que un huevo en el útero del mar. Pero había algo más, algo nada fácil de nombrar. Yo temía que su presencia trajera una pérdida o una mengua.
Regresaron casi a mediodía. Lo primero de todo, busqué con la vista a JaeHyun, sus ojos, el mohín de su boca, mas no había nada, salvo una cierta fatiga. Se dejó caer en el camastro junto a mí y dijo:
—Tengo hambre.
—Como es natural. Hace mucho que ha pasado la hora de comer —repuso Quirón, que se había puesto a prepararnos la comida. Se movía con gran facilidad en la cueva a pesar de su gran corpulencia.
—Todo está en orden —me aseguró JaeHyun, volviéndose hacia mí—Él solo quería verme y hablar conmigo.
—Vendrá a verle más veces. Como debe ser —sentenció el centauro, y luego, como si supiera lo que me rondaba por la cabeza, agregó—: Es su padre.
«Pero es un dios antes que eso», repliqué para mis adentros.
Mis temores se aliviaron mientras comíamos. Me había preocupado que Haechan pudiera contarle al centauro lo ocurrido entre JaeHyun y yo el día de la playa, pero Quirón no se comportó de forma diferente con nosotros y JaeHyun era el mismo de siempre. Me fui a la cama, no en paz, pero al menos tranquilo.
La nereida vino con frecuencia a partir de ese día, tal y como había anunciado el centauro. Aprendí a anticipar ese momento, escuchaba ese silencio absoluto previo a su llegada, y entonces sabía quedarme cerca de Quirón o dentro de la gruta. La intrusión no era gran cosa y yo me prometí no molestarlo, pero me alegraba mucho cuando se iba.
⚔️
El río se heló al llegar el invierno. JaeHyun y yo nos aventuramos a caminar sobre la resbaladiza capa de hielo. Luego, abríamos unos agujeros en forma de círculo y dejábamos caer sedal para pescar. No disponíamos de otra carne, pues los bosques se habían quedado vacíos, a excepción de los ratones y alguna que otra marta.
Al final llegaron las nieves, tal y como nos había prometido el centauro. Nos tendíamos en el suelo y nos dejábamos cubrir por los copos de nieve. Soplábamos hasta derretirlos con la calidez de nuestros alientos. No teníamos capas ni botas ni otras prendas de abrigo que las pieles facilitadas por Quirón, razón por la cual acudíamos muy a gusto al calor de la gruta. Incluso nuestro maestro se puso una pelliza hecha con piel de oso, según nos dijo.
Empezamos a llevar la cuenta de los días transcurridos desde la primera nevada.
Los señalábamos con rayas hechas en una piedra.
—El hielo del río empezará a resquebrajarse cuando lleguéis a cincuenta — auguró Quirón y, en efecto, el quincuagésimo día oímos la fractura; fue un sonido extraño, similar al producido por un árbol al caer. Una grieta había rasgado la superficie helada casi de una orilla a otra—Enseguida vendrá la primavera.
No transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a brotar la hierba de nuevo y las ardillas listadas salieran delgadas y famélicas de sus madrigueras. Las seguimos y tomamos el desayuno en el aire primaveral, sazonado por el olor de los nuevos brotes. Fue una de esas mañanas cuando JaeHyun le preguntó a Quirón si nos enseñaría a luchar.
No sé qué le hizo pensar en eso. ¿Tal vez todo un invierno encerrado sin hacer ejercicio? ¿La visita del ninfo la semana anterior? Quizá nada de eso.
«¿Vas a enseñarnos a luchar?».
Hubo una pausa tan breve que tal vez incluso me la imaginé antes de que el centauro contestase:
—Te enseñaré si es lo que deseas.
Ese día Quirón nos condujo a un claro situado en lo alto de una cresta. Tomó de un arsenal guardado en algún rincón de la cueva dos astiles de lanza y dos espadas de práctica para nosotros y las trajo consigo. Nos pidió una demostración de las habilidades de instrucción que poseíamos. Yo hice una demostración de los bloqueos y de los golpes así como del juego de pies que me habían enseñado en Ftía. Junto a mí, justo donde apenas podía verle por el rabillo del ojo, los miembros de JaeHyun eran un borrón de tan deprisa como se movía. Quirón había subido también un escudo rayado de bronce y de vez en cuando se interponía en nuestros movimientos con el fin de provocar un contacto y verificar nuestras reacciones.
La demostración se me hizo eterna y cada vez me dolían más los brazos de tanto dar tajos y puntadas con la espada. Por fin, el centauro nos ordenó parar. Bebimos mucho de nuestros pellejos de agua y nos dejamos caer sobre la hierba. Mi pecho palpitaba sin cesar, el de JaeHyun permanecía sereno.
Quirón se plantó delante de nosotros y permaneció en silencio.
—Bueno, ¿qué opinas? —JaeHyun se moría de ganas por tener una opinión. Caí en la cuenta entonces de que Quirón era la cuarta persona que le había visto pelear.
No sé qué esperaba oírle decir a nuestro maestro, pero no lo que dijo a continuación, eso seguro.
—Nada hay que pueda enseñarte. Sabes todo lo que sabía Jaemin, y aún más. Eres el mejor guerrero de tu generación y también de todas las anteriores.
JaeHyun se sonrojó. No supe si de placer o de vergüenza, o ambas cosas a la vez.
—Los hombres oirán de tu habilidad y desearán contar contigo para librar sus guerras—Hizo una pausa—¿Qué vas a responderles?
—No lo sé —admitió JaeHyun.
—Esa respuesta vale para el día de hoy, pero más adelante no bastará —le advirtió el centauro.
Entonces se hizo un silencio sepulcral y pude palpar la tensión entre nosotros. El rostro de JaeHyun parecía tenso y solemne por vez primera desde nuestra llegada.
—¿Y qué hay de mí?
El centauro posó los ojos sobre mí antes de responderme:
—Ninguna de tus peleas te granjeará la fama. ¿Te sorprende?
El tono realista de Quirón y el modo en que lo dijo aliviaron un poco lo hiriente de sus palabras.
—No —contesté con sinceridad.
—Aun así, no está fuera de tu alcance ser un soldado competente. ¿Deseas aprender esto?
Pensé en los ojos apagados del chico al que había matado y en lo deprisa que se había encharcado de sangre el suelo; y en JaeHyun, el mejor guerrero de su generación; y en Haechan, que me lo arrebataría si le resultaba posible.
—No —respondí.
Y así acabaron nuestras clases de adiestramiento militar.
⚔️
La primavera dio paso al verano y los bosques se hicieron frondosos y cálidos, y se llenaron de caza y frutos. Los emisarios de Taeil trajeron presentes a JaeHyun cuando cumplió catorce años. Resultaba un tanto extraño verlos ahí, en la montaña, con sus uniformes y libreas de palacio. Yo les miraba a los ojos, viendo el destino de sus miradas: yo, JaeHyun y, sobre todo, Quirón. Los cotilleos hacían furor en la corte y esos hombres iban a ser recibidos como reyes a su regreso. Me dio una gran alegría verles marchar con todos los arcones vacíos.
Todos los regalos fueron bien recibidos: nuevas cuerdas de lira, túnicas limpias hechas con la mejor lana, un arco nuevo provisto con flechas rematadas en punta de metal. Acariciamos con los dedos las puntas, cuyo extremo punzante iba a garantizarnos carne en la comida de días futuros.
Algunos obsequios fueron menos útiles, como capas con hilo de oro que delatarían a su portador a cincuenta pasos de distancia o un cinto tachonado de joyas, demasiado pesado para llevarlo en cualquier actividad práctica. También había un tabardo para caballo entretejido con oro, digno de la montura de un príncipe.
—Espero que no sea para mí —observó Quirón, enarcando una ceja.
Nosotros lo rasgamos para obtener compresas, vendas y telas. El material era perfecto para llevar comida.
—Ha pasado casi un año desde que vinimos —comentó JaeHyun mientras una fresca brisa nos acariciaba la piel.
—A mí no se me ha hecho largo —repuse. Estaba semidormido y tenía la vista perdida en el azul del cielo vespertino.
—¿Echas de menos el palacio de Taeil? —quiso saber.
Pensé en los regalos de su padre, en los siervos y las miradas de estos, y también los chismorreos que iban a contar en Ftía.
—No —respondí.
—Tampoco yo —me contestó—Pensé que podría ocurrir, pero no es así. Y los días se convirtieron en meses y de esa guisa transcurrió otro año.
10
Esa primavera habíamos cumplido quince años. El hielo invernal había durado más de lo habitual y ahora nos solazábamos una vez más a la luz del sol. La ligera brisa nos había puesto piel de gallina al habernos quitado la túnica. No había estado tan desnudo en todo el invierno, demasiado crudo como para quitarse las capas y las pieles, a excepción de las rápidas abluciones que realizábamos en una roca vaciada para que sirviera de pila. JaeHyun hacía estiramientos para desentumecer los músculos después de la larga hibernación en la cueva. Habíamos pasado toda la mañana nadando y cazando en el bosque. Mis músculos fatigados estaban contentos de entrar en acción otra vez.
Le observé. En monte Pelión solo había un espejo: la superficie oscilante del río, así que únicamente podía evaluar mis cambios mirando a JaeHyun, cuyos miembros eran aún finos, pero debajo de la piel resultaba posible apreciar su abultamiento cada vez que se movía. Su semblante era también más firme y los hombros se le habían ensanchado.
—Pareces mayor —observé. Se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Sí...?
—Sí —asentí—¿Y yo?
—Ven aquí —me pidió. Me levanté y me encaminé hacia él, que contempló unos instantes antes de decir—: Sí.
—¿Cómo...? ¿Mucho? —quise saber.
—Tu rostro es diferente —contestó.
—¿Dónde?
Alargó la mano derecha hasta tocar mi mandíbula y la recorrió con las puntas de los dedos.
—Aquí tu rostro es más ancho que antes. —Alcé mi propia mano para palpar esa diferencia, pero a mí se me antojó como siempre: era hueso y piel. JaeHyun me cogió la mano y me la llevó hasta la clavícula—Y también has aumentado de tamaño aquí... y aquí —continuó, tocando suavemente con el dedo el bulto que sobresalía de mi garganta.
Tragué saliva cuando sentí la yema ponerse en movimiento otra vez sobre mi piel.
—¿Y dónde más? —pregunté.
Él indicó la piel que me corría por el pecho y el estómago.
Me empezaron a arder los carrillos cuando detuvo el dedo.
—Ya esta bien—dije, más abruptamente de lo que pretendía en realidad.
Tomé asiento sobre la hierba y él reanudó los ejercicios de estiramiento. Observé cómo la brisa le alborotaba los cabellos y el modo en que el sol incidía sobre su piel porcelana. Me eché hacia atrás y dejé que los rayos de luz me bañaran a mí también.
Al cabo de un tiempo se detuvo y vino a sentarse junto a mí. Observamos la hierba, los árboles y los nudos de los brotes recién salidos.
—No creo que te disguste tu aspecto actual —dijo con voz lejana, casi despreocupada.
Me ardieron otra vez las mejillas, pero no hablamos más del asunto.
⚔️
Estábamos a punto de cumplir los dieciséis años. Los emisarios de Taeil no tardarían en acudir con presentes, pronto saldrían las bayas y las frutas estarían maduras y listas para ser recogidas. Esa edad era el último año de la infancia. Después, nuestros padres nos llamaban hombres y no vestíamos solo túnicas, sino también capas y chitones. Acordarían un matrimonio para JaeHyun y yo también podía casarme si así lo deseaba. Volví a pensar en aquellas siervas de ojos apagados y recordé los retazos de conversación de los chicos, la cháchara sobre tetas, caderas y fornicio.
—Es suave como la seda.
—Te olvidas hasta de tu nombre en cuanto tienes cerca sus melones.
Las voces de los muchachos eran agudas de pura excitación y aumentaba también el timbre de las mismas, pero mi mente se escabullía como un pez para no ser apresado cada vez que imaginaba de qué estaban hablando.
Otras imágenes sustituían a aquellas: la curva de un cuello por encima de una lira, un cabello centelleante a la luz del fuego, unas manos de tendones marcados. Estábamos juntos día y noche, y yo no podía escapar al olor del ungüento de sus pies ni a los atisbos de su piel desnuda mientras se vestía. Me obligaba a dejar de mirarle y recordaba el día en la playa, la frialdad de sus ojos y cómo había huido de mi lado. Y siempre me acordaba de su padre.
Comencé a alejarme por mi cuenta a primera hora de la mañana, cuando JaeHyun aún dormía, o por las tardes, mientras él realizaba sus prácticas de lanza. Solía llevarme una flauta, pero rara vez la tocaba. En vez de eso, buscaba un buen árbol donde apoyarme y respirar el agudo olor de los cipreses que traía la brisa desde lo alto del monte.
Mi mano se movía lentamente y de forma inconsciente, como si escapara a mi control, hasta acabar entre mis muslos. Había algo vergonzoso en aquello que hacía y algo aún más indecente en los pensamientos que me venían a la cabeza mientras lo hacía, pero habría sido peor pensar en ello mientras estaba en la cueva de paredes rosadas, con él a mi lado.
A veces resultaba difícil regresar a la gruta.
—¿Dónde has estado? —me preguntaba.
—Por ahí —respondía yo, señalando a cualquier punto sin mucha precisión. Él asentía, pero yo sabía que se había percatado del arrebol de mis mejillas.
⚔️
La canícula estival fue en aumento y nosotros buscábamos la sombra próxima al río, cuyas aguas trazaban arcos de la luz cuando nos hacíamos aguadas y nos zambullíamos en su cauce. Las rocas del fondo estaban cubiertas de musgo y eran frías al tacto: resbalaban bajo las puntas de mis pies cuando lo vadeaba. Gritábamos para asustar a los peces y hacerlos salir de sus agujeros en el lodo o de las aguas más tranquilas que había corriente arriba. Me tumbaba de espaldas sobre el agua y me dejaba mecer por el cauce ahora que el ímpetu del deshielo había perdido empuje. Me encantaba sentir la caricia del sol sobre el vientre y el frescor del lecho del río debajo del cuerpo. JaeHyun flotaba junto a mí o nadaba contra el suave tirón de la corriente.
Cuando nos cansábamos de haraganear de ese modo nos agarrábamos a las ramas bajas de las mimbreras y nos alzábamos hasta suspendernos sobre las aguas y nos liábamos a darnos patadas el uno al otro hasta que nuestras piernas terminaban enredándose. Nos liberábamos zafándonos del otro o nos subíamos a la rama.
Un día tomé impulso, me solté de mi rama y me lancé hacia su cuerpo en suspensión. JaeHyun soltó un «oh» de sorpresa. Forcejeamos durante unos instantes cuando me abracé a él entre risas. Entonces se escuchó un fuerte chasquido y su rama se partió en dos, sumergiéndonos en el río.
Jadeábamos ansiosos cuando emergimos a la superficie. JaeHyun se fue a por mí enseguida y me arrastró hacia el fondo. Forcejeamos un poco, salimos otra vez y nos hundimos de nuevo.
Al final nos arrastramos hasta la orilla, donde nos tumbamos entre las juncias y otras hierbas del humedal con los pulmones ardiendo y los rostros colorados tras el largo periodo pasado debajo del agua. Nuestros pies se hundieron en el frío lodo acumulado en la orilla del río. La melena chorreaba agua y yo observaba cómo formaba arroyuelos entre los brazos y las líneas del pecho.
⚔️
Me desperté a primera hora el día del decimosexto cumpleaños de JaeHyun. Quirón me había enseñado la ubicación de un árbol en la ladera opuesta del Pelión donde los higos acababan de madurar. Eran los primeros de la temporada.
—JaeHyun no lo sabe —me aseguró el centauro.
Los vigilé durante varios días. Los grandes brotes verdes se hincharon y se oscurecieron, cobrando peso, y esa mañana los recogí para que pudiera tomarlos como desayuno.
No era mi único regalo. Había encontrado un trozo de madera seca de fresno y me había puesto a tallar las capas más suaves. A los dos meses empezó a cobrar vida la forma de un chico tocando la lira, alzaba la cabeza hacia el cielo y abría la boca, como si cantara. La llevaba encima mientras iba a por los higos.
Unos higos grandes y hermosos colgaban del árbol. Su carne curva imploraba el toque de mis dedos, pues dos días después ya se habrían pasado de maduros. Los guardé en un frutero de madera y los llevé con todo cuidado de regreso a la cueva.
JaeHyun se hallaba sentado en el claro junto a Quirón. A sus pies descansaba una caja sin abrir. Abrió los ojos de gozo mientras se hacía cargo de los higos. Se puso de pie y tomó el frutero antes de que pudiera ofrecérselo. Comimos higos hasta quedar ahítos. Acabamos con los dedos y los mentones pringosos por la dulce untuosidad de la fruta.
El arcón de Taeil contenía más túnicas y cuerdas de lira, pero esta vez, por su decimosexto cumpleaños, incluía una capa teñida con la carísima púrpura de murex. Era la capa de un príncipe, de un futuro rey, y advertí cuánto le complacía ese obsequio. Iba a sentarle muy bien cuando se la pusiera, lo supe, pues el púrpura parecía aún más suntuoso en contraposición con el color dorado de sus cabellos.
Quirón también le hizo regalos: un cayado de paseo y una vaina para el cuchillo. Por último, le hice entrega de la talla. JaeHyun la estudió y repasó con las yemas de los dedos las pequeñas marcas que mi cuchillo había dejado a su paso.
—Eres tú —le informé, sonriendo como un bobalicón.
Él alzó los ojos y en ellos pude advertir el brillo de la alegría.
—Lo sé.
⚔️
Un anochecer no mucho después de eso nos entretuvimos hasta tarde junto a los rescoldos del fuego. JaeHyun había permanecido ausente buena parte de la tarde, pues Haechan había venido y le había retenido a su lado mucho más de lo habitual. Luego, se entretuvo interpretando en la lira de mi madre una música reposada y refulgente como las estrellas del firmamento.
Quirón bostezó cerca de mí mientras se apoyaba un poco más sobre las patas plegadas. La lira enmudeció al instante y JaeHyun preguntó en la oscuridad:
—¿Estás cansado, Quirón?
—Sí.
—En tal caso, vamos a marcharnos para dejarte descansar.
Por lo general no solía tener tanta prisa por irse, ni siquiera para hablar conmigo, pero también yo estaba agotado, y no puse objeciones. Se levantó y se despidió del centauro antes de encaminarse hacia la boca de la cueva. Yo estiré los brazos y me demoré junto a las llamas durante un rato antes de seguirle.
En el interior, JaeHyun ya se había acostado. Tenía el rostro húmedo después de haberse lavado en el manantial. También yo me lavé un poco, echándome agua fría sobre la frente.
—Aún no me has preguntado nada sobre la visita de mi padre.
—¿Qué tal está?
—Se encuentra bien—Siempre me respondía lo mismo, y ese era el motivo por el cual a veces no le decía nada.
—Bien —contesté mientras recogía un poco de agua para quitarme de la cara el jabón hecho con aceite de oliva; aún olía un poco a oliva y a manteca.
—Mi padre dice que aquí no puede vernos.
—¿Eh...? —contesté, pues no esperaba que dijera nada más sobre ese tema.
—No puede ver lo que hacemos aquí, en Pelión.
Había una nota forzada y tensa en su voz. Me volví hacia él.
—¿Qué quieres decir?
Contempló fijamente el techo.
—Dice... Le pregunté si nos ve aquí —me explicó con voz aguda—Y dice que no, que no puede.
En la cueva se hizo un silencio absoluto, solo roto por el lento goteo del agua al escurrir de lo alto.
—Ah.
—Deseaba decírtelo porque... —Hizo una pausa—Pensé que te gustaría saberlo. No le... —JaeHyun efectuó otra pausa—No le hizo gracia alguna que se lo preguntara.
—No le hizo gracia alguna —repetí. Me dio un mareo solo de darle vueltas y más vueltas en la cabeza a esa idea. «No puede vernos». Caí en la cuenta de que me había quedado casi inmóvil junto al lavamanos, con la toalla a medio camino hasta el mentón. Estaba abrumado por una oleada de esperanza y pavor. Eché hacia atrás las mantas y me tendí sobre el lecho, ya caliente por el cuerpo de JaeHyun, que permanecía con la vista fija en el techo—¿Te complace... su respuesta? —inquirí al cabo de un rato.
—Sí.
Permanecimos allí tendidos durante un momento, en ese silencio tenso y palpitante. Por las noches solíamos contarnos chistes o relatos y cualquier otra velada nos habríamos puesto a reconocer las estrellas pintadas en el techo en caso de habernos cansado de hablar.
—Orión —le hubiera dicho, siguiendo la dirección indicada por el dedo de JaeHyun—Las Pléyades.
Pero esta vez no ocurrió nada de eso. Cerré los ojos y aguardé durante unos minutos muy largos hasta que supuse que se había dormido antes de volverme hacia él y mirarle, pero él estaba tumbado de costado, observándome. No le había oído ladearse. «Nunca le oigo». Se hallaba extremadamente quieto, con esa inmovilidad tan suya. Al respirar tomé conciencia del pequeño trecho de almohada que mediaba entre los dos.
Se inclinó hacia delante.
Nuestras bocas se abrieron una sobre la otra y vertió en la mía la calidez de su dulce espiración. No fui capaz de pensar ni de hacer ninguna otra cosa, salvo beber cada respiración conforme llegaba y disfrutar del suave balanceo de sus caderas. Era un milagro.
Yo temblaba, temiendo espantarle. No sabía qué hacer ni qué podría gustarle. Le besé en el cuello y en el pecho, saboreando el sabor a sal. Él pareció henchirse y madurar ante mi contacto. Olía a almendras y tierra. Se apretó junto a mí y me aplastó los labios para saborearlos.
Se quedó quieto cuando le tomé de la mano, suave como el terciopelo delicado de los pétalos. Conocía la piel pálida de JaeHyun, la curva de su cuello y el pliegue de sus codos. Sabía cuánto placer me daba contemplarle.
Nuestros cuerpos se acoplaron uno en torno al otro como si fueran manos.
Las mantas se habían doblado a mi alrededor, pero él las retiró de nosotros. Supuso una sorpresa recibir el aire sobre la piel y me estremecí. Las estrellas pintadas del techo aureolaban el cuerpo de JaeHyun. La estrella polar descansaba sobre su hombro. Deslizó la mano sobre mi abdomen, agitado por el frenético sube y baja de mi respiración. Me acarició con la misma suavidad que la más fina de las telas y mis caderas respondieron a su contacto. Le atraje hacia mí, tan tembloroso como él, que parecía haber corrido a toda velocidad hasta muy lejos.
Pronuncié su nombre, creo, y eso me traspasó: me quedé hueco como un bambú cortado para soplar por él. Nuestra respiración era el único indicio del transcurso del tiempo.
Enredé los dedos entre sus mechones mientras sentía en mi interior un impulso creciente, un latido acelerado al ritmo del movimiento de su mano. JaeHyun tenía el rostro junto al mío, pero yo hice lo posible por acercarlo aún más.2
—No te detengas —le dije.
Y no lo hizo. Cerró los ojos cuando mi mano extendida localizó el lugar de su placer. Encontré un ritmo de su agrado, lo supe gracias a la cadencia de su respiración y su jadeo. Mis dedos siguieron de forma incesante el ritmo desbocado de su respiración. Sus párpados cobraron el color del cielo al romper el alba. JaeHyun olía como la tierra después de la lluvia. Abrió la boca al proferir un grito inarticulado y nos estrechamos uno tan cerca del otro que sentí sobre mi piel el flujo caliente de su pasión. Se estremeció y permanecimos tumbados juntos.
Lentamente, conforme se cerraba la noche, empecé a cobrar conciencia de mi sudor, la humedad de las mantas y la mojadura que impregnaba nuestros vientres.
Nos separamos con los rostros hinchados y llenos de moratones por los besos. La gruta olía dulce y cálida, como la fruta bajo el influjo del sol. Nuestras miradas se encontraron, pero no despegamos los labios. Creció en mi interior un miedo súbito y punzante. Aquel era el momento de mayor peligro y yo me tensé, esperando un estallido de remordimiento por su parte.
—No pensé... —empezó, pero se detuvo. No había en el mundo palabras que yo quisiera oír más que las que él se callaba.
—¿Qué...? —le insté. «Si es algo malo, que acabe enseguida».
—No pensé que nosotros alguna vez... —JaeHyun vacilaba al elegir cada palabra, y no podía culparle.
—Tampoco yo —admití.
—¿Te arrepientes? —Soltó esas palabras de sopetón.
—No —respondí.
—Tampoco yo.
Entonces se hizo un silencio sepulcral y no me preocupó ni la humedad del camastro ni lo sudado que yo estaba. No me quitaba de encima aquellos ojos suyos, verdes con algún toque dorado. Se alzó en mi interior una certeza que terminó alojándose en mi garganta: «Jamás voy a dejarle. Será así siempre, hasta que él me abandone».
Habría expresado esa idea en voz alta de haber habido palabras para expresar aquello, pero no parecía haber ninguna con capacidad suficiente para abarcar aquella verdad cada vez más grande.
Él alargó la mano en busca de la mía como si me hubiera oído. No tuve que mirar; tenía grabados en la memoria sus dedos delgados y cubiertos de venas delicadas como pétalos, dedos fuertes y raudos que jamás cometían un error.
—Taeyong —dijo. Siempre se le habían dado las palabras mejor que a mí.
⚔️
A la mañana siguiente me desperté con la cabeza ligera y el cuerpo adormecido por el calor y la relajación. Después de la ternura había sobrevenido otro acceso de pasión, pero esa vez habíamos ido más despacio, con morosidad, como una noche de ensueño que se prolongaba más y más. Ahora, empero, me abrumó otro ataque de nervios cuando se estiró junto a mí, con la mano todavía descansando sobre mi estómago, húmeda y cerrada como una flor al alba. De golpe recordé cuanto habíamos dicho y hecho, así como los sonidos que yo había hecho. Me entró miedo de que el hechizo se hubiera roto y la luz del día que se filtraba por la entrada lo hubiera convertido todo en piedra, pero no, él estaba despierto, sus labios me silabearon un saludo soñoliento y mantuvo la mano al alcance de la mía. Permanecimos tumbados de esa guisa hasta que la cueva se vio colmada por la claridad de la mañana y nos llamó Quirón.
Salíamos corriendo al río a lavarnos nada más comer. Disfruté del milagro de poder contemplarle abiertamente y disfrutar del jugueteo de luz veteada sobre sus miembros y la curvatura de su espalda cuando se zambullía en las aguas. Luego, nos tendíamos en la orilla del río y recorríamos nuestros cuerpos otra vez, y otra, y otra más. Parecíamos dioses en el alba del mundo y nuestro gozo era tan deslumbrante que no éramos capaces de ver otra cosa que el uno al otro.
⚔️
Si el centauro advirtió algún cambio, no lo mencionó, pero eso no me ahorró preocupación alguna.
—¿Tú crees que se enfadará?
Nos hallábamos en un olivar sito en la cara norte de la montaña, donde las brisas eran más frías y puras como una alfaguara.
—No lo creo —respondió, alargando la mano hacia mi clavícula, cuyo contorno tanto le gustaba recorrer con el dedo.
—Pero es posible. Seguramente ahora ya lo sabe. ¿Deberíamos decirle algo?
No era la primera vez que me lo preguntaba. A menudo habíamos hablado de ello con ansia y complicidad.
—Si eso te complace.
Eso es lo que había dicho con anterioridad.
—Pero ¿no crees que va a enfadarse?
Él se detuvo a considerarlo durante unos momentos. Eso me encantaba de él: no importaba cuántas veces lo hubiera preguntado antes, me contestaba como si fuera la primera vez.
—No lo sé—Sus ojos y los míos se encontraron—¿Acaso importa? No voy a detenerme—El deseo daba calidez a su voz y en respuesta a la misma sentí un sonrojo en la piel.
—Pero podría decírselo a tu padre. Quizás él sí se enoje —respondí casi a la desesperada. No tardaría en hervirme la sangre y sería incapaz de pensar.
—Pero y si se enfada, ¿qué? —Me dejó estupefacto la primera vez que soltó algo así. No comprendía ni casi concebía que Taeil pudiera enfadarse y aun así JaeHyun hiciera lo que le viniera en gana. Oírle decir aquello era como una droga para mí. Jamás me cansaba de escucharle.
—¿Y qué hay de Haechan?
He ahí la trinidad de mis temores: Quirón, Taeil, Haechan. JaeHyun se encogió de hombros.
—¿Y qué iba a hacer? ¿Raptarme?
«Podría matarme», pensé para mis adentros, pero no lo dije. La brisa era demasiado suave y el sol demasiado cálido como para pronunciar semejante idea.
Me estudió un momento con la mirada antes de preguntar:
—¿Te preocupa que se enfaden?
«Sí». La posibilidad de decepcionar al centauro me horrorizaba. La desaprobación siempre había calado hondo en mí. No era capaz de sacármela de encima como hacía JaeHyun, pero, llegado el caso, no iba a dejar que eso nos separase.
—No —le dije.
—Bien —repuso él.
Alargué los dedos para acariciar los mechones de su pelo a la altura de las sienes. Cerró los ojos mientras alzaba el semblante para recibir de lleno la luz del sol. Sus rasgos eran de una delicadeza tan extrema que le hacían parecer más joven de lo que en realidad era. Tenía unos labios bermejos y carnosos.
Abrió los ojos y me desafió:
—Di el nombre de un héroe que fuera feliz.
Me detuve a considerarlo. Jaemin se volvió loco y acabó matando a su familia. Teseo perdió al padre y a la novia. Los hijos de la nueva esposa de Jasón fueron asesinados por los de la primera. Belerofonte mató a la Quimera, sí, pero acabó tullido al caerse del lomo de Pegaso, el caballo alado.
—No eres capaz—Se incorporó y se inclinó hacia delante.
—No.
—Lo sé. Nunca te dejan ser famoso y feliz—Enarcó una ceja—Voy a contarte un secreto.
—Dime—Me encantaba cuando se comportaba así.
—Yo voy a ser el primero—Me cogió por la palma de la mano y la sostuvo con la suya—Júralo.
—¿Por qué yo?
—Porque tú eres la razón. Júralo.
—Lo juro —repliqué, perdido en el intenso arrebol de sus mejillas y el flamear de sus ojos.
—Lo juro —repitió él.
Permanecimos sentados durante unos instantes cogidos de la mano. Esbozó una ancha sonrisa.
—Tengo tanta hambre que me lo zamparía todo crudo.
Un cuerno sonó en algún lugar de las laderas por debajo de nuestra posición. JaeHyun se puso de pie y sacó la daga guardada en la vaina sujeta a su muslo antes de que fuera capaz de moverme o decir ni pío. Era un sencillo cuchillo de caza, pero en sus manos resultaría suficiente. Permaneció inmóvil, preparado, a la escucha de cualquier cosa que pudieran percibir sus sentidos de semidiós.
Yo también llevaba un cuchillo. Eché mano al mismo y aguardé de pie. JaeHyun se había interpuesto entre el sonido y mi persona. Yo no sabía si debía ir con él, ponerme junto a él con el arma preparada. Al final no lo hice. La llamada procedía del cuerno de un soldado, era un reclamo de batalla y, como Quirón había dicho con total claridad, ese era el don de JaeHyun, no el mío.
El cuerno sonó de nuevo y enseguida escuchamos el frufrú del sotobosque bajo el empuje de un par de pies. «Un hombre». Tal vez se había perdido o estaba en peligro. Entonces una voz subió montaña arriba.
—¡Príncipe JaeHyun!
Nos quedamos paralizados.
—JaeHyun, he venido a por el príncipe JaeHyun.
Los pájaros abandonaron en estampida las copas de los árboles, huyendo del griterío.
—Es un enviado de tu padre —susurré.
Solo un heraldo real hubiera sabido adónde debía venir a buscarnos. JaeHyun asintió, pero, aunque pareciera extraño, se mostraba renuente a contestar. Supuse lo veloz que debía irle el pulso, pues unos instantes antes había estado preparado para matar.
Ahuequé las manos a modo de bocina y grité:
—¡Estamos aquí!
El estrépito cesó durante unos instantes.
—¿Dónde?
—¿Puedes seguir mi voz?
Pudo, pero a duras penas: transcurrió algún tiempo antes de que se adentrara en el calvero con el semblante lleno de rasguños y la túnica palatina empapada en sudor. Se arrodilló de mala gana, con resentimiento. JaeHyun había bajado el cuchillo, pero no me pasó desapercibida la fuerza con que apretaba la empuñadura.
—¿Sí? —inquirió con frialdad.
—Tu padre te convoca. Hay un asunto urgente en casa.
Me quedé tan inmóvil como había estado mi amigo unos momentos antes. Quizá no tuviéramos que ir si me quedaba lo bastante quieto.
—¿Qué clase de asunto? —quiso saber JaeHyun.
El hombre se recobró un tanto y recordó que se dirigía a un príncipe.
—Lo siento, mi señor, pero no lo sé. Micenas envió mensajeros a Taeil y vuestro padre tiene intención de dirigirse esta noche al pueblo, y desea contar con vuestra presencia. He traído caballos, os esperan ahí abajo.
Durante un momento solo hubo silencio y casi llegué a pensar que JaeHyun iba a negarse, pero al final dijo:
—Taeyong y yo vamos a tener que empaquetar nuestras cosas.
JaeHyun y yo anduvimos especulando durante el viaje de vuelta a la cueva acerca de las noticias. Micenas estaba demasiado lejos para nosotros y también su rey, Lucas, a quien le gustaba llamarse señor de hombres y cuyo ejército, según se decía, era el mayor de todos los reinos de Grecia.
—Sea lo que sea, solo estaremos fuera un par de noches —me informó JaeHyun.
Asentí, agradecido de oírselo decir. «Solo van a ser un par de días».
Quirón estaba aguardándonos.
—He oído las voces —anunció el centauro con una nota de desaprobación en la voz. JaeHyun y yo le conocíamos bien. No le gustaba que nada perturbara la paz de su montaña.
—Mi padre me reclama en casa —explicó JaeHyun, aunque añadió—: Solo por esta noche. Espero estar de vuelta pronto.
—Entiendo —repuso Quirón.
Parecía mayor de lo habitual ahí plantado con los cascos gastados sobre la hierba brillante y los flancos de color castaño iluminados por el sol. «¿Se sentirá solo sin nosotros?», me pregunté. Jamás le había visto en compañía de otro centauro. Le habíamos preguntado a ese respecto en una ocasión y el rostro se le había crispado.
—Son unos bárbaros —nos había dicho.
Recogimos nuestras cosas. Yo apenas había traído nada: unas túnicas y una flauta. JaeHyun tampoco tenía muchas posesiones más: la ropa, algunas puntas de lanza fabricadas por él y la estatua tallada por mí. Lo guardamos todo en unas bolsas de cuero y acudimos junto a Quirón para despedirnos. JaeHyun, siempre más audaz, abrazó al centauro. Le rodeó con los brazos allí donde el pelaje equino daba paso a la carne humana. Detrás de mí, el mensajero de Taeil se removió intranquilo.
—Te pregunté qué harías cuando los hombres te pidieran que luchases con ellos. ¿Lo recuerdas, JaeHyun?
—Sí —contestó el interpelado.
—Quizá debieras considerar ahora esa respuesta —observó el centauro. Me recorrió un escalofrío, pero no tuve tiempo de pensar en aquello pues Quirón se volvió hacia mí.
—Taeyong —dijo. Era una orden.
Me adelanté. Me puso en la cabeza esa mano suya grande y cálida como el sol. Respiré ese aroma que era solo suyo, una fragancia a caballo, sudor, hierbas y bosque.
—No renuncies a las cosas con tanta facilidad como hiciste una vez —me instó con voz tranquila.
No supe qué responder a eso, así que me limité a decir:
—Gracias.
Percibí el atisbo de una sonrisa.
—Cuídate.
Retiró la mano y al hacerlo sentí un enorme frío en la cabeza.
—Enseguida estaremos de vuelta —repitió JaeHyun.
Los ojos del centauro refulgían oscuros a la inclinada luz del atardecer.
—Os esperaré.
Nos echamos al hombro los petates y abandonamos el claro de la cueva. El astro rey había rebasado su meridiano hacía mucho y el mensajero se impacientaba. Descendimos la ladera de la montaña a toda prisa y montamos a lomos de los corceles que nos aguardaban. Me resultaba extraño ir sobre una silla de montar después de tantos años de marcha a pie y los caballos me ponían nervioso. Casi había esperado que se pusieran a hablar, aunque, por supuesto, no podían. Me revolví en mi posición para volver la vista atrás y mirar hacia Pelión con la esperanza de poder ver la cueva de paredes rosáceas o tal vez incluso al propio Quirón, pero nos hallábamos demasiado lejos, así que miré el camino y me dejé llevar a Ftía.
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Chitones: Túnica fijadaa la altura de la cintura mediantecordones o correíllas.
Murex: Se refierea la púrpura de Tiro, un tono entre rojo y morado,confeccionada con secreción de murex, un caracolmarino.
Henchirse: llenarse.
11
La última pizca de sol flameó en la línea de horizonte por el oeste cuando pasamos el mojón divisorio que marcaba las lindes de los territorios palaciegos. Enseguida oímos el grito de la guardia y la respuesta de un cuerno. Tras subir la colina, el palacio se presentó ante nosotros y tras él se agitaba inquieto el océano.
En el umbral de la casa se hallaba Haechan, tan impredecible como el relámpago. Su melena azabache se recortaba contra las blancas paredes marmóreas del palacio. Vestía un atavío oscuro, del color de un mar agitado, donde se entremezclaban el púrpura de las magulladuras y un batiburrillo de grises. En algún lugar próximo a la nereida se encontraban un grupo de soldados y también Taeil, pero ni les miré. Solo veía Haechan y su mentón curvo como la hoja de un cuchillo.
—Tu padre, Haechan—le susurré a JaeHyun. Habría jurado que los ojos le ardieron de rabia como si me hubiera escuchado. Tragué saliva y me obligué a seguir adelante.
«No va a hacerme daño. Me lo ha dicho Quirón».
Resultaba inusual verlo entre mortales. Su presencia luminosa confería un aspecto lánguido y apagado a todos los allí presentes, tanto los guardias como Taeil, aunque la tez de Haechan era bronceada como el sol. Permanecía alejado de ellos, rasgando el cielo con su altura sobrenatural. Los centinelas mantenían las miradas gachas en señal de deferencia... y miedo.
JaeHyun desmontó y yo le imité. Haechan le atrajo hacia sí para abrazarle. Vi cómo los guardias se removían en sus puestos, preguntándose cómo sería el contacto con su piel, y muy contentos de no saber la respuesta.
—JaeHyun, hijo de mis entrañas, carne de mi carne —dijo. No habló muy alto, pero las palabras cruzaron el patio—Bienvenido a casa.
—Gracias—contestó JaeHyun. Entonces se dio cuenta de que era él quien le reclamaba. Todos lo hicimos. Lo apropiado era que un hijo saludase primero al padre; el que dio a luz iba en segundo lugar... si todo hubiera sido normal, pero él era un dios y, aunque Taeil frunció los labios, no dijo nada.
JaeHyun acudió junto a su padre cuando Haechan le liberó.
—Sé bienvenido, hijo —le recibió Taeil, cuya voz sonó débil después de haber oído la de su esposo y pareció más anciano de lo debido. Habían pasado tres años desde nuestra marcha—Y también tú, Taeyong.
Todos se volvieron hacia mí. Me las ingenié para hacer una reverencia. Era muy consciente de que Haechan me fulminaba con la mirada desde lo alto.
Me alegré cuando JaeHyun tomó la palabra.
—¿Cuáles son las nuevas, padre?
Taeil miró a los guardias por el rabillo del ojo. Las especulaciones y rumores debían propagarse por todos los pasillos.
—No las he anunciado aún. No tenía intención de hacerlo hasta que estuviéramos todos presentes. Te estábamos esperando. Ven, empecemos.
Le seguimos al interior de palacio. Me moría de ganas por hablar con JaeHyun, pero no me atrevía, pues Haechan caminaba justo detrás de nosotros. Los criados lo rehuían, resoplando de sorpresa. «El dios». Sus pies no producían ruido alguno al pisar el suelo de piedra.
⚔️
Mesas y bancos atestaban el gran salón. Los criados iban corriendo de un lado para otro con bandejas llenas de viandas o portaban cráteras de vino. En la parte delantera de la estancia habían alzado una tarima donde el rey iba a sentarse junto a su hijo y su esposo. Había tres asientos. Me sonrojé. ¿Qué me había creído?
—No veo un lugar para Taeyong, padre —dijo JaeHyun en voz lo bastante alta para hacerse oír entre el bullicio de los preparativos. Me puse aún más colorado.
—JaeHyun —le susurré. «Eso no importa», quise decirle. «Me sentaré entre los hombres. Todo está en orden». Pero él me ignoró.
—Taeyong es mi camarada por juramento. Su sitio está junto a mí—Los ojos de la nereida flamearon y casi pude sentir el fuego de los mismos. Vi la negativa formada en sus labios fruncidos.
—Muy bien —accedió Taeil y mediante un gesto indicó a un siervo que me hicieran un sitio entre ellos, que, por suerte, fue en el extremo opuesto al lugar ocupado por Haechan. Me hice lo más pequeño e invisible posible antes de seguir a JaeHyun hasta nuestros asientos.
—Ahora va a odiarme —le recriminé.
—Ya te odia —me replicó con una rápida sonrisa. Eso no me tranquilizó lo más mínimo.
—¿Por qué ha venido? —inquirí con un hilo de voz. Solo algo realmente importante podía haberlo sacado de las grutas submarinas. El aborrecimiento de Haechan hacia mi persona no era nada en comparación con el que sentía hacia Taeil, a juzgar por la expresión de su semblante cada vez que le miraba.
JaeHyun negó con la cabeza.
—No lo sé. Es extraño. No les he visto juntos desde que era un crío.
Recordé las palabras que le había dedicado el centauro a JaeHyun en el momento de la marcha: «Quizá debieras considerar ahora esa respuesta».
—Quirón piensa que hay nuevas de una guerra.
JaeHyun frunció el ceño.
—No veo por qué nos han llamado. Siempre hay guerra en Micenas.
Taeil tomó asiento y un heraldo dio tres toques cortos con la trompeta, la señal convenida para el inicio del ágape. Por lo general, se necesitaban varios minutos para que los hombres se reunieran, entretenidos como estaban en los campos de entrenamiento, y terminaran sus quehaceres, pero en esta ocasión acudieron como el torrente desbordado de un río en primavera cuando se inicia el deshielo. No tardaron en abarrotar la estancia; forcejearon por las sillas y no dejaron de cuchichear. Advertí un entusiasmo creciente en el tono de sus voces. Ninguno se molestaba en hacer chasquear los dedos para llamar a los criados ni en apartar de un puntapié a un perro en busca de comida. Solo tenían una cosa en la mente: el hombre procedente de Micenas y las noticias que había traído.
Haechan también se había sentado, pero no había platos ni cuchillo para él, pues los dioses vivían de néctar y ambrosía, saboreaban los holocaustos y los vinos que vertíamos en sus altares. Resultaba extraño, pero allí dentro tenía un aspecto menos visible y resplandeciente que en el exterior. Aquel mobiliario tosco y grande parecía disminuirlo en cierto modo.
Se hizo un silencio sepulcral en la sala, incluso en los asientos más lejanos, cuando Taeil se puso en pie y alzó la copa.
—He recibido una misiva de Micenas, de los hijos de Atreo, Lucas y Johnny—Los últimos murmullos y movimientos cesaron de forma abrupta. Se quedaron inmóviles incluso los criados. Contuve la respiración. JaeHyun apretaba su pierna contra la mía—Se ha cometido un delito—El monarca hizo otra pausa, como si estuviera sopesando lo que iba a decir—El esposo de Johnny, el rey Ten, ha sido raptado de su palacio en Esparta.
—¡Ten! —susurraron los hombres entre sí.
Las historias sobre su belleza no habían dejado de crecer desde su matrimonio. Johnny había construido alrededor de su palacio muros con una doble capa de piedra y había entrenado desde la cuna a sus soldados para defenderlo. Pero la habían raptado a pesar de todas aquellas precauciones adoptadas. «¿Quién lo ha hecho?».
—Johnny había recibido una embajada del rey de Troya, encabezada por el hijo de Príamo, el príncipe Hendery, el responsable de todo esto: él raptó al rey de Esparta de su cámara mientras el rey Johnny dormía—Se levantó un murmullo de indignación. Solo un oriental sería capaz de deshonrar la gentileza de su anfitrión, pero era normal; era de todos sabido que se echaban perfumes y estaban corrompidos por culpa de esa vida muelle suya. Un verdadero héroe se lo habría llevado de frente, a punta de espada—Lucas y Micenas instan a los hombres de toda Hélade para que naveguen hasta el reino de Príamo en rescate de Ten. Troya es próspera y fácil de conquistar, según se dice. Todos cuantos participen volverán a casa cargados de riqueza y renombre—Esa coletilla era de lo más oportuno. Nuestra gente siempre había matado por la riqueza y la reputación—Me han pedido que envíe un grupo de Ftía y he accedido—Taeil aguardó a que cesaran los murmullos antes de añadir: —Aunque no tengo intención de enviar a nadie que no desee ir y no seré yo quien mande las tropas.
—¿Y quién lo hará? —preguntó alguien a voz en grito.
—Eso está aún por decidir —contestó Taeil, pero vi cómo volvía la mirada hacia su hijo.
«No», pensé, y cerré el puño sobre el borde de la silla. «Aún no». Haechan permanecía en el otro extremo de la mesa con la mirada perdida y el rostro frío e inmóvil. «Estaba al corriente», comprendí. «Quiere que JaeHyun vaya». Ahora, Quirón y la cueva de paredes rosadas se me antojaban increíblemente lejos, un idilio infantil. De pronto comprendí el peso de las palabras del centauro: todos decían que JaeHyun había nacido para la guerra, que sus manos y pies parecían formados para ese solo propósito. Iban a mandarle entre miles de lanzas troyanas y esperaban verle triunfar mientras se teñía las manos de sangre.
Taeil señaló con un gesto a YangYang, su más viejo amigo, sentado en una de las primeras mesas.
—El noble YangYang anotará el nombre de todos cuantos deseen acudir a la lucha.
Se produjo un revuelo entre los bancos y los hombres empezaron a levantarse, pero Taeil alzó la mano.
—Aún hay más—El soberano alzó un trozo de lino oscurecido por una profusión de garabatos—Ten tuvo muchos pretendientes antes de casarse con el rey Johnny. Al parecer, esos hombres hicieron un juramento de protegerlo con independencia de quién lograra desposarlo. Lucas y Johnny exigen a esos hombres el cumplimiento de su promesa y que lo traigan de vuelta junto a su legítimo esposo.
Yo le miré fijamente. «Un juramento». Entonces, de pronto, me vino a la mente la imagen de un brasero y la sangre derramada de una cabra blanca, y un salón suntuoso abarrotado de hombres imponentes.
Las paredes de la sala parecieron moverse y no fui capaz de mirar nada cuando el heraldo alzó la lista y empezó a leerla.
«Antenor».
«Eurípilo».
«Macaón».
Reconocí muchos de esos nombres, todos lo hicimos. Eran los de los héroes y reyes de nuestra época, pero para mí eran algo más que eso. Yo les había visto a todos en una cámara de piedra saturada con el humo de un fuego.
«Lucas».
«Doyoung». Recordé la cicatriz de su pantorrilla, rosada como una encía.
«Yuta». Era dos veces más feroz que cualquier otro hombre de la estancia y llevaba a la espalda aquel enorme escudo.
«Filoctetes», el arquero.
«Lee».
El heraldo se detuvo unos instantes y eso me permitió oír el murmullo:
—¿Quién?
Mi padre no había destacado demasiado durante los años de mi exilio, su fama había menguado, su nombre se había olvidado, e incluso quienes le conocían jamás habían oído hablar de un hijo. Yo me quedé helado, temía moverme para no venirme abajo. «Estoy obligado a ir a esa guerra».
El heraldo se aclaró la garganta.
«Baekhyun».
«Kun».
—¿Eres tú? ¿Estuviste ahí? —JaeHyun se había girado para orientarse hacia mí. Hablaba con un hilo de voz y apenas podía oírsele, pero aun así yo temía que alguien pudiera escucharle.
Asentí en silencio; tenía la garganta demasiado seca como para pronunciar palabras. Solo había pensado en el peligro que corría JaeHyun y en cómo podía intentar retenerle allí, si podía, pero ni siquiera había pensado en mí mismo.
—Escucha y no digas nada. Ese ya no es tu nombre. Ya se nos ocurrirá qué hacer. Se lo preguntaremos a Quirón.
JaeHyun jamás había hablado de ese modo: cada palabra atropellaba a la siguiente de tan deprisa como las pronunciaba. La urgencia de su discurso me hizo recobrarme un poco y tomé conciencia de sus ojos fijos en los míos. Asentí una vez más.
Conforme se sucedieron los nombres vinieron los recuerdos: las tres personas del estrado, uno de las cuales era Ten, los tesoros apilados en el centro, el gesto crispado de mi rostro, las rodillas sobre el enlosado de piedra. Había llegado a pensar que se trataba de un sueño. Pero no.
El rey ordenó retirarse a los hombres en cuanto hubo terminado el heraldo. Se pusieron en pie todos a la vez, arrastrando los bancos al levantarse, deseosos de presentarse ante YangYang para alistarse.
—Venid —nos pidió Taeil, volviéndose hacia nosotros—me gustaría hablar con vosotros.
Busqué a Haechan con la mirada para ver si él también iba a venir, pero ya se había marchado.
Nos sentamos junto al hogar de Taeil, que nos ofreció vino casi sin aguar. JaeHyun rehusó y yo acepté la copa, pero no la probé. El rey se hallaba en su vieja silla de respaldo alto y llena de cojines, la más próxima al fuego. Contempló a su hijo.
—Te he hecho venir con la idea de que tal vez te gustara encabezar este ejército. Ya estaba dicho. El fuego crepitaba, pues la leña estaba verde.
—Aún no he terminado con Quirón —respondió JaeHyun, aguantando la mirada de su progenitor.
—Has estado junto a él más que yo, más que cualquier otro héroe.
—Eso no significa que yo deba acudir corriendo para ayudar a los hijos de Atreo cada vez que pierden a sus esposos.
Pensé que el rey podría sonreír ante esa ocurrencia, mas no lo hizo.
—Johnny está que echa chispas por la pérdida de su esposo, eso no lo dudo, pero es Lucas quien envía el mensajero. Durante años ha visto enriquecerse y prosperar a Troya, y ahora tiene intención de saquearla. La toma de esa ciudad es una tarea digna de nuestros mayores héroes. Quizás haya mucha gloria a ganar si se navega con él.
—Habrá otras guerras —contestó JaeHyun con los labios tensos.
Taeil no asintió, no del todo, pero su rostro asumió la verdad de esa respuesta.
—¿Y qué me dices de Taeyong? Le han llamado a filas.
—Como no es hijo de Jaejjong, ya no está obligado por ese juramento.
—Eso me parece un tanto forzado —objetó el piadoso Taeil, enarcando una ceja.
—No lo veo yo así —refutó JaeHyun, levantando el mentón—El juramento quedó sin efecto cuando su padre le repudió.
—No deseo ir —apostillé en voz baja.
Taeil nos contempló a ambos durante unos instantes antes de responder:
—No me corresponde a mí decidir algo así. Lo dejaré en vuestras manos.
Noté cómo se aflojaba la presión sobre mí: no tenía intención de revelar mi identidad.
—JaeHyun, van a venir a hablar contigo reyes enviados por Lucas.
En el exterior, más allá de la ventana, resonaba el firme susurro de las olas chapaleando sobre la arena. Percibía el olor a sal.
—Me pedirán que luche —dijo JaeHyun. No era una pregunta.
—Sí.
—Y tú deseas que les reciba en audiencia.
—Sí.
Se produjo otro silencio, al término del cual contestó JaeHyun.
—No voy a faltarles al respeto ni a ellos ni a ti. Oiré sus razones, pero ya te advierto que no creo que me convenzan.
Advertí que la seguridad de JaeHyun sorprendía un poco a Taeil, pero no le disgustaba.
—Eso es algo que no me corresponde decidir a mí —repuso el monarca con voz suave.
El fuego volvió a crepitar, desparramando la savia de la leña.
JaeHyun se arrodilló y Taeil puso una mano sobre la cabeza de su hijo. Estaba acostumbrado a ese gesto, pero hecho por Quirón; en comparación con el centauro, la mano de Taeil parecía marchita, surcada por venas trémulas. En ocasiones resultaba difícil recordar que ese hombre había sido un guerrero y había caminado junto a los dioses.
⚔️
El dormitorio de JaeHyun se hallaba tal cual estaba cuando nos fuimos, a excepción del catre; se lo habían llevado en nuestra ausencia, lo cual me alegraba, pues era una excusa de lo más socorrida en caso de que alguien preguntara por qué compartíamos una misma cama. Nos abrazamos mientras pensaba en cuántas noches había permanecido tendido despierto en aquella estancia, amándole en silencio.
Más tarde, JaeHyun se acercó a mí y susurró con soñolencia:
—Si tienes que ir, sabes que iré contigo.
Nos dormimos.
12
La luz del sol me despertó al traspasar la piel de mis párpados. Estaba helado. Tenía destapado el hombro derecho, el más próximo al mar, expuesto a la brisa que se colaba por la ventana.
Me había pasado tantas mañanas solo en aquella habitación mientras JaeHyun visitaba a su padre que su ausencia no me resultó anómala. Cerré los ojos y me zambullí de nuevo en el batiburrillo de sueños. Transcurrió el tiempo y el sol empezó a calentar con fuerza el alféizar de la ventana. Se habían despertado las aves, los criados e incluso los hombres, cuyas voces, traqueteos y trabajos podía oír procedentes de la playa y el patio de entrenamiento. Me incorporé. Las sandalias de JaeHyun descansaban junto a la cama vueltas del revés. Se las había olvidado, lo cual no era raro, ya que solía ir descalzo a casi todas partes.
«Se ha ido a desayunar y me ha dejado dormir», supuse. Una mitad de mí quería quedarse en el dormitorio hasta su regreso, pero eso era cobardía. Ahora tenía derecho a sentarme junto a él y no iba a dejar que las miradas de la servidumbre me lo arrebataran. Me puse una túnica y me marché en su busca.
⚔️
No se hallaba en el gran salón, atestado de criados dedicados a retirar cuencos y fuentes de sus lugares habituales. Tampoco estaba en la cámara del consejo de Taeil, cuyas paredes estaban adornadas por tapices púrpuras y las armas de los antiguos reyes ftíos. Y tampoco le encontré en la estancia donde solíamos tocar la lira. El arcón donde antaño guardábamos los instrumentos descansaba solitario en el centro de la habitación.
Tampoco estaba fuera de palacio, en los árboles a los que él y yo solíamos trepar. Ni junto al mar, en los salientes rocosos donde esperaba a su padre. Ni en los campos de entrenamiento, donde hombres bañados en sudor a causa del ejercicio entrechocaban sus espadas de madera.
Parece innecesario decir que mi pánico iba en aumento hasta convertirse en algo vivo, poco fiable y sordo a cualquier razonamiento. Empecé a caminar mucho más deprisa y pasé por la cocina, los sótanos y los almacenes llenos de ánforas de vino y aceite. Y aun así, seguía sin encontrarle.
A mediodía me dirigí a los aposentos de Taeil y eso era un buen indicio de mi desasosiego: jamás había hablado con el anciano a solas. Los guardias de las puertas me detuvieron cuando hice ademán de entrar.
—El rey está descansando —me dijeron—Está solo y no recibe a nadie.
—Pero se trata de JaeHyun —repliqué, tragando saliva, en un intento de montar un número que alimentara la curiosidad que advertía en sus ojos—¿Le acompaña el príncipe?
—Está solo —repitió uno de ellos.
A renglón seguido fui a ver a YangYang, el viejo consejero que había cuidado de JaeHyun cuando era niño. El miedo casi me impedía respirar cuando entre en las dependencias del anciano, una modesta cámara cuadrada ubicada en el corazón de palacio. Sostenía delante de él unas tablillas de arcilla sobre las cuales los guerreros habían garabateado su firma la noche anterior, comprometiéndose a tomar las armas en la guerra contra Troya.
—El príncipe JaeHyun... —farfullé. Hablé con voz entrecortada y pastosa por culpa del pánico—. No le encuentro.
Me observó con cierta sorpresa, pues no me había oído entrar en la habitación; su audición no era buena y, cuando nuestras miradas se encontraron, pude advertir que sus ojos legañosos estaban opacos.
—Entonces, Taeil no te lo ha dicho —observó con voz suave.
—No—Sentí la lengua con una piedra en la boca, tan grande que apenas podía esquivarla y hablar.
—Lo siento —repuso con amabilidad—Está con el ninfo. Se lo llevó la noche pasada mientras dormía. Se han ido, pero nadie sabe adónde.
Más tarde advertiría las marcas rojas que yo mismo me había hecho en las palmas de las manos de tanto apretar los dedos. «Nadie sabe adónde». Tal vez al Olimpo, adonde jamás podría seguirle. A África o a la India. O a algún lugar donde no se me ocurriría mirar.
YangYang tuvo la gentileza de guiarme de vuelta a nuestra habitación. Mi mente iba de un pensamiento descabellado a otro con desesperación. Regresaría con Quirón en busca de consuelo. Iría campo traviesa gritando su nombre. Haechan debía de haberle drogado o engañado. Él jamás se habría marchado por voluntad propia.
Una vez que me hube acurrucado en el dormitorio, me lo imaginé todo: Haechan se inclinó frío sobre nuestros cálidos cuerpos dormidos. Sus uñas rasguñaron la piel de su hijo cuando le alzó en vilo. El cuello del nereida refulgió plateado a la luz de la luna que se colaba por la ventana. El cuerpo de JaeHyun, dormido o hechizado, se balanceó sobre el hombro de Haechan. El dios le alejó de mí como un soldado arrastra un cadáver. Él era fuerte, únicamente necesitaba una mano para evitar que cayera.
No necesitaba preguntarme por qué se lo había llevado. Lo sabía. Él quería separarnos a la primera oportunidad que se le presentara en cuanto hubiéramos bajado de la montaña. Me enojé al comprender lo estúpidos que habíamos sido. Él lo había hecho, claro que sí, ¿cómo se me había ocurrido que estábamos a salvo y que la protección de Quirón iba a extenderse hasta Ftía, donde nunca había llegado?
El dios le había llevado a las grutas marinas, donde le enseñaría a despreciar a los mortales, le alimentaría con comida de los dioses y le quemaría la sangre humana hasta que no corriera ni una sola gota por sus venas. Haechan le modelaría hasta convertirle en una de las figuras que se pintan en las cráteras y se loan en las canciones. Lucharía contra Troya. Le imaginé vestido con armadura negra, con un casco oscuro que no dejara ver otra cosa que sus ojos y unas cnémidas o grebas para cubrirle desde debajo de las rodillas hasta la articulación del tobillo. Empuñaba una lanza en cada mano y no me conocía.
El tiempo se plegó sobre sí mismo y se me echó encima hasta enterrarme. Fuera, en el firmamento, la luna fue cambiando de silueta y acabó por recobrar toda su redondez. Dormí poco y comí menos. La culpa me inmovilizaba en la cama como si se tratara de un ancla. Solo me hizo mover el recuerdo hiriente de Quirón. «No renuncies a las cosas con tanta facilidad como hiciste una vez».
Me presenté ante el rey y me arrodillé ante él sobre una alfombra de lana teñida de púrpura. Él hizo ademán de hablar, pero yo era demasiado rápido para él. Le agarré las rodillas con una mano mientras alzaba la otra con la palma abierta para sostenerle el mentón. Era la pose del suplicante. La había visto en numerosas ocasiones, pero jamás la había llevado a cabo. Ahora me hallaba bajo su protección y, de acuerdo con la ley de los dioses, él estaba obligado a tratarme con justicia.
—Dime dónde se encuentra —le imploré.
No se movió. Pude escuchar el ahogado martilleo de su corazón contra las paredes de su pecho. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo íntima que era la suplicación ni lo cerca que estábamos el uno del otro. Sus costillas aguzadas se clavaban contra mi mejilla y también entraba en contacto con sus piernas, cuya piel se había vuelto fina y suave con la edad.
—No lo sé —respondió.
Sus palabras resonaron por toda la cámara e hicieron que los guardias se removieran. Noté el peso de su mirada en la espalda. Los suplicantes eran poco frecuentes en Ftía. Taeil era un rey demasiado benévolo como para tener que apelar a medidas tan desesperadas.
—No te creo —respondí.
—Fuera —dijo al cabo de un momento. La orden iba destinada a los guardias, que se marcharon arrastrando los pies, pero obedecieron y nos dejaron a solas. Entonces, se inclinó hacia delante y me susurró al oído—: Esciro.
Un lugar. Una isla. JaeHyun.
Cuando me puse de pie, las rodillas me dolían como si hubiera estado arrodillado mucho tiempo, y tal vez fuera así. Nunca supe cuánto tiempo habíamos pasado a solas en aquel gran salón de los reyes de Ftía. Me puse de pie y pudimos mirarnos el uno al otro, pero él rehuyó mi mirada. Me había contestado porque era un hombre piadoso y yo se lo había pedido como suplicante, y porque los dioses así se lo exigían. No le había quedado otro remedio. Entre nosotros flotaba un cierto embotamiento y algo más pesado, algo similar a la ira.
—Voy a necesitar dinero —le dije, sin saber muy bien de dónde salían aquellas palabras; jamás me había dirigido así a nadie, pero no tenía nada que perder.
—Habla con YangYang. Él te lo dará.
Le hice una simple reverencia con la cabeza cuando debería haber hecho mucho más: debería haberme arrodillado otra vez y haberle dado las gracias de nuevo mientras apoyaba la frente sobre su carísima alfombra, pero no lo hice. La mirada de Taeil se perdió por la ventana abierta. El trazado del palacio ocultaba el mar, pero ambos éramos capaces de oír el lejano siseo de las olas al moverse sobre la arena.
—Puedes irte —me dijo.
Tenía la intención de sonar frío y displicente, o eso me pareció. Deseaba parecer un rey contrariado hablándole a su súbdito, pero todo cuanto oí fue su hastío.
Asentí una vez más y me marché.
⚔️
El oro facilitado por YangYang habría pagado el pasaje de ida y vuelta a Esciro por dos veces. El capitán del barco me miró fijamente cuando se lo entregué, pero parpadeó varias veces mientras ponderaba su valor y consideraba si eso bastaba para pagarle.
—¿Me llevará?
Mis ansias no eran de su agrado, pues no le gustaba ver desesperación en quienes le solicitaban pasaje. Las prisas y la liberalidad en el pago eran indicios de crímenes ocultos en un posible pasajero, pero el oro era demasiado como para que pusiera objeciones. A regañadientes, profirió un gruñido de aceptación y me envió a mi litera. Nunca había hecho un viaje por mar con anterioridad y me sorprendió su lentitud.
El barco era un mercante de gran bodega que navegaba moroso de una isla a otra, vendía a los más recónditos reinos isleños lana, aceite y muebles del continente. Cada noche atracábamos en un puerto diferente para llenar de agua nuestros toneles y descargar la mercancía. Me pasé los días en la proa de la embarcación, desde donde observaba cómo las olas se alejaban del casco calafateado de nuestra nave, a la espera de que se atisbara tierra. En cualquier otra ocasión, todo aquello me habría encantado: los nombres de las partes del barco, driza, mástil, popa; el color de las aguas; el olor puro de los vientos... Pero yo apenas presté atención a nada de eso. Solo pensaba en esa pequeña isla situada en algún lugar delante de mí y en el chico de cabellos rubios que esperaba encontrar allí.
⚔️
La bahía de Esciro era tan minúscula que no la vi hasta que hubimos doblado el rocoso anillo septentrional de la isla y estuvimos prácticamente navegando en sus aguas. Nuestra nave apenas cabía entre las dos lenguas de tierra y los marinos contuvieron el aliento, apostados a babor y estribor, desde donde contemplaban las rocas al pasar cerca de ellas. Una vez en el interior, ninguna corriente agitaba las aguas, así que los tripulantes se vieron obligados a bogar para llegar a tierra. La angostura dificultaba mucho la maniobra. No envidiaba el trayecto de salida que aguardaba al capitán.
—Hemos llegado —anunció con hosquedad, pero yo ya había empezado a caminar por la pasarela.
La pared rosácea del acantilado se alzó bruscamente delante de mí. Un sendero de peldaños tallados en la roca caracoleaba hacia arriba en dirección a palacio. Los subí. Al coronar la escalera encontré maleza, cabras y el palacio, un edificio modesto y feote construido la mitad de piedra y la otra mitad con madera. No habría sabido que era el hogar del rey de no haber sido el único edificio a la vista. Me encaminé hacia la puerta, la traspuse y entré.
El salón era estrecho y estaba en penumbra. Un olor a comidas pasadas saturaba el aire. En el extremo opuesto había dos sitiales vacíos. Varios guardias haraganeaban en las mesas, donde jugaban a los dados. Alzaron la vista.
—¿Qué quieres? —me interpeló uno de ellos.
—He venido a ver al rey Sungchan —respondí, y levanté el mentón con el fin de hacerles saber que era un hombre de cierta importancia. Por eso me había puesto la mejor túnica disponible, una de JaeHyun.
—Iré yo —dijo uno de aquellos tipos; soltó los dados, que repiquetearon al caer, y se marchó del salón.
Taeil jamás habría tolerado semejante desafección; trataba bien a sus hombres y a cambio esperaba de ellos mucho más. Todo cuanto había en aquella estancia parecía raído y gris.
El tipo reapareció poco después y me llamó.
—Ven.
Le seguí de buen ánimo. Había pensado largo y tendido lo que iba a decir. Estaba preparado.
—Por aquí—Señaló una puerta abierta con un ademán y luego volvió a la partida de dados.
Traspuse el umbral y me encontré en el interior con una joven sentada junto a los rescoldos del fuego.
—Soy la princesa Karina—se presentó con voz clara y tan alta que parecía un tanto infantil. Llamaba la atención después de la grisura de la entrada. Tenía una nariz puntiaguda y un rostro afilado, con un punto zorruno. Era muy guapa, y ella lo sabía.
Recobré mis modales y le hice una reverencia.
—Soy un extranjero y he venido a solicitar un favor a vuestro padre.
—¿Y por qué no a mí? —La mujer ladeó la cabeza y sonrió. Era sorprendentemente pequeña. Supuse que si se ponía de pie apenas me llegaría al pecho—Mi padre está enfermo. Puedes formularme tu petición y yo la responderé.
Adoptó una pose regia, posicionada con sumo cuidado a fin de que la luz de la ventana la iluminara desde detrás.
—He venido en busca de un amigo.
—¿Sí...? —Alzó una ceja—¿Y quién es tu amigo?
—Un joven —contesté con prudencia.
—Ya veo. Tenemos algunos por aquí, sí —respondió con suma picardía. La melena oscura le caía en densos rizos sobre la espalda. La muchacha llevó la cabeza a un lado y luego la giró. Después me sonrió de nuevo—Quizá deberías empezar por decirme cómo te llamas, ¿no?
—Quirónides —respondí. «Quirónides, hijo de Quirón».
La princesa arrugó la nariz e hizo un mohín al oír un nombre tan raro.
—Quirónides, ¿eh? ¿Y qué te trae por aquí?
—Busco a un amigo mío. Llegó aquí hará cosa de un mes. Es natural de Ftía.
Algo iluminó sus ojos durante unos instantes, o quizá fue cosa de mi imaginación.
—¿Y por qué le buscas? —inquirió con menos despreocupación que antes.
—Le traigo un mensaje—Habría preferido tratar con un rey enfermo antes que con la princesa, cuyo rostro era como el azogue, siempre en busca de algo nuevo. Me sacaba de quicio.
—Hum, ya. Un mensaje—Karina sonrió con coquetería y empezó a darse golpecitos en la barbilla con una yema pintada—Traes un mensaje para un amigo. ¿Y por qué debería yo decirte si conozco o no a ese joven?
—Porque tú eres una poderosa princesa y yo un humilde peticionario—Me arrodillé.
Aquella salida mía fue de su agrado.
—Bueno, tal vez le conozca y tal vez no. Voy a tener que pensármelo. Te quedarás a cenar y esperarás a que tome una decisión. Si tienes suerte, tal vez baile para ti con mis mujeres—La joven ladeó la cabeza de repente—¿Has oído hablar de las mujeres de Karina?
—Lamento mucho reconocer que no.
Ella hizo un mohín de disgusto.
—Todos los reyes envían aquí a sus hijas en acogida... como sabe todo el mundo, excepto tú.
Agaché la cabeza con abatimiento.
—He pasado toda mi vida en las montañas y no he visto mucho mundo.
La princesa torció un poco el gesto e indicó la puerta mediante un gesto.
—Te veo en la cena, Quirónides.
Me pasé la tarde en los polvorientos patios de palacio, erigido en el punto más alto de la isla; su silueta se recortaba contra el azul del cielo y desde el mismo se gozaba de unas vistas preciosas a pesar de estar muy venido a menos. Tras sentarme, intenté recordar todo cuanto había oído acerca de Sungchan. Se le conocía por ser un rey bastante benévolo, pero débil y de recursos limitados. Eubea, al oeste, y Jonia, al este, hacía mucho que le habían puesto el ojo a sus tierras. Pronto, eubeos o jonios iniciarían la guerra a pesar de la inhóspita costa. Y eso sucedería aún más pronto si llegaban a enterarse de que allí gobernaba una mujer.
Regresé al gran salón al ponerse el sol. Habían encendido teas, pero las mismas solo parecían servir para acrecentar la oscuridad. Karina lucía un aro dorado en el pelo cuando condujo a un hombre al interior de la habitación. Iba tan cubierto de pieles que rozaba lo imposible determinar los límites de su cuerpo. La princesa sentó al rey en su trono y llamó al criado con un gesto grandioso. Yo me hallaba al fondo, entre los guardias y un puñado de hombres cuya función era imposible de determinar al primer golpe de vista. ¿Consejeros? ¿Primos? Tenían la misma apariencia gastada que todo lo demás en la habitación. Únicamente Karina parecía escapar a ello, con sus mejillas encendidas y su pelo brillante.
Un criado avanzó hacia las mesas y bancos agrietados y yo me senté. El monarca y la princesa no se unieron a nosotros, permanecieron en sus tronos al otro lado de la estancia. Empezaron a servir una comida bastante apetitosa, pero los ojos se me iban al frente del salón. No podía decidir si debía hacerme notar. ¿Se había olvidado de mí?
Pero entonces se puso en pie y volvió el rostro en dirección a nuestras mesas.
—Extranjero de Pelión —clamó ella—nunca más vas a poder decir que no has oído hablar de las mujeres de Karina.
Y dicho esto, hizo un ademán con una mano adornada por un brazalete y entró un grupo de mujeres. Algo más de una veintena de bailarinas cuchicheando entre sí en voz baja. Permanecieron en el área central vacía que ahora identifiqué como un círculo de baile. Un grupo reducido de hombres tocaba la flauta, los tambores y una lira. Karina no parecía esperar respuesta alguna por mi parte, ni siquiera daba la impresión de que le importara que la hubiera oído o no. Bajó de la tarima del trono y se dirigió hacia la posición ocupada por las mujeres, reclamando a una de ellas como compañera.
Empezó a sonar la música. Los pasos del baile eran intrincados y las muchachas los ejecutaron a la perfección. Muy a mi pesar, quedé impresionado. Los vestidos giraban y las joyas se bamboleaban en torno a sus muñecas y tobillos cada vez que giraban. Las bailarinas echaban hacia atrás las cabezas como corceles briosos.
Karina era la más hermosa, por descontado. Atraía las miradas de todos con la diadema dorada, la melena suelta y las centelleantes ajorcas de las muñecas en alto. Estaba sonrojada de placer y, cuando la miré con detalle, la vi cada vez más reluciente. Saludaba a su pareja de baile, casi flirteaba. Tan pronto le rehuía la mirada como se acercaba hasta tocarla con gesto burlón. La curiosidad me incitó a alzar la cabeza para ver a la otra danzarina, pero el cúmulo de vestidos albos la ocultaba.
Las bailarinas se detuvieron cuando la pieza llegó a su final. Karina las condujo hacia delante, donde se alinearon para recibir nuestra ovación. Su pareja de baile permaneció junto a ella con la cabeza gacha. Hizo una reverencia con todas las demás y alzó la vista.
En ese momento todo el aliento se me agolpó en la garganta y proferí un sonido no muy alto, pero bastó para que los ojos de la joven se posaran en mí.
Entonces sucedieron a la vez varias cosas: JaeHyun, pues se trataba de él, soltó la mano de Karina y se lanzó jubilosamente hacia mí, abrazándome con tal fuerza que tuve que retroceder.
—¡Pirra! —gritó la princesa, y prorrumpió a llorar.
Y Sungchan, que distaba mucho de ser el enfermo que me había hecho creer su hija, se levantó:
—¿Qué significa todo esto, Pirra?
Yo apenas oí nada. JaeHyun y yo nos estrechamos el uno al otro, delirantes de puro alivio.
—Mi padre—susurró—mi padre, Haechan, él me...
—¡Pirra! —La voz de Sungchan se oyó por todo el salón, haciéndose oír incluso por encima de los escandalosos sollozos de su hija. Me di cuenta en ese momento de que se estaba dirigiendo a JaeHyun. «Pirra». Pelo de color del fuego.
JaeHyun le ignoró y Karina lloró con más fuerza aún. El rey mostró un buen juicio que me sorprendió al mirar a sus cortesanos, tanto a hombres como a mujeres, y ordenar:
—Fuera.
Ellos le obedecieron a regañadientes y se marcharon mirando continuamente hacia atrás.
—Y ahora... —El rey se inclinó hacia delante y pude verle el semblante por vez primera; tenía la piel amarillenta y su barba agrisada parecía un sucio vellón de lana. Pese a todo, sus ojos eran de lo más perspicaces—¿Quién es este hombre, Pirra?
—¡Nadie! —chilló Karina.
La princesa agarró a JaeHyun por el brazo y empezó a tirar de él, pero JaeHyun respondió con frialdad:
—Mi marido.
Me apresuré a cerrar la boca para no quedarme boquiabierto como un pez.
—¡Mentira, no lo es! —Karina alzó aún más la voz, asustando a los pájaros posados en las vigas del techo.
Sungchan se volvió hacia mí como si buscara refugio en una conversación hombre a hombre.
—¿Es eso cierto, señor?
JaeHyun me apretó los dedos.
—Sí —respondí.
—¡No! —chilló la princesa.
JaeHyun hizo caso omiso a los tirones de Karina y con gran elegancia le dedicó una reverencia a Sungchan.
—Mi esposo ha venido a por mí y ahora debo abandonar tu corte. Agradezco tu hospitalidad.
El soberano alzó una mano con ademán conminatorio.
—Primero debo consultar a tu padre. Fue él quien te entregó a mí en acogida. ¿Tiene él noticia de este marido tuyo?
—¡No! —volvió a gritar Karina.
—¡Hija! —estalló el rey, crispando el gesto de un modo muy diferente al de su hija—Deja de montar una escena. Suelta a Pirra.
—No—La princesa se encaró con JaeHyun. Tenía el rostro lleno de manchas e hinchado a causa del llanto—Embustero, me has traicionado. Monstruo. ¡Apathes!—«Sin corazón».
El rey se quedó petrificado y JaeHyun me estrechó los dedos entre los suyos con más fuerza. La princesa se había dirigido a él usando el género masculino.
—¿Qué has dicho? —preguntó Sungchan lentamente.
Karina empalideció, pero alzó la barbilla con gesto desafiante y su voz no vaciló.
—Es un hombre —dijo ella, y luego añadió—Nos hemos desposado.
—¿Qué...? —clamó Sungchan, llevándose las manos a la garganta.
Yo no dije nada. La mano de JaeHyun era lo único que me mantenía con los pies en el suelo.
—No lo hagas, por favor —pidió JaeHyun a la joven. Pero aquello pareció enrabietarla.
—Lo haré —aseguró, y se volvió hacia su padre—Eres un idiota. Yo era la única que lo sabía. ¡Lo sabía! —Se palmeó el pecho para dar énfasis a sus palabras—Y ahora voy a decírselo a todos. ¡JaeHyun! —se puso a vociferar. Chillaba como si quisiera que el nombre atravesara los gruesos muros de piedra y fuera oído por los mismísimos dioses—¡JaeHyun, JaeHyun, voy a decírselo a todos!
—No lo harás.
Las palabras frías y cortantes detuvieron con facilidad el griterío de la princesa.
«Yo conozco esa voz», pensé mientras me volvía.
Haechan se hallaba en la entrada. La luz azulada del hogar le iluminaba el rostro. Sus ojos eran dos tajos negros practicados en la piel. Nunca me había parecido tan alto como en aquella ocasión. Tenía el pelo tan lacio y brillante como de costumbre y lucía un atavío espléndido, pero había algo salvaje en él, como si un viento invisible soplara a su alrededor. Parecía una furia, los demonios que acuden al reclamo de la sangre de los hombres. Se me erizaron los cabellos de tal modo que casi me arrancan la cabeza. Incluso Karina permaneció en silencio.
Nos quedamos allí delante de él durante unos instantes. Después, JaeHyun alzó la mano y se quitó el velo; rasgó el escote y desgarró la parte delantera del vestido, dejando a la vista el torso desnudo. La luz del fuego se extendió sobre su piel y lo bañó hasta conferirle un tono áureo.
—Ya basta, padre.
Algo parecido a un espasmo pareció removerse por debajo de sus facciones. Por un momento casi llegué a temer que le golpeara, pero se limitó a observar a su hijo con esos tormentosos ojos negros.
JaeHyun se volvió hacia Sungchan.
—Mi padre y yo te hemos engañado, y te pido disculpas por ello. Soy el príncipe JaeHyun, hijo de Taeil. Él no desea que vaya a la guerra y me ha ocultado aquí como una de tus hijas adoptivas—Sungchan tragó saliva y no dijo nada—Nos iremos ahora mismo —añadió con el mayor tacto posible.
Esas palabras sacaron a Karina de su trance.
—No —dijo, alzando otra vez la voz—No puedes. El ninfo pronunció unas palabras sobre nosotros y ahora estamos casados. Eres mi esposo.
El resuello de Sungchan resonó de forma audible por toda la estancia. El rey fijó la mirada en Haechan y preguntó:
—¿Es eso cierto?
—Lo es —respondió el dios.
Sentí en el pecho el vértigo de una caída desde una gran altura. JaeHyun se volvió hacia mí como si tuviera intención de decir algo, pero su padre fue más rápido.
—Ahora estás ligado a nosotros, rey Sungchan. Vas a continuar dando refugio a JaeHyun en tu isla y no revelarás su identidad. A cambio, un día tu hija podrá reclamar a un marido famoso—Los ojos de Haechan se fijaron en un punto por encima de la cabeza de Karina; luego, añadió—Es más de lo que habría conseguido.
Sungchan se frotó la frente como si pretendiera alisar las arrugas.
—No tengo elección, como bien sabes —contestó el monarca.
—¿Y qué ocurriría si no guardo silencio? —Karina tenía las mejillas encendidas—Tú y tu hijo me habéis echado a perder. He yacido con él, como tú me dijiste, y he perdido la honra. Pienso reclamarle ante los jueces como recompensa.
«He yacido con él».
—Eres una chiquilla estúpida —dijo Haechan. Cada palabra resonó como la hoja de un hacha, aguda y cortante—Pobre, vulgar, un simple recurso. No te mereces a mi hijo. O te callas o yo me encargaré de que no hables.
Karina retrocedió con los ojos abiertos como platos, los labios exangües y las manos temblorosas. Se llevó una al estómago y aferró la tela de su vestido a esa altura como si así quisiera calmarse. Fuera de palacio, más allá del acantilado, podíamos oír cómo las olas rompían contra las rocas, castigando con furia la costa.
—Estoy embarazada —susurró la princesa.
Yo estaba contemplando el rostro de JaeHyun cuando ella hizo aquella revelación, así que pude apreciar el espanto reflejado en su semblante. Sungchan profirió un gemido de dolor.
Sentí finas como la cáscara de huevo las paredes de mi pecho hueco. «Basta». Tal vez lo dije, tal vez solo lo pensé. Solté la mano de JaeHyun y me dirigí hacia la puerta. Haechan debió de moverse para dejarme pasar; habría chocado con él de no haberse apartado. Me encaminé solo hacia la oscuridad.
—¡Espera! —gritó JaeHyun.
Necesitó más tiempo del habitual para alcanzarme, noté con cierto desapego.
«Las faldas del vestido deben enredársele entre las piernas», aventuré. Llegó a mi altura y me tomó del brazo.
—Vete —le pedí.
—Espera, por favor. Deja que te explique, por favor. No quería hacerlo, pero Haechan... —JaeHyun estaba sin aliento y casi jadeaba. Nunca le había visto tan fuera de sí—Él llevó a la chica a mi cuarto. Fue cosa de él, yo no quería. Haechan... dijo... dijo... —Se trabucó—Me prometió revelarte mi paradero si hacía lo que él me pedía.
¿Qué había pensado Karina que iba a suceder cuando había puesto a bailar a sus mujeres para mí? ¿De verdad pensaba que no iba a reconocer a JaeHyun? Me bastaba un simple roce o el olor para identificarle; y si me quedara ciego, podría reconocerle por el modo en que respiraba o en que pisaba el suelo. Le reconocería en el fin del mundo, incluso en la muerte.
—Taeyong, ¿me oyes? —Me acarició la mejilla con la mano ahuecada—Di algo, por favor.
No conseguía dejar de recrear la imagen de la piel de Karina sobre la de JaeHyun, sus pechos turgentes, la curva de sus caderas. Recordé los largos días lamentando su ausencia, con las manos vacías e impotente, dando golpes al aire, igual que pájaros picoteando la tierra seca.
—¿Taeyong?
—Lo hiciste por nada.
Se estremeció al percibir la desolación en mi voz. ¿Pero cómo iba a sonar, si no?
—¿Qué quieres decir?
—Haechan no me dijo dónde estabas. Fue Taeil.
Se le fue toda la sangre del rostro y se quedó pálido.
—¿No te lo dijo él?
—No. ¿De verdad esperabas que lo hiciera? —pregunté con voz más tajante y dura de lo que yo pretendía.
—Sí —respondió con un hilo de voz.
Podría haberle dicho un millón de cosas para reprocharle su ingenuidad. Él siempre confiaba en la gente con demasiada facilidad; en su vida había tenido poco que temer y casi nada de qué sospechar. En los días anteriores a nuestra amistad casi le había aborrecido por ello y ahora intentaba prender alguna chispa de aquel viejo fuego que revivía en mí. Cualquier otro hubiera sabido que Haechan únicamente actuaba guiado por sus propios intereses. ¿Cómo podía ser tan tonto? Las palabras de ira me escocían en la boca, pero cuando intenté pronunciarlas descubrí que no era capaz. Tenía las mejillas rojas de vergüenza y ojeras debajo de los ojos. Ese candor formaba parte de él tanto como las manos o aquellos pies suyos milagrosos. Y a pesar de lo herido que me sentía, bajo ningún concepto deseaba verle marchar ni contemplarle nervioso y temeroso, como el resto de nosotros.
Me contempló muy de cerca y estudió mi rostro una y otra vez, como un sacerdote hace con los augurios en busca de una respuesta. Advertí en su frente una arruga casi imperceptible, indicio de una concentración máxima.
Entonces, algo cambió en mi interior, como la superficie helada del Apídano cuando inicia el deshielo en primavera. Había visto la forma en que había mirado a Karina o, mejor dicho, había visto cómo no lo hacía. La miraba igual que a los chicos en Ftía, una mirada vacía y perdida. Nunca, ni una sola vez, me había mirado así.
—Perdóname —volvió a decir—No quería hacerlo. No eras tú. Yo no... No me gustó...
Oírle decir aquello alivió la última de las penas desgarradoras que habían empezado cuando Karina gritó su nombre. Se me hizo un nudo en la garganta cuando rompí a llorar.
—No hay nada que perdonar —le contesté.
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Esa misma noche, algo más tarde, regresamos a palacio. El gran salón estaba a oscuras ahora que el fuego del hogar se había reducido a rescoldos. JaeHyun se había arreglado el vestido lo mejor posible, pero aún tenía un desgarrón a la altura de la cintura, así que lo sostenía con la mano por si nos topábamos con algún guardia rezagado.
—Habéis regresado —dijo una voz procedente de las sombras.
Nos asustó, pues la luz de la luna no llegaba hasta los tronos, pero aguzando la vista distinguimos en uno de ellos la figura de un hombre envuelto en pieles. Su voz parecía más honda y fuerte que antes.
—Así es —contestó JaeHyun. Advertí en su voz una nota de vacilación. No esperaba tener que volver a enfrentarse con el rey tan pronto.
—Tu padre se ha ido... No sé adónde—Sungchan hizo una pausa, como si esperase una respuesta, pero JaeHyun no dijo nada—Mi hija, tu esposa, está llorando en sus aposentos. Espera que acudas a su lado.
Noté la punzada de culpabilidad que experimentó JaeHyun.
—Resulta de lo más inoportuno que lo espere —repuso con fría formalidad, algo muy poco habitual en él.
—En verdad que sí —convino Sungchan. Todos permanecimos en silencio durante unos instantes, pero el monarca resopló con cansancio y dijo—: Imagino que querrás una habitación para tu amigo, ¿no?
—Si no os importa —respondió JaeHyun con suma cautela. El monarca soltó una suave risilla.
—No, príncipe JaeHyun, no tengo inconveniente—La conversación se interrumpió de nuevo, y en ese lapso escuché cómo el rey tomaba una copa de la mesa, apuraba el vino y depositaba la copa en su sitio—El niño debe llevar tu nombre. ¿Lo entiendes?
Esa era la razón por la que había esperado en la oscuridad junto al fuego agonizante y envuelto en pieles.
—Lo entiendo —contestó JaeHyun en voz baja.
—¿Y lo juras?
Se hizo otra nueva pausa, muy breve, durante la que compadecí al anciano rey.
Me alegré al oír la respuesta de mi amigo.
—Lo juro.
El monarca suspiró aliviado, pero cuando volvió a hablar, lo hizo con formalidad.
Volvía a ser un rey.
—Buenas noches a ambos.
Le hicimos una reverencia y nos marchamos.
Una vez en las entrañas de palacio, JaeHyun buscó a un guardia que nos mostrara los aposentos de los invitados. Usó una voz aguda y aflautada, su voz de chica. Vi cómo el guardia le ponía la vista encima, fijándose en los bordes rasgados del vestido y los cabellos despeinados. JaeHyun me dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Por aquí, señora.
En los cuentos, los dioses tienen el poder de demorar el curso de la luna a su voluntad para que una noche tenga la duración de varias. Así fue aquella noche, había una lluvia de horas que jamás parecía acabar, y nosotros las bebimos con ansia, sedientos después de todas las semanas que habíamos estado separados. No recordé las palabras de Sungchan en el gran salón hasta que el alba empezó a clarear en el horizonte. Había olvidado el embarazo de Karina, la boda de JaeHyun, nuestra reunión.
—¿Haechan intenta ocultarte aquí para que no vayas a la guerra?
Él asintió.
—No quiere que acuda a la guerra de Troya.
—¿Por qué? —Siempre había pensado que él quería que luchara.
—No lo sé. Él dice que soy demasiado joven. «Aún no», me dice.
—¿Y todo esto lo urdió él? —Hice un gesto, señalando los restos del vestido.
—Por supuesto, en la vida se me habría ocurrido algo así —contestó con mohín, y se tiró de los rizos, todavía peinados a la manera de las mujeres. Estaba irritado, pero no sentía vergüenza, como le habría pasado a cualquier otro muchacho. Él no temía al ridículo, jamás lo había conocido—De todos modos, solo es hasta que parta la flota.
Me puse a darle vueltas al asunto.
—Entonces, ¿de verdad que Haechan no te cogió por mi causa?
—Lo de Karina sí fue por causa tuya, creo—Se miró las manos durante un momento—Pero el resto fue por la guerra.
⚔️
Pirra: significa «de color del fuego», «rubio»o «pelirrojo»
Hastio: Aburrimiento muy grande.
13
Los días siguientes transcurrieron veloces. Comíamos en nuestros aposentos y pasábamos largas horas lejos de palacio, explorando la isla, a la busca de cualquier posible sombra que pudiera haber debajo de los raquíticos árboles. Tuvimos que ser cuidadosos, pues no debían ver a JaeHyun moverse demasiado deprisa, trepar con mucha habilidad ni empuñar una lanza, mas nunca nos siguió nadie; además, había muchos lugares donde él podía quitarse su disfraz.
En el extremo opuesto de la isla había una franja de tierra desierta llena de piedras cuya extensión doblaba las dimensiones de nuestros campos de entrenamiento. JaeHyun gritó de júbilo cuando la vio y se quitó el vestido. Le observé correr por la playa como si fuera completamente lisa. Volvió la cabeza hacia atrás y me pidió:
—Llévame la cuenta.
Y así lo hice, golpeando la arena con la sandalia para computar bien el tiempo de su carrera.
—¿Cuánto...? —me preguntó a voz en grito desde el final de la playa.
—Trece —chillé.
—Solo estoy calentando.
La siguiente vez fueron once. La última vez solo nueve. Luego se sentó junto a mí. Su respiración apenas denotaba el esfuerzo y tenía las mejillas coloradas a causa del placer. Me había descrito sus días como mujer: largas horas de aburrimiento forzoso sin más alivio que los bailes. Ahora era libre y estiraba los músculos como uno de los grandes felinos de Pelión, exuberante de su propia fuerza.
Por las tardes, no obstante, debíamos regresar al gran salón. El hijo de Taeil y Haechan se alisaba los cabellos y se ponía el vestido a regañadientes. Llevaba el vestido holgado y sujeto, como aquella primera noche, pero sus cabellos rubios eran lo bastante poco frecuentes como para llamar la atención de marinos y mercaderes que pululaban por el puerto. Como esas historias llegaran a oídos de alguien con dos dedos de frente... Prefería no pensar en ello.
Habían dispuesto una mesa en la parte frontal del salón, junto a los tronos, para que en ella comiéramos los cuatro: Sungchan, Karina, JaeHyun y yo, aunque en ocasiones se unían a nosotros un par de consejeros. Estos últimos comensales permanecían casi todo el tiempo en silencio. Nos sentábamos a la mesa por puro formalismo, para acallar los rumores y mantener la ficción de que JaeHyun era mi esposa y pupila del rey.
Karina no le quitaba los ojos de encima con la esperanza de que JaeHyun la mirase, cosa que él nunca hizo.
—Buenas noches —decía él con su mejor voz de chica cuando tomábamos asiento, pero nada más.
Su indiferencia hacia la princesa era algo palpable y advertí en el semblante de la joven emociones como vergüenza, ira y dolor. Su mirada iba un poco más lejos, a Sungchan, como si esperase que tal vez su padre interviniera, pero el rey comía un bocado tras otro sin decir nada.
En ocasiones, ella me veía mirarla, y entonces el rostro se le endurecía y entrecerraba los ojos, para luego llevarse la mano al vientre con gesto de posesión, como si protegiera al bebé de que yo le echara una maldición. Tal vez creyera que yo me burlaba de ella, alardeando de mi victoria. Quizá pensaba que yo la odiaba sin saber que yo le había pedido a JaeHyun un millón de veces que fuera un poco más amable con ella. «No tiene por qué humillarla con tanta saña», pensaba, pero en realidad no era un problema de falta de amabilidad, sino de interés. Miraba a través de Karina como si no estuviera allí.
Intentó hablar con JaeHyun en una ocasión.
—¿Cómo estás, Pirra? —preguntó con voz temblorosa, ante la expectativa de ser respondida.
Él siguió llevándose comida a la boca con esos bocados suyos rápidos y elegantes. Habíamos planeado llevar lanzas al extremo opuesto de la isla en cuanto acabara la cena y luego pescar a la luz de la luna. Estaba loco por irse, así que tuve que darle una patada por debajo de la mesa.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—La princesa desea saber si te encuentras bien.
—Ah—La miró de refilón a ella y luego a mí—Estoy bien.
⚔️
JaeHyun se acostumbró a madrugar cada vez más conforme pasaban los días con el fin de poder practicar con las lanzas antes de que el sol estuviera en lo alto. Habíamos escondido armas en una arboleda lejana con el fin de que pudiera ejercitarse antes de tener que regresar a su identidad de mujer en el palacio. Después de eso, algunas veces se sentaba sobre alguna de las rocas aguzadas de Esciro y jugueteaba con los pies dentro del agua, en la orilla donde tal vez recibía la visita de su madre.
Alguien llamó con fuerza a mi puerta una de esas mañanas mientras JaeHyun se hallaba fuera.
—¿Quién es? —pregunté.
Pero los guardias ya habían entrado en nuestros aposentos con gesto más formal de lo que nunca les había visto. Portaban lanzas y se mantuvieron en posición de firmes. Se me hacía extraño verles sin los dados.
—Debes acompañarnos —espetó uno de ellos.
—¿Por qué?
Acababa de levantarme y aún estaba adormilado.
—Así lo ha ordenado la princesa—Uno de los soldados me cogió del brazo y me lanzó hacia la puerta. Cuando me puse a farfullar una queja, el primer guardia se me acercó y clavó en mí la mirada—Te irá mejor si cierras el pico—Y pasó la yema del pulgar sobre la punta de su lanza a modo de amenaza.
No creía que fueran a hacerme daño de verdad, pero tampoco quería verme arrastrado por los suelos de palacio.
—De acuerdo —acepté.
⚔️
Nunca antes había visitado los angostos corredores palatinos por los que me condujeron. Me llevaron hasta el ala de las mujeres, una colmena de pequeñas celdas donde dormían y vivían las hermanas adoptivas de Karina. Detrás de las puertas escuché risas y un interminable frufrú de telas. JaeHyun decía que allí el sol no atravesaba las ventanas ni corría la brisa. Y había pasado casi dos meses allí. Me resultaba inconcebible.
Al final nos detuvimos ante una gran puerta hecha con madera de más calidad que el resto. Un guardia llamó con los nudillos, abrió y me empujó hacia la habitación. Oí cómo cerraba de un portazo.
Dentro, Karina se sentaba con mucho remilgo en una silla de cuero y no me quitaba ojo de encima. Había una mesa junto a ella y un pequeño taburete a sus pies. El resto de la estancia estaba vacía. Comprendí entonces que ella había planeado todo aquello, sabedora de las ausencias de JaeHyun.
No había allí asiento alguno para mí, así que permanecí de pie. Vi una segunda puerta más pequeña; supuse que conduciría al dormitorio de Karina.
Ella clavó en mí sus ojos brillantes como los de un ave. No había nada inteligente que decir, así que solté una tontería:
—Querías hablar conmigo.
La princesa bufó un poco con desdén.
—Sí, Taeyong, quería hablar contigo.
Aguardé, mas ella no despegó los labios; se limitó a estudiarme mientras tabaleaba el brazo de su silla con un dedo. Lucía un vestido más holgado de lo habitual; esta vez no lo llevaba ceñido a la cintura, como hacía a menudo para mostrar su buen talle. Llevaba suelta la melena y la echaba hacia atrás gracias a una suerte de horquillas de marfil sujetas a la altura de las sienes. Ladeó la cabeza y me sonrió.
—Ni siquiera eres apuesto, eso es lo más extraño. Eres bastante vulgar.
Ella siguió el hábito de su padre y esperó a ver si recibía una réplica. Me sonrojé.
«Debo decir algo», pensé, y me aclaré la garganta, pero ella me fulminó con la mirada al intuir que iba a hablar y me dijo:
—No te he dado licencia para hablar—Me sostuvo la mirada durante un momento, como para cerciorarse de que no iba a desobedecerla, y prosiguió—: Lo encuentro raro. Mírate —Se levantó y con paso rápido salvó la distancia existente entre nosotros—Eres cuellicorto y tu pecho es fino como el de un niño—Me señaló con ademán desdeñoso—¿Y tu cara? —Hizo una mueca—Qué fea. Mis mujeres están de acuerdo, lo piensa incluso mi padre—Entreabrió los preciosos labios rojos, mostrando sus dientes blancos. La princesa nunca había estado tan cerca de mí. Olía a algo dulce, como flor de acanto. Se aproximó un poco más, lo cual me permitió ver que su pelo no era solo negro, sino que tenía hebras con diferentes matices de precioso color castaño.
—¿Y bien? ¿Qué dices? —preguntó con los brazos en jarras.
—No me has dado permiso para hablar.
—No seas idiota —soltó con el rostro brillante a causa de la ira.
—Yo no...
Me abofeteó. Tenía una mano menuda... y una fuerza sorprendente, tanto que me puso la cara del revés. La piel me hormigueó y el labio me palpitó allí donde me había dado con el anillo. No me habían pegado de ese modo desde niño. Los chicos no solíamos recibir bofetadas, a menos que el padre quisiera mostrar descontento. Como el mío. Eso me causó una verdadera impresión y no habría sido capaz de hablar ni aun sabiendo qué decir.
Ella hizo un gesto agresivo, mostrando los dientes, como si me desafiara a devolverle el golpe, y cuando vio que yo no iba a hacerlo, una expresión triunfal le cambió el semblante.
—Cobarde, eres tan pusilánime como feo. Y medio tonto además, según he oído decir. ¡No lo comprendo! No tiene sentido que él... —De pronto, se detuvo y la comisura de los labios se vino abajo, como si el anzuelo de un pescador hubiera tirado de ella. Me dio la espalda y se quedó en silencio.
Transcurrió un instante. Podía oír el sonido de sus inspiraciones cada vez más pausado, lo cual me hizo suponer que no estaba llorando. Yo conocía ese truco para controlar el llanto. Lo había usado en alguna ocasión.
—Te odio —me dijo con voz pastosa, pero habló sin fuerza.
Se alzó en mí una oleada de conmiseración que enfrió el calor de mis mejillas coloradas. Recordé lo difícil que es sobrellevar la indiferencia. Le oí tragar saliva y se llevó una mano a la cara, como si fuera a echarse a llorar.
—Me marcho mañana. Eso debería hacerte feliz. Mi padre quiere empezar mi confinamiento enseguida. Dice que ser vista en estado de buena esperanza antes de que se sepa que estaba casada solo me cubriría de oprobio.
Confinamiento. Aprecié una nota de amargura en su voz cuando pronunció esa palabra. Estaría en alguna casita en el límite de los dominios de Sungchan. No podría danzar ni tendría compañeras con las que hablar. Estaría sola con alguna criada mientras el vientre no dejaba de crecerle.
—Lo siento mucho —dije.
Ella no me respondió. Contemplé el suave abultamiento de su preñez debajo de su camisola blanca y di un paso hacia ella, pero me detuve. Había tenido la intención de tocarla, de acariciarle el pelo para proporcionarle un poco de consuelo, pero eso no iba a confortarla, no si lo hacía yo. Dejé caer la mano y la mantuve pegada a un costado.
Permanecimos de esa guisa durante algún tiempo. El sonido de nuestra respiración llenó la cámara. Cuando se volvió, tenía el rostro rojo de tanto llorar.
—JaeHyun no me mira—La voz le tembló un poco—Ni siquiera mira al niño que llevo en las entrañas, su hijo. Soy su esposa. ¿Sabes... por qué lo hace?
Era una pregunta infantil, como preguntar por qué llueve hacia abajo o por qué no se detiene jamás el movimiento del mar. Me sentí mayor que ella, aun no siendo el caso.
—No lo sé —le respondí con un hilo de voz. Karina puso cara de pocos amigos.
—Eso es mentira. Tú eres la razón. Tú te harás a la mar con JaeHyun y él se irá de aquí.
Sabía muy bien qué era estar solo y conocía la sensación de sentir la buena fortuna del prójimo como el golpe de una aguijada, pero no había nada que yo pudiera hacer.
—Debería irme —dije con el mayor tacto posible.
—No—Karina se desplazó con celeridad para bloquearme el paso por la puerta—No puedes. Llamaré a la guardia si lo intentas —amenazó. Hablaba tan deprisa que las palabras se le atropellaban—Diré que me has atacado si lo haces.
Al final se impuso la compasión hacia ella. Incluso aunque los llamara y ellos la creyeran, ellos no iban a poder ayudarla. Era el compañero de JaeHyun y, por tanto, invulnerable.
Mi rostro debió de reflejar cuáles eran mis sentimientos, ya que Karina retrocedió como si la hubiera herido, y volvió a acalorarse.
—Te enfada que se haya casado conmigo y nos hayamos acostado. Estás celoso. Y tienes razón—Alzó la barbilla, como tenía por costumbre—No fue solo una vez.
«Fueron dos». JaeHyun me lo había contado. Ella se creía con el poder de abrir una brecha entre nosotros cuando en realidad no tenía nada.
—Lo siento —repetí. No tenía nada mejor que decir. Él no la quería y jamás lo haría.
Como si me hubiera leído el pensamiento, el semblante se le descompuso y, gota a gota, sus lágrimas cayeron sobre el suelo, convirtiendo en negro el color gris de las losas.
—Déjame ir a por tu padre, o alguna de tus mujeres.
—Por favor —susurró, alzando los ojos hacia mí—no te vayas, por favor.
La princesa temblaba como un recién nacido. Sus heridas hasta ese momento habían sido superficiales y siempre había habido alguien para ofrecerle consuelo. Ahora estaba sola en el gabinete de su dolor: aquella habitación de paredes desnudas y una única silla.
Me acerqué a ella casi sin querer. Karina soltó un pequeño suspiro, como si fuera una niña dormida, y se abandonó con gratitud en el arco de mis brazos extendidos, humedeciéndome la túnica con sus lágrimas. La sostuve por las curvas de su cintura, sentí su calor y la suave piel de sus brazos. Quizás JaeHyun la había sostenido justo de la misma manera, pero él estaba demasiado fuera de lugar, su brillo no tenía cabida en esa habitación apagada y ajada. La joven apretó contra mi pecho su rostro ardiente, como si tuviera fiebre. Todo cuando podía ver de ella era su coronilla, la espesa cascada de su centelleante pelo negro y el pálido cuero cabelludo que había dejado.
Los sollozos de la joven remitieron al cabo de un tiempo; entonces se acercó más a mí. Sentí la caricia de sus manos en la espalda y todo su cuerpo en contacto con el mío. Al principio no comprendí sus intenciones, pero luego sí.
—No deseas hacer esto —aduje mientras hacía ademán de retroceder, pero ella me sujetaba con demasiada fuerza.
—Sí —respondió. La intensidad de sus ojos casi me asustó.
—Karina—Intenté usar el mismo tono de voz que había hecho ceder a Taeil—Los centinelas están ahí fuera, no debes...
Pero ahora estaba tranquila y segura.
—No nos molestarán.
Hice un esfuerzo para tragar saliva, pues tenía la garganta seca a causa del pánico.
—JaeHyun me estará buscando.
Ella sonrió con tristeza.
—No va a mirar aquí—Me tomó de la mano—Ven —me instó, y me arrastró hacia la puerta de su dormitorio.
A petición mía, JaeHyun me había hablado de las noches que yacieron juntos. No le resultó violento hacerlo, pues entre nosotros no había nada prohibido. Según me dijo, Karina tenía un cuerpo suave y pequeño como el de un chiquillo. La princesa había acudido a su celda de noche y en compañía de su madre; se tendió en la cama junto a él. Tuvo miedo de haberla herido. Fue algo muy rápido y ninguno de los dos habló. Se quedó sin palabras cuando tuvo que describir el denso y fuerte olor que desprendía la humedad procedente de entre las piernas de Karina.
—Era algo graso, como el aceite.
Sacudió la cabeza cuando le insistí aún más.
—En realidad, no puedo acordarme, pues estaba a oscuras y no era posible ver nada. Y yo quería que se acabara—JaeHyun me acarició la mejilla y dijo—: Te echaba de menos.
La puerta se cerró detrás de nosotros y nos quedamos a solas en una modesta habitación. Las paredes estaban llenas de tapices y el suelo estaba cubierto por pieles de oveja. Había una cama colocada junto a la ventana para aprovechar al máximo el soplo de la brisa.
Se deslizó el vestido por encima de la cabeza y lo dejó caer sobre el suelo.
—¿Me encuentras hermosa? —inquirió.
Le agradecí mucho que me hiciera una pregunta de fácil respuesta.
—Sí.
Era menuda y de constitución exquisita, salvo el más nimio abultamiento del vientre, allí donde se gestaban los niños. Mis ojos se sintieron atraídos hacia lo que nunca antes había visto, un pequeño triángulo alfombrado de finos vellos que subían ligeramente. Ella me vio mirar y me tomó de la mano para guiarme hasta ese lugar, que irradiaba el mismo calor que las ascuas del hogar.
Bajo las yemas de los dedos se deslizaba una piel cálida, delicada, tan frágil que me daba miedo rasgarla con el simple roce. Con la otra mano le acaricié la mejilla y recorrí la tersura de su piel debajo de los ojos, donde pude ver algo terrible: no había esperanza ni placer, solo determinación.
Estuve a punto de huir, pero no soportaba la idea de ver su rostro ajado por otra pena más, otra decepción, otro chico que no le daba lo que quería, y por eso permití que sus manos siguieran tanteando, me arrastraran hasta el lecho y me guiaran entre sus muslos, donde la delicada piel se separaba y lentamente fluían unas cálidas gotas. Hice ademán de retroceder al hallar una cierta resistencia, pero ella negó con la cabeza bruscamente. Tenía tensa la carita y apretaba los dientes como si estuviera combatiendo el dolor. Los dos experimentamos un gran alivio cuando la piel se relajó y cedió; entonces, me deslicé dentro de su cálida vaina.
No voy a decir que no estaba excitado: me embargaba una tensión que crecía lentamente, muy diferente del deseo intenso y firme que despertaba en mí JaeHyun. Ella se percató enseguida de mi languidez y se sintió herida. «Más indiferencia». Por eso, moví las caderas, profería gemidos de placer y apreté mi pecho contra los suyos, aplastándole los senos suaves y pequeños con el peso de mi cuerpo.
Entonces ella se sintió satisfecha y de pronto empezó a moverse y empujar con más y más fuerza, y los ojos le brillaban con más intensidad cada vez que se me aceleraba la respiración. Y cuando en mi interior se alzó lentamente la marea, me pasó sus piernas pequeñas pero firmes por detrás, y se puso a corcovear para que yo entrara a fondo en ella, arrastrándome hasta el clímax de placer.
Después de eso yacimos sin aliento, juntos, pero sin tocarnos. Poco a poco se le ensombreció el semblante, se mostró cada vez más distante, y permaneció en una postura extraña y forzada. Yo tenía todavía la mente nublada por el orgasmo y alargué una mano para cogerla. Al menos podía ofrecerle eso.
Pero ella se apartó de mi lado, se levantó y empezó a mirarme con ojos llenos de prevención. Sus ojeras eran tan pronunciadas que parecían cardenales. Empezó a vestirse. Sus nalgas redondeadas con forma de corazón parecían mirarme con aire de reproche. No llegué a entender lo que ella quería, pero sí que no se lo había dado. Me incorporé y me puse la túnica. La habría tocado y también le habría acariciado el rostro, pero me mantuvo lejos esa mirada suya fulminante e intensa. Me dirigí con abatimiento hacia el umbral.
—Espera —me llamó con voz áspera; me volví—Despídeme de él.
Después cerré, poniendo una puerta de gruesos tablones oscuros entre nosotros.
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En cuanto encontré a JaeHyun otra vez, me lancé con alivio al gozo existente entre nosotros para liberarme de la tristeza y el dolor de Karina.
Más tarde, casi me convencí de que nada de eso había pasado, como si hubiera sufrido una vívida pesadilla, fruto de las descripciones de JaeHyun y un exceso de imaginación por mi parte, pero no era esa la verdad.
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