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TSA (3) ⚔️ JaeYong


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Capítulos 8-13:

14

Karina se marchó a la mañana siguiente, tal y como había anunciado.

—Se ha ido a visitar a una tía —informó Sungchan a la corte durante el desayuno con voz monótona.

Si alguien tenía alguna pregunta, no se atrevió a formularla. Estaría ausente hasta que naciera el hijo y entonces podríamos llamar padre a JaeHyun.

Por raro que pareciera, las jornadas en la isla se nos antojaban ahora una pérdida de tiempo. JaeHyun y yo pasábamos el mayor tiempo posible lejos de palacio y nuestro júbilo, tan explosivo durante los días siguientes a nuestro reencuentro, se había visto sustituido por la impaciencia. Deseábamos marcharnos y retomar nuestras vidas en Pelión o en Ftía. Nos sentíamos sospechosos y culpables de la marcha de la princesa: todos los miembros de la corte nos fulminaban con la mirada de forma muy incómoda y Sungchan ponía cara de pocos amigos cada vez que nos veía.

Y además estaba el asunto de la guerra, de cuyas nuevas teníamos noticia incluso allí, en la remota y olvidada isla de Esciro. Los antiguos pretendientes de Ten habían hecho honor a su promesa y ahora la flota de Lucas estaba abarrotada de miembros de la realeza. Se decía de él que había logrado lo que nadie había sido capaz hasta entonces: unir a nuestros quisquillosos reinos en una causa común. Me acordaba de él: un tipo de melena enmarañada y semblante adusto y sombrío. A los ojos del niño de nueve años que había sido, su hermano Johnny era el más memorable de los dos, pero Lucas era el mayor, y sus ejércitos, más numerosos; él lideraría la expedición a Troya.

Ocurrió una mañana en las postrimerías del otoño, aun cuando no lo parecía, pues en el lejano sur los árboles no perdían las hojas y el aire de la mañana no venía cargado de frío. Nos demoramos en una roca escindida desde la que podía dominarse la infinitud del horizonte, observando morosamente el paso de los barcos y los fogonazos de los dorsos de los delfines cuando saltaban. Nos pusimos a lanzar guijarros desde el risco y nos inclinábamos para ver cómo iban deslizándose sobre la cara de piedra. Nos hallábamos a tal altura que no oíamos el ruido cuando chocaban contra las rocas del fondo.

—Ojalá tuviera la lira de tu madre —deseó.

—Pues sí—Pero estaba en Ftía, se había quedado atrás, con todo lo demás. Permanecimos en silencio, rememorando la dulzura de la música procedente de sus cuerdas.

De pronto, JaeHyun se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué es aquello?

Entrecerré los ojos para ver mejor. El sol flotaba sobre la línea del horizonte de forma diferente ahora que era casi invierno y sus rayos parecían incidir en mis ojos desde todos los ángulos.

—No sabría decirte... —Fijé los ojos en la neblina instalada allí donde el mar se desvanecía en el cielo. Había una mancha lejana; podía ser un barco y también un engaño óptico causado por el brillo del sol sobre las aguas—Si es una nave, traerá noticias —dije con ese pellizco ya habitual en el estómago. Cada vez temía más la noticia de que se había emprendido la búsqueda del último pretendiente de Ten, el que había roto su juramento. Yo era muy joven en aquel entonces. No entendía que ningún líder desearía que se supiera que alguien no acataba sus órdenes.

—Lo es, sin la menor duda —aseguró JaeHyun. Ahora el borrón estaba más cerca. La nave debía moverse muy deprisa. El gris azulado del mar desdibujaba cada poco tiempo los colores brillantes de la vela—No es un barco mercante—Las naves dedicadas al comercio solían usar velas blancas únicamente por ser útiles y baratas. Un hombre debía ser rico de veras para malgastar el tinte en la lona de sus embarcaciones. Los emisarios de Lucas usaban velas carmesíes y púrpuras, símbolos tomados de las casas reales de oriente. El velamen de aquel barco era amarillo con algunas volutas negras.

—¿Reconoces esos motivos? —quise saber. JaeHyun negó con la cabeza.

Observamos la maniobra del barco para entrar en el angosto acceso a la bahía de Esciro y luego varar en la arena. La tripulación dejó caer una tosca ancla de piedra y acto seguido sacaron una pasarela desde la borda. Nos encontrábamos demasiado lejos para apreciar con precisión a los muchos hombres de a bordo, más allá de que eran pelinegros.

Permanecimos allí todo el tiempo posible. A continuación, JaeHyun se incorporó y recogió sus cabellos sueltos al viento debajo de un pañuelo. Hundí las manos en los pliegues de su vestido para ajustárselo mejor a la altura de los hombros y ceñirle cinturones y lazos. Ya no me extrañaba tanto verle con ese atavío. JaeHyun se inclinó para darme un beso una vez hubimos terminado. El suave contacto de sus labios sobre los míos removió mi pasión. Él se dio cuenta al instante gracias al brillo de mis ojos y sonrió.

—Luego —me prometió.

Después se dio la vuelta y bajó por el sendero, de vuelta al palacio. Se dirigiría al ala de las mujeres y permanecería allí, entre telares y vestidos, hasta que se hubiera ido el mensajero.

Sentí detrás de los ojos cómo se formaban los albores de una jaqueca, así que me dirigí a mi cuarto, fresco y oscuro, donde eché los postigos para impedir el paso del sol de mediodía y me quedé dormido.

⚔️

Me despertó un golpe en la puerta. Quizá fuera un siervo. O Sungchan.

—Adelante —respondí con los ojos aún cerrados.

—Es un poco tarde para eso —respondió una voz con una nota divertida, seca como las maderas que la marea arrastraba hasta la playa. Me incorporé y abrí los ojos a tiempo de ver a un hombre de pie en el quicio de la puerta abierta. Era un sujeto fornido y musculoso; lucía una barba muy corta, al estilo de los filósofos; era de color castaño oscuro con alguna hebra roja. Me sonrió, y pude apreciar las líneas que otras sonrisas habían marcado. En él era un gesto fácil y practicado, y eso removió un recuerdo en mi memoria—Pido perdón si te he molestado —se disculpó con voz agradable y bien modulada.

—No importa —respondí, cauteloso.

—Esperaba poder tener la ocasión de conversar contigo. ¿Te importa si me siento? —Señaló una silla con la palma abierta de la mano. Había pedido permiso con toda cortesía y no encontré razón para negarle lo que pedía a pesar de mi desasosiego, así que asentí.

Acercó el asiento hacia sí. Tenía manos tan callosas y ásperas que no habría parecido extraño que hubieran sostenido un arado, pero, a pesar de todo, sus modales delataban un origen noble. Me levanté y abrí los postigos con la esperanza de librarme del sopor que me embargaba. No se me ocurría razón alguna por la que ningún hombre deseara ni un momento de mi tiempo, a menos que hubiera venido a reclamarme la observancia de mi juramento. Me di la vuelta para enfrentarme a él.

—¿Quién eres? —inquirí.

El desconocido se echó a reír.

—Una magnífica pregunta. He sido muy grosero al irrumpir en tu dormitorio de esta manera. Soy uno de los capitanes del gran rey Lucas. Viajo de una isla a otra para convencer a jóvenes prometedores, como tú —dijo, y me señaló con una inclinación de cabeza—de que se unan a nuestro ejército contra Troya. ¿Has oído hablar de la guerra?

—Algo he oído.

—Bien.

Sonrió y estiró las piernas delante de su posición. La luz mortecina de la tarde incidió sobre sus piernas, revelando una cicatriz que iba desde la pantorrilla derecha hasta la rodilla. «Una cicatriz escarlata». El estómago me dio un vuelco como si caminase por el mismo borde del acantilado más alto de Esciro sin otra cosa debajo que una larga caída hasta el mar. Era Doyoung.

Dijo algo, pero no le oí. En mi mente, había regresado al salón de Tindáreo y recordaba aquellos negros ojos suyos a los que nada se les escapaba. ¿Sabría Doyoung quién era yo? Observé su semblante, pero en él únicamente vi una expresión de expectación y una cierta perplejidad. «Está esperando a que le responda», recordé. Hice un esfuerzo por dominar el miedo.

—No te he escuchado, lo siento. ¿Qué me decías?

—¿Te interesa unirte a nuestra lucha?

—Dudo que me queráis con vosotros. No soy muy buen soldado.

Frunció los labios con acritud.

—Es curioso. Nadie parece serlo cuando yo acudo—Su tono era desenfadado. Su frase era una broma compartida, no un reproche—¿Cómo te llamas?

—Quirónides—Intenté parecer tan tranquilo como él.

—Quirónides—repitió. Observé su semblante en busca de algún indicio de incredulidad, pero no lo vi. La tensión de mis músculos aminoró un poco. No me reconocía, por supuesto que no. Había cambiado mucho desde los nueve años.

—Bueno, Quirónides, Lucas promete oro y gloria a todos cuantos luchen por él. La campaña tiene pinta de ser corta. Habremos vuelto a casa para el próximo otoño. Estaré por aquí unos cuantos días y espero que te lo pienses.

Dejó caer las manos sobre las rodillas con aire tajante y se puso en pie.

—¿Eso es todo? —Yo había esperado por su parte una larga tarde de presión y persuasión.

—Sí, eso es todo. ¿Te veré en la cena?

Asentí. Hizo ademán de irse, pero de pronto se detuvo.

—Es raro, ¿sabes? Sigo creyendo que te he visto antes.

—Lo dudo —me apresuré a decir—Yo no te reconozco.

Me estudió durante unos momentos y luego se encogió de hombros, rindiéndose.

—Debo de confundirte con otro joven. Ya conoces el dicho: a más años, menos memoria—Se rascó el mentón con aire pensativo—¿Quién es tu padre? Tal vez sea a él a quien conozca.

—Soy un exiliado.

Hizo un gesto de comprensión.

—Lamento saberlo. ¿De dónde vienes?

—De la costa.

—¿Norte o sur?

—Sur.

Sacudió la cabeza, compungido.

—Habría jurado que eras del norte. De algún lugar próximo a Tesalia, diría yo, o de Ftía. Pronuncias las vocales muy abiertas, como suelen hacer por allí.

Tragué saliva. Las consonantes de Ftía eran las más duras de toda Hélade y las vocales, las más abiertas. Yo lo había encontrado horroroso hasta que oí hablar a JaeHyun. No me había dado cuenta de lo mucho que se me había pegado el acento.

—N-no lo sa-sabía —musité. El corazón me latía desbocado. Ojalá se fuera pronto.

—La información inútil es mi maldición, me temo—Volvía a sonar despreocupado, y esbozó esa sonrisa fácil suya—No olvides venir a buscarme si decides que quieres unirte a nosotros o si conoces a cualquier otro joven con quien yo pudiera hablar.

La puerta se cerró con un clic tras su marcha.

⚔️

La campana de la cena ya había sonado y los pasillos estaban llenos de criados con fuentes y sillas. Mi visitante ya estaba en el salón cuando yo entré. Se sentaba entre Sungchan y otro hombre. El rey se percató de mi llegada.

—Quirónides, te presento a Doyoung, señor de Ítaca.

—Gracias sean dadas a los dioses por darnos anfitriones —respondió Doyoung—Solo después de irme me di cuenta de que no te había dicho mi nombre.

«Y yo no te lo pregunté porque lo sabía». Eso había sido un error, pero no irreparable. Puse unos ojos como platos y pregunté:

—¿Eres un rey?

Me apresuré a dejarme caer sobre una rodilla, representando mi mejor gesto de sorprendido homenaje.

—De hecho, en realidad, solo es un príncipe —precisó una voz, arrastrando las palabras—El único que es rey soy yo.

Alcé la vista para encontrarme con los ojos del tercer hombre; eran de un castaño tan luminoso que parecían amarillos, y muy penetrantes. Este invitado llevaba el cabello negro muy corto y enfatizaba los rasgos angulosos de su semblante con un afilado mentón.

—Este es Kun, rey de Argos —terció Sungchan—un camarada de Doyoung.

—Y otro pretendiente de Ten, aunque solo me acordaba de su nombre.

—Mi señor—Le hice una reverencia. No me dio tiempo a temer ser reconocido.

Ya había dejado de mirarme.

—Bueno, ¿comemos? —preguntó Sungchan, señalando la mesa con un ademán.

Varios consejeros del monarca anfitrión se reunieron con nosotros en la mesa y yo me camuflé muy a gusto entre ellos. Doyoung y Kun nos ignoraron, absortos en su conversación con Sungchan.

—¿Y cómo está Ítaca? —preguntó el rey de Esciro con amabilidad.

—Muy bien, gracias —contestó Doyoung—Allí he dejado a mi esposa y a mi hijo, ambos gozando de excelente salud.

—Pregúntale por su mujer —intervino Kun—le encanta hablar de ella. ¿Has oído cómo se conocieron? Es su historia favorita—Había en su voz una nota cortante apenas disimulada. Los comensales de mi alrededor dejaron de prestar atención a la comida para mirar.

Sungchan parecía estar atrapado entre ambos invitados, pero se aventuró a preguntar:

—Dime, príncipe de Ítaca, ¿cómo conociste a tu esposa?

Si el interpelado percibió la tensión reinante, no lo demostró.

—Eres muy amable por preguntarlo. Estoy seguro de que recordarás cuando Tindáreo buscó un marido para su hijo Ten, le salieron pretendientes de todos los reinos.

—Yo no fui: ya estaba casado —respondió el rey de Esciro.

—Por supuesto, y estos eran demasiado jóvenes, me temo—Me dedicó una sonrisa y luego centró su atención otra vez en Sungchan—Yo tuve la fortuna de llegar el primero de todos. El monarca me invitó a cenar con su familia: Ten, su hermana Clitemnestra y la prima de ambas, Penélope.

—¿Invitar...? —se mofó Kun—¿Así es como se llama ahora a colarse entre los helechos para espiarlas?

—Estoy seguro de que el príncipe de Ítaca no haría algo así —rebatió Sungchan con gesto de desaprobación.

—Aprecio tu fe en mí, pero, por desgracia, sí, eso fue lo que hice—Dedicó una jovial sonrisa al señor de Esciro—De hecho, fue Penélope quien me pilló. Según me dijo, me había estado observando cerca de una hora y pensó que debía adelantarse antes de que me hiciera daño entre los espinos. La situación fue un tanto incómoda, por supuesto, pero en el curso de la cena pude ver que Penélope era tan inteligente como sus primas, e igual de bella, así que...

—¿Tan hermosa como Ten? —le interrumpió Kun—¿Y entonces por qué llegó soltera a los veinte?

—Estoy seguro de que no vas a pedir a ningún hombre que compare desfavorablemente a su esposa con ninguna otra persona—repuso Doyoung con voz dulce.

Kun puso los ojos en blanco y volvió a limpiarse los dientes con la punta del cuchillo.

—Así pues, en el transcurso de nuestra conversación, tuve claro que la dama Penélope me favorecía —le dijo Doyoung a Sungchan.

—No por tus pintas, eso desde luego —apostilló Kun.

—Ciertamente, no —convino Doyoung—Ella me preguntó por el regalo de bodas que le haría a mi prometida. «Un tálamo nupcial del mejor roble», le contesté yo, muy galante, pero esa respuesta no la satisfizo. «Un lecho de boda no debe estar hecho de madera muerta y seca, debe ser algo verde y vivo», esa fue su réplica.

«¿Vendrías conmigo si yo fuera capaz de hacer una cama así?», le pregunté, a lo que ella me contestó...

El rey de Argos profirió un ruido de disgusto.

—Esta historia tuya del tálamo conyugal me da vomitera...

—Entonces, quizá no debiste sugerir que la contara...

—Y tal vez tú deberías preparar historias nuevas para no andar jodiéndome hasta que la palme de aburrimiento.

Sungchan se quedó sorprendido: el lenguaje obsceno quedaba reservado para los cuartos de los criados y los campos de entrenamiento, no para las cenas de Estado, pero Doyoung se limitó a sacudir la cabeza con tristeza.

—En verdad, los argivos se vuelven más bárbaros conforme pasan los años. Sungchan, muéstrale al rey de Argos un poco de civilización. Espero poder ver a las famosas bailarinas de tu isla.

Sungchan tragó saliva.

—Sí, no había pensado... —Enmudeció y luego empezó otra vez con la más regia voz de que fue capaz—Si así lo deseáis...

—Sí—Esta vez fue Kun quien contestó.

—Bien—Los ojos del monarca fueron raudos de un invitado a otro. Haechan le había ordenado mantener a las mujeres lejos de todas las visitas, pero rehusar a esa petición habría resultado bastante sospechoso. Se aclaró la garganta con el fin de sonar decidido y dijo—: Bueno, llamémoslas entonces.

Hizo un gesto brusco a un criado, que dio media vuelta y se marchó corriendo del salón. Yo mantuve la vista fija en el plato a fin de evitar que se advirtiera el pánico de mis facciones.

La llamada había sorprendido a las mujeres y seguían haciendo pequeños ajustes en los peinados y las ropas cuando se adentraron en el salón real. JaeHyun se hallaba entre ellas, con la cabeza cuidadosamente cubierta y los ojos entornados con modestia. Los ojos se me iban con ansiedad a los semblantes de Doyoung y Kun, pero ninguno de los dos le dedicó una mirada siquiera.

La música empezó en cuanto las muchachas ocuparon sus posiciones y nosotros observamos cómo iniciaban una compleja secuencia de pasos. La ausencia de Karina aminoraba la calidad del espectáculo, pues era la mejor bailarina de todas, pero el baile era muy hermoso.

—¿Cuál de ellas es tu hija? —quiso saber Kun.

—No se encuentra aquí, rey de Argos. Está de visita con su familia.

—Qué lástima —repuso el monarca argivo—esperaba que fuera esa de ahí— Señaló a una chica situada al fondo, una menuda y de tez oscura. No se parecía en nada a Karina y sus tobillos resultaban especialmente adorables cada vez que se hacían visibles debajo del ondulante dobladillo del vestido.

Sungchan se aclaró la garganta.

—¿Estás casado, mi señor?

Kun esbozó una media sonrisa.

—Por ahora —contestó sin apartar la vista de las mujeres.

Doyoung se incorporó cuando la danza hubo terminado y alzó la voz para que todos le oyeran.

—Vuestro número nos ha honrado de verdad. Muy pocos mortales pueden alardear de haber visto a las bailarinas de Esciro. Os hemos traído regalos para vosotras y vuestro rey como muestra de admiración.

Un murmullo de entusiasmo recorrió las filas de comensales. Esciro no era un destino frecuente para los objetos de lujo, pues nadie tenía dinero para pagarlos.

—Eres demasiado amable —respondió Sungchan con las mejillas arreboladas por sincero gozo, pues no había esperado semejante generosidad.

A una señal de Doyoung, los criados trajeron unas arquetas y depositaron su contenido sobre las largas mesas. Atisbé el destello de la plata y el fulgor del vidrio y las gemas. Todos nosotros, hombres y mujeres, nos inclinamos hacia delante, ávidos por verlas.

—Por favor, tomad lo que queráis —invitó el príncipe itacense.

Las muchachas se dirigieron a toda prisa hacia los regalos. Las observé toquetear las relucientes chucherías: perfumes dentro de delicadas botellas de cristal tapadas con cera, espejos con asas de marfil, sinuosas ajorcas de oro, cintas teñidas de púrpura y rojo. Entre los presentes había unas cuantas cosas destinadas a Sungchan y sus consejeros, pensé: escudos con correas de cuero, astas de lanza talladas y espadas plateadas con finas y flexibles fundas hechas con piel de cabrito. Al señor de Esciro le centellearon los ojos al ver uno de esos aceros, similar a un pez que ha mordido el anzuelo. Doyoung permanecía cerca, dominando la escena con aire benevolente.

JaeHyun se mantuvo en retaguardia, merodeando lentamente entre las mesas. Se detuvo para verter unas gotas de perfume sobre sus finas muñecas y acariciar la suave asa de un espejo. Se entretuvo otro momento para juguetear con un par de pendientes de gemas blancas engarzadas en un hilo de plata.

Un movimiento atrajo mi atención hacia el extremo final del salón: Kun había atravesado la estancia y conversaba con uno de sus servidores, que asintió y franqueó la gran puerta doble de la entrada. Fuera lo que fuese, no podía ser nada importante: el monarca argivo parecía medio dormido, con los ojos entrecerrados y con aspecto aburrido.

Miré otra vez a JaeHyun; se había puesto los pendientes y los giraba mientras soltaba una risilla tonta, haciéndose pasar por chica. Aquello le divertía, lo supe al ver la comisura de sus labios fruncida hacia arriba. Recorrió el salón con la mirada y entonces, por un momento, reparó en mi semblante. No pude contenerme y sonreí.

Alguien hizo sonar un cuerno con fuerza aterradora. El sonido procedía del exterior, fue una nota sostenida seguida de tres toques cortos: nuestra señal para el peligro más grave e inminente. Sungchan se apresuró a levantarse mientras los guardias se volvían hacia esa puerta. Las chicas gritaron y se aferraron unas a otras y soltaron sus tesoros, que quedaron esparcidos sobre el suelo entre cristales rotos.

Todas, salvo una.

JaeHyun había echado mano a uno de los aceros plateados y lo había sacado de su funda de piel de cabrito antes de que hubiera terminado de sonar el último toque. La mesa impedía su avance hacia la puerta, así que la salvó de un salto en un abrir y cerrar de ojos mientras echaba mano a una lanza al pasar. Cayó sobre el suelo con las armas ya en alto y adoptando una letal pose que no encajaba con una chica ni con ningún otro hombre, sino con «el guerrero más grande de su generación».

Me volví de inmediato hacia Doyoung y Kun. Me horroricé al verles sonreír.

—Muy buenas, príncipe JaeHyun —saludó el príncipe de Ítaca—Te estábamos buscando.

Permanecí allí de pie, impotente, mientras la corte de Esciro asimilaba las palabras de Doyoung, que se había girado hacia JaeHyun sin quitarle la vista de encima; este no se movió durante unos instantes, pero luego, muy despacio, bajó las armas.

—Mi señor Doyoung —contestó con una voz sorprendentemente tranquila—mi señor Kun—Inclinó la cabeza con amabilidad, como se hacía entre príncipes—Me honra ser el centro de tanto esfuerzo—Fue una respuesta excelente, llena de dignidad y un leve toque burlón. En ese momento les hubiera resultado más duro humillarle—Debo asumir que deseáis hablar conmigo, ¿no? Esperad un momento y enseguida me reuniré con vosotros.

Depositó la espada y la lanza con todo cuidado sobre la mesa y con agilidad se desanudó el pañuelo y se lo quitó. Su cabello expuesto refulgió como el bronce pulido. Los hombres y mujeres de la corte de Sungchan susurraban entre sí, escandalizados, y no apartaban los ojos de JaeHyun.

—Tal vez esto sea de ayuda—Doyoung había sacado una túnica de una caja o una bolsa.

Se la lanzó a JaeHyun, que la cogió al vuelo, y dijo:

—Gracias.

Los cortesanos observaron hipnotizados cómo se desvestía hasta la cintura y se ponía la nueva prenda.

Doyoung se volvió hacia la parte frontal de la habitación.

—Sungchan, ¿harías el favor de permitirnos usar unas dependencias? Tenemos mucho que discutir con el príncipe de Ftía.

El semblante del rey de Esciro era una máscara helada. Supe que estaba pensando en Haechan y su castigo. No contestó.

—Sungchan—La voz de Kun fue brusca, chasqueó como un vendaval.

—Sí —respondió el interpelado con voz ronca. Le compadecí. Me compadecí de todos nosotros—Sí. Tenéis una justo ahí—La señaló con la mano.

—Gracias —contestó Doyoung, y asintió para luego dirigirse hacia la puerta con aire confiado, como si no le pasara por la imaginación que JaeHyun pudiera hacer otra cosa que seguirle.

—Después de ti —invitó Kun con una sonrisa de suficiencia. JaeHyun vaciló y me miró de refilón unos segundos.

—Oh, claro —dijo Doyoung a voz en grito JaeHyun, hablando de espaldas—te invitamos a traer a Taeyong contigo si así lo prefieres. También tenemos asuntos pendientes con él.

15

La estancia tenía varios tapices raídos y cuatro sillas. Me obligué a sentarme erguido, con la espalda pegada al respaldo de madera, como haría un príncipe. El semblante de JaeHyun reflejaba la tensión de lo vivido y el cuello se le había puesto colorado.

—Fue una trampa —acusó. Doyoung permaneció imperturbable.

—Fuiste listo a la hora de esconderte; debíamos serlo aún más para encontrarte.

JaeHyun enarcó una ceja con altivez principesca.

—¿Y bien? Ya me habéis encontrado. ¿Qué queréis?

—Que nos acompañes a Troya —contestó el itacense.

—¿Y si no deseo ir?

—En tal caso, haremos saber todo esto—Kun alzó el atavío tirado que había usado JaeHyun.

JaeHyun se sonrojó como si le hubieran abofeteado. Una cosa era llevar un vestido, impelido por la necesidad, y otra muy distinta que todos lo supieran. Nuestro pueblo reservaba los más feos apelativos para los hombres que actuaban como mujeres; semejantes insultos habían provocado la pérdida de muchas vidas.

Doyoung alzó una mano, pidiendo contención.

—Todos los aquí presentes somos nobles y no debería ser preciso llegar a tomar tales medidas. Espero que seamos capaces de ofrecerte otras razones que te hagan aceptar de buen grado... como la fama, por ejemplo. La ganarás a raudales si luchas a nuestro lado.

—Habrá otras guerras.

—No como esta—refutó Kun—Va a ser la mayor contienda de nuestro pueblo, será recordada en leyendas y cantada durante generaciones. Serías un bobo si te la perdieras.

—No veo otra cosa que un marido cornudo y la ambición de Lucas.

—En tal caso, estás ciego. ¿Hay algo más heroico que luchar por el honor de la persona más hermosa del mundo contra la ciudad más poderosa de oriente? Perseo no puede presumir de tanto, ni Jasón. Jaemin mataría a su mujer de nuevo a cambio de tener la ocasión de acompañarnos. Dominaremos Anatolia y todo el camino hacia Arabia. Grabaremos nuestros nombres en las historias de todas las edades venideras...

—Pensé que habías dicho que iba a ser pan comido y que íbamos a estar en casa para el próximo otoño —conseguí decir. Debía hacer algo para poner freno a ese torrente de palabras.

—Mentí—El príncipe de Ítaca se encogió de hombros—No tengo la menor idea de cuánto tiempo va a durar. Será más breve si contamos contigo —apostilló, mirando a JaeHyun. Sus ojos oscuros te arrastraban como la resaca y daba igual que nadases contra ella—Los hijos de Troya son conocidos por su habilidad en el combate y escribirás tu nombre en las estrellas con sus muertes. Si te pierdes la guerra, dejarás pasar tu posibilidad de ser inmortal. Te quedarás atrás, serás un desconocido. Sumarás más y más años, envejecerás en la oscuridad del anonimato.

JaeHyun crispó el gesto.

—No puedes saber eso.

—En realidad, sí—Doyoung se reclinó sobre el respaldo de la silla—Tengo la fortuna de conocer algo a los dioses. Y ellos me han considerado lo bastante adecuado para compartir conmigo una profecía sobre ti.

Debía haberlo imaginado: Doyoung no iba a venir con un escabroso chantaje como único recurso. En las historias le llamaban polutropos, el de los ardides. El miedo se removió en mí como la ceniza.

—¿Qué profecía? —quiso saber JaeHyun.

—Tu divinidad se consumirá sin usar y tus fuerzas menguarán si no vienes a Troya. Como mucho, acabarás como nuestro anfitrión, el rey Sungchan, enmoheciendo en una isla olvidada y sin sucesores varones. Cualquier Estado cercano conquistará Esciro a no mucho tardar, y eso lo sabes tan bien como yo. Pero no le matarán, ¿por qué iban a hacerlo? Puede consumir sus años en algún rincón, senil, solo, comiendo el pan blando que le tiren. La gente preguntará quién era a su muerte—Las palabras llenaron la habitación, consumiendo el aire hasta que no fuimos capaces de respirar. Esa vida era horrible, pero Doyoung era incansable—: Ahora es conocido porque se cruzan su historia y la tuya. Tu fama será tan grande si vas a Troya que cualquier hombre pasará a la leyenda eterna solo por haberte dado una copa. Serás...

Las puertas se abrieron de sopetón en medio de una lluvia de astillas y Haechan se personó en el quicio de la puerta, flamígera como una llama viva. Todos sentimos su condición de dios: nos chamuscó los ojos y calcinó los extremos rotos de la puerta.

Finos fragmentos de la puerta destruida cubrían la ropa oscura de Doyoung, que se puso en pie.

—Te saludo, Haechan.

La mirada flamígera del dios fue a por el mortal como una serpiente se lanza a por su presa. La tez de Haechan refulgió. El aire tembló ligeramente alrededor de Doyoung, como si lo consumiera el calor o soplara una brisa. Kun, que había caído al suelo, se alejó poco a poco. Yo cerré los ojos para no ver el estallido de llamas.

Abrí los ojos durante el silencio sepulcral que se hizo a continuación. El itacense seguía ileso y los puños apretados del nereida se estaban volviendo blancos. Mirarlo ya no quemaba los ojos.

—La doncella de ojos grises siempre ha sido muy amable conmigo —le explicó el itacense, casi a modo de disculpa—Ella sabe por qué estoy aquí, bendice y protege mi propósito.

Tuve la impresión de que me había perdido una parte de la conversación y ahora me esforcé para reconstruirla. La doncella de ojos grises debía de ser... la diosa de la guerra y sus artes. Se decía que premiaba la inteligencia por encima de todas las cosas.

—Rosé no tiene hijos que perder—Las palabras chirriaron mientras salían de su boca y flotaron en el aire.

Doyoung no hizo intento alguno de contestar, solo se volvió hacia el príncipe de Ftía y le instó:

—Pregúntale a él, pregunta al dios qué es lo que sabe.

El interpelado tragó saliva. El sonido se oyó en toda la habitación. Los ojos de JaeHyun se encontraron con las pupilas negras de su padre.

—¿Es cierto lo que dice?

—Lo es, pero hay más; él no te ha contado la peor parte —repuso con voz monocorde, como si las palabras fueran pronunciadas por una estatua—Jamás regresarás si vas a Troya. Morirás joven allí.

JaeHyun empalideció.

—¿Es eso cierto?

Eso es lo primero que preguntaban todos los mortales con incredulidad, miedo y sorpresa. «¿No soy yo una excepción?».

—Lo es.

Yo me habría venido abajo si JaeHyun me hubiera mirado en ese momento, me habría echado a llorar y jamás me habría detenido, pero no apartaba los ojos de su padre.

—¿Qué debo hacer? —inquirió con un hilo de voz.

Un temblor alteró las aguas tranquilas del semblante de Haechan.

—No me pidas que yo elija —contestó antes de desvanecerse.

⚔️

No consigo recordar qué dijimos a esos dos hombres, ni cómo nos fuimos de su lado ni cómo llegamos a nuestros dormitorios. Recuerdo su semblante: la piel tensa de las mejillas y la palidez apagada de su frente. Tenía hundidos los hombros, por lo general tan erguidos y perfectos. La pena creció en mi interior hasta que estuvo a punto de ahogarme. «Su muerte». Solo de pensarlo me sentía morir, caía en picado a través de un cielo absolutamente negro.

«No debes ir». Estuve a punto de decirlo mil veces, pero en vez de eso sostuve sus veloces manos entre las mías. Estaban frías y muy quietas.

—No sé si podré soportarlo —dijo al fin.

Había cerrado los ojos, como para no ver aquel horror. No se refería a su muerte, yo lo sabía bien, sino a la pesadilla tejida por Doyoung: la pérdida de su esplendor, la consunción de su gracia. Yo había visto cuánto júbilo obtenía de su propia habilidad y esa pujante vitalidad, siempre bajo la superficie. ¿Qué era él, sino maravilloso y radiante? ¿Quién sino él estaba destinado a la fama?

—No me importa, me da igual en qué te conviertas—Las palabras se escaparon a duras penas por entre mis labios—Eso me da igual. Estaremos juntos.

—Lo sé —contestó en voz baja.

Él lo sabía, pero le resultaba insuficiente. El pesar era tan grande que amenazaba por atravesarme la piel. A su muerte, JaeHyun enterraría con él todas las cosas veloces, hermosas y luminosas. Abrí la boca para hablar, pero fue demasiado tarde.

—Voy a ir—anunció—Iré a Troya.

El destello rosado de su labio, el verde febril de sus ojos, su rostro desprovisto de arrugas... Nada en él decaía ni se marchitaba. Él era áureo, deslumbrante, era la primavera. La envidiosa muerte se bebería su sangre y sería joven de nuevo.

Me miraba con unos ojos profundos como el abismo.

—¿Vas a acompañarme? —quiso saber.

El interminable dolor del amor y el pesar estaba ahí. Quizás en otra vida podría haberme negado, tal vez podría haberme tirado de los pelos y puesto a chillar, tal vez en otra vida podría haberle hecho afrontar solo esa elección, pero no en esta. Él navegaría rumbo a Troya y yo le seguiría, incluso hasta la muerte.

—Sí, sí —contesté con un hilo de voz.

El alivio inundó su rostro y se extendió a mi persona. Le dejé que me sujetara y apretara tanto que no había espacio entre nosotros para que cupiera nada.

Después hicieron acto de presencia las lágrimas, y se derramaron, y las constelaciones se pusieron a girar sobre nosotros, y la luna empezó a trazar su fatigoso curso. Yacimos acongojados e insomnes mientras transcurrían las horas.

⚔️

JaeHyun se levantó con gesto forzado cuando clareó el alba y anunció:

—Debo decírselo a Haechan.

Estaba pálido y le habían aparecido ojeras. Ya parecía mayor. El pánico creció en mi interior. «No vayas», quise decir, pero él se puso una túnica y se marchó.

Me tendí de espaldas e intenté no pensar en el paso de los minutos. En el día de ayer los teníamos en abundancia y ahora cada uno era como una gota de sangre perdida.

La habitación cobró un tono gris y luego se volvió blanca. La cama era demasiado grande y sin él se enfrió. No escuchaba sonido alguno y esa quietud me asustaba. «Es como una tumba». Me incorporé, me froté los miembros y les di palmadas para hacerlos entrar en calor mientras intentaba controlar la creciente histeria. «Así es como va a ser cada día sin él». Sentí una tirantez ciega en el pecho, como un grito.

«Cada día sin él».

Abandoné el palacio, desesperado por poder gritar, e inicié el ascenso a los acantilados de Esciro, unas grandes rocas desde las que se dominaba el mar. Los vientos me zarandeaban y las piedras eran resbaladizas a resultas de las salpicaduras del mar, pero la tensión y el peligro me estabilizaron. Subí como una ardilla hacia el pico más traicionero, un lugar adonde hasta la fecha había tenido miedo de ir. Las rocas estaban lo bastante afiladas como para hacerme cortes en las manos y dejaba manchas de sangre allí donde pisaba. Di la bienvenida a ese dolor puro y cotidiano. Resultaba ridículo lo fácil que era de soportar.

Alcancé la cima, un descuidado montón de rocas desgastadas amontonadas al borde del precipicio, y permanecí de pie sobre ella. Mientras efectuaba el ascenso se me había ocurrido una idea temible y temeraria.

Me puse de cara al mar y grité al viento arrebatador.

—¡Haechan, Haechan! —El sol estaba en su cenit en ese momento; padre e hijo debían de haber terminado la entrevista hacía mucho tiempo. Inspiré por tercera vez.

—No vuelvas a pronunciar mi nombre.

Me volví hacia él y estuve a punto de perder el equilibrio. Las rocas se me clavaron en los pies y el viento me azotó de firme. Me agarré a un saliente de piedra para sujetarme y alcé la mirada.

Estaba más pálido que de costumbre, la suya era el dorado del primer sol de otoño. Había estirado los labios para exhibir los dientes.

—Eres un idiota, baja de ahí —me instó—Tu estúpida muerte no va a salvarle.

No era tan audaz como me creía. La malicia de su rostro me hizo estremecer, pero me obligué a hablar para preguntar algo que necesitaba saber de él.

—¿Cuánto va a vivir?

Él profirió un sonido similar al aullido de una foca; necesité unos instantes para comprender que era una risotada.

—¿Por qué? ¿Para prepararte? ¿Para intentar evitarlo? —El desdén presidía el semblante del nereida.

—Sí, si puedo —respondí. Soltó otra vez ese sonido—Por favor—Me puse de rodillas—Dímelo, por favor.

La carcajada cesó, tal vez porque me había arrodillado, y el dios me contempló por un momento.

—Mark morirá primero —respondió—Eso es cuanto se me ha dado a conocer.

«Mark».

—Gracias.

El nereida entrecerró los ojos.

—No te atrevas a agradecerme nada. He venido por otra razón—Su voz siseó como el agua vertida sobre carbones al rojo. Yo esperé mirando su rostro, dorado como un resplandor—No va a ser tan fácil como él se cree. Las Moiras han prometido fama, sí, pero ¿cuánta? Mi hijo va a necesitar proteger su honor con extremo cuidado. Es demasiado confiado y los hombres de Hélade son como perros a la greña —soltó con desprecio—No van a tolerar la preeminencia de ningún otro. Yo haré cuanto esté en mi mano, y tú también—Su mirada recayó sobre mis largos brazos y huesudas rodillas—No vas a desacreditarle, ¿lo entiendes?

«¿Lo entiendes?».

—Sí —contesté, y así era. La fama de JaeHyun debía merecer el precio que iba a pagarse por ella, una vida. Una ínfima brisa rozó el dobladillo de la toga de Haechan, lo cual me hizo pensar que estaba a punto de marcharse de regreso a las cuevas del océano. Algo me impulsó a ser audaz y pregunté—: ¿Es Mark un buen soldado?

—El mejor, a excepción de mi hijo —respondió él.

Haechan volvió la mirada hacia la derecha, donde el acantilado caía bruscamente.

—Viene hacia aquí —anunció.

JaeHyun coronó la cima y se acercó a mi posición. Estudió mi rostro y mi piel ensangrentada.

—Te he oído hablar —dijo.

—Con tu padre—respondí.

Se arrodilló y puso uno de mis pies sobre su regazo para luego, con suavidad, limpiar la suciedad y el polvo y retirar los trocitos de roca de las heridas. Rasgó una tira del bajo de su túnica e improvisó un fuerte vendaje para restañar la sangre.

Cerré mi mano sobre la suya y le dije:

—No debes matar a Mark.

Alzó el hermoso rostro realzado por el dorado de sus cabellos para mirarme.

—Mi padre te ha contado el resto de la profecía.

—En efecto.

—Y tú crees que nadie, salvo yo, puede matar a Mark.

—Así es.

—¿Y pretendes ganarle tiempo al destino?

—Sí.

—Ah—Una tímida sonrisa se extendió por su semblante. Siempre le habían encantado los desafíos—Bien, pero ¿por qué iba a matarle? No me ha hecho nada.

Y entonces sentí un atisbo de esperanza por vez primera en mucho tiempo.

⚔️

Zarpamos esa misma tarde, pues ya no había razón para demorarse. El rey de Esciro, siempre consciente de sus deberes, vino al muelle para despedirnos. Los tres nos quedamos allí, hablando con fría formalidad, mientras Doyoung y Kun se encaminaban al barco. Iban a escoltarnos de regreso a Ftía, donde JaeHyun debía reunir sus propias tropas.

Quedaba una cosa pendiente por hacer y yo sabía que JaeHyun no deseaba hacerla.

—Sungchan, Haechan me ha pedido que te transmita su deseo—Un leve temor alteró su semblante, pero le sostuvo la mirada a su yerno.

—¿Es sobre el pequeño?

—Sí.

—¿Y cuál es su voluntad? —inquirió el monarca con precaución.

—Desea educar al niño él mismo—La voz le tembló al ver el rostro del viejo rey—Mi padre dice que va a ser un varón y que lo reclamará cuando esté destetado.

Se hizo el silencio. Sungchan cerró los ojos. Intuí que estaba pensando en su hija, cuyos brazos no iban a poder abrazar ni al esposo ni al hijo.

—Ojalá no hubieras venido —deseó.

—Lo siento —se disculpó JaeHyun.

—Marchaos —susurró el monarca.

Le obedecimos.

⚔️

Navegamos a bordo de una nave de excelente acabado y con una nutrida tripulación. La dotación se movía con calma y competencia. Los cabos de fibras nuevas centelleaban al sol y los mástiles eran tan recientes que parecían árboles vivos. El mascarón de proa era una belleza como no había visto igual en mi vida: una mujer alta de cabellos y ojos oscuros con los dedos de las manos enclavijados como en un gesto de contemplación. Era hermosa, pero discreta. Tenía una barbilla elegante y el pelo recogido en un moño, así que era posible admirar su cuello de cisne. El mascarón estaba pintado de forma primorosa, interpretando a la perfección hasta el menor detalle.

—Estáis admirando a mi mujer, según veo.

Doyoung se unió a nosotros junto a la barandilla, donde apoyó los antebrazos.

—Al principio se negó a permitir que el artista se acercara a ella. Tuve que hacer que la siguiera en secreto. Al final, creo que todo salió bien.

Un matrimonio por amor era tan raro como los cedros del Líbano, y casi me hizo desear que ese hombre me cayera bien, pero ya había visto demasiadas sonrisas suyas.

—¿Cómo se llama? —preguntó JaeHyun por educación.

—Penélope —contestó el príncipe de Ítaca.

—¿Es nueva la nave? —tercié yo. Si él deseaba hablar de su esposa, yo prefería hablar de cualquier otra cosa.

—Sí. Hasta el último tablón está hecho con la mejor madera de Ítaca—Palmeó la barandilla con su manaza como un jinete el flanco de su caballo.

—¿Otra vez te has puesto a alardear de tu nuevo barco? —preguntó Kun, que se acababa de unir a nosotros. Se había recogido los rizos negros con una banda de cuero, lo cual confería a su rostro un aspecto más afilado de lo habitual.

—Sí.

El argivo lanzó un salivazo al mar.

—El rey de Argos está hoy inusualmente elocuente —ironizó Doyoung. JaeHyun no les había visto antes el juego, cosa que yo sí, y su vista iba de uno a otro. Al final, una pequeña sonrisa le curvó la comisura de la boca—Dime —prosiguió Doyoung—¿crees que esa viveza intelectual tuya proviene de que tu padre se comiera los sesos de aquel hombre?

—¿Qué...? —El príncipe de Ftía se quedó boquiabierto.

—¿No conoces la historia del poderoso Tideo, rey de Argos, devorador de cerebros?

—He oído hablar de él, pero nada sobre lo de los cerebros...

—Pensaba hacer pintar la escena en nuestra vajilla —repuso Kun.

Yo había tomado al argivo como el perro de Doyoung en el banquete de Esciro, pero entre los dos hombres había un entusiasmo y un antagonismo tan placentero que solo era posible entre iguales. Y también recordé haber oído el rumor de que Kun era otro favorito de Rosé.

—Recuérdame que no cene en Argos en una buena temporada.

Kun se echó a reír. Era un sonido agradable.

Los dos reyes tenían ganas de hablar y se demoraron junto a la borda con nosotros y empezaron a intercambiar historias de viajes marinos, guerras, pruebas ganadas en un lejano pasado... JaeHyun era un oyente ávido que formulaba una pregunta tras otra.

—¿Dónde te hiciste eso? —Y señaló la cicatriz de la pierna del rey de Ítaca.

—Ah, esa es una historia que sí merece ser contada —repuso el interpelado, frotándose las manos—Pero antes debo hablar con el capitán—Señaló con un ademán al sol, cuya esfera completa colgaba suspendida a poca altura sobre el horizonte—Pronto vamos a tener que detenernos para acampar.

—Yo iré —se ofreció el argivo, incorporándose desde donde se había recostado sobre la borda—He oído esa narración casi tantas veces como la nauseabunda del tálamo nupcial.

—Tú te lo pierdes —gritó Doyoung mientras el otro, ya de espaldas, se alejaba—No le hagáis ni caso. Su esposa es una perra con un mal genio de cuidado capaz de amargarle el carácter a cualquiera, en cambio, la mía...

—Juro que como acabes esa frase te tiro por la borda y tienes que ir a Troya a nado—El vozarrón de Kun recorrió toda la longitud del barco.

—¿Lo veis? —Doyoung meneó la cabeza—Un amargado.

JaeHyun rio, encantado con ambos. Parecía haber olvidado su parte a la hora de desenmascararle y todo cuanto había sucedido con anterioridad.

—¿Por dónde iba?

—La historia de la cicatriz —se apresuró a recordarle JaeHyun.

—Ah, sí, la cicatriz. Cuando tenía trece años...

Observé cómo le cautivaban las palabras del señor de Ítaca. «Es demasiado confiado». Pero no tenía intención alguna de convertirme en el cuervo posado todo el tiempo sobre su hombro que se pone a anunciar desgracias.

El sol se deslizó hasta desaparecer de los cielos y nosotros nos acercamos a una oscura franja de tierra donde teníamos intención de acampar. La nave halló un fondeadero y los marineros la arrastraron sobre la costa para pasar la noche. Luego descargaron los suministros: comida, lechos y tiendas para los príncipes.

Nos instalamos en el campamento dispuesto para nosotros, consistente en un pequeño fuego y un pabellón.

—¿Está todo en orden por aquí? —preguntó Doyoung, que se había acercado.

—Muy bien —contestó JaeHyun, y esbozó una de sus sonrisas fáciles y llenas de honestidad—Gracias.

Doyoung respondió con otra sonrisa que dejó ver sus dientes, cuya blancura se realzó.

—Excelente. Os basta con una tienda, ¿no? Tengo entendido que preferís compartirlo todo, tanto aposentos como sacos de dormir, o eso he oído...

El acaloramiento y la impresión se me subieron a la cara, y oí cómo JaeHyun, que estaba a mi lado, dejó de respirar.

—Vamos, vamos, no hay necesidad de avergonzarse. Es moneda corriente entre los muchachos—Se rascó el mentón con aire evaluador—Aunque ya hace mucho que dejasteis de ser unos niños. ¿Qué años tenéis?

—Eso no es verdad —refuté. Estaba colorado y la sangre de mi rostro prendió fuego a mi voz, que se oyó por toda la playa.

El itacense enarcó una ceja.

—Verdad es lo que los hombres creen y eso es lo que creen de vosotros, pero tal vez anden equivocados. Si ese rumor te preocupa, déjalo atrás cuando te embarques rumbo a la guerra.

—Eso no es de tu incumbencia, príncipe de Ítaca —contestó con voz tensa JaeHyun, enojado.

Doyoung alzó ambas manos en un gesto de disculpa.

—Me excuso si os he ofendido. He venido a desearos buenas noches a ambos y a asegurarme de que todo estaba a vuestro gusto. Príncipe JaeHyun, Taeyong—Hizo una reverencia con la cabeza y regresó a su tienda.

El silencio se instaló entre nosotros dentro de la tienda. Yo me había preguntado cuándo iba a plantearse aquel asunto. Muchos chicos tomaban a otros como amantes, tal y como había dicho Doyoung, pero esas historias terminaban cuando se hacían mayores, a menos que se tratara de esclavos o de mancebos de pago. A nuestros hombres les gustaba conquistar y no confiaban en un hombre que era conquistado.

«No vas a desacreditarle», había dicho Haechan. Y ese era uno de los aspectos a los que se refería, por eso dije:

—Quizá tenga razón.

JaeHyun levantó la cabeza y torció el gesto.

—No es eso lo que piensas.

—Yo no pretendía decir... —Empecé a retorcerme los dedos—Yo seguiría a tu lado, pero podría dormir fuera para que la cosa no resultara tan obvia. Tampoco necesito asistir a tus reuniones y...

—No. A los hombres de Ftía no les preocupa y el resto puede hablar cuanto guste. Seguiré siendo el aristós achaion (El mejor de los griegos).

—Esto podría ensombrecer tu honra.

—Pues entonces ya está hecho—Apretó los dientes con determinación, resuelto—Si dejan que mi gloria suba o baje por esto... son idiotas.

—Pero Doyoung...

Sus ojos verdes como hojas de primavera se encontraron con los míos cuando dijo:

—Les he dado mucho, Taeyong, pero no pienso darles esto.

Y ya no hubo nada más que añadir después de eso.

⚔️

Al día siguiente, cuando Noto, el dios del viento del sur, hinchó nuestra vela, buscamos a Doyoung en la proa.

—Príncipe de Ítaca —le llamó JaeHyun con voz formal; ya no hubo ni una sola de las sonrisas juveniles de la jornada anterior—desearía oírte hablar de Lucas y el resto de los reyes. Me gustaría saber más de los hombres a los que voy a unirme y del príncipe por el que voy a luchar.

—Muy prudente por tu parte, príncipe JaeHyun—Doyoung no efectuó comentario alguno sobre el cambio operado en el príncipe de Ftía, si es que lo notó. Nos condujo hasta unos bancos situados en la base del mástil, justo debajo del vientre inflado de la vela—Bueno, ¿por dónde empiezo? —Se rascó con aire ausente la barbilla—Por un lado, está Johnny, cuyo esposo debemos recuperar. Se convirtió en rey de Esparta después de que Ten le eligiera como esposo. Eso puede contártelo Taeyong. Se le tiene por un buen hombre, valiente en el combate y muy querido por casi todo el mundo. Muchos reyes se han sumado a su causa de buen grado, no solo quienes estaban obligados por el juramento.

—¿Quiénes? —inquirió JaeHyun.

Doyoung empezó a decir los nombres, llevando la cuenta con sus grandes manos.

—Meríones, Baekhyun, Filoctetes. Yuta, bueno, los dos Yuta, el grande y el pequeño—Uno era el tipo a quien yo recordaba del salón de Tindáreo, el hombrón del escudo; no tenía idea alguna de quién podría ser el otro—También debemos incluir allí a Néstor, el viejo rey de Pilos—También me sonaba ese hombre. Había navegado con Jasón, el argonauta, de joven en busca del vellocino de oro. Sus días de guerrero habían quedado atrás hacía mucho, pero acudía a la guerra con su consejo y sus hijos Antíloco y Trasimenes.

Los ojos de JaeHyun se habían oscurecido y su rostro estaba concentrado.

—¿Y qué me dices de los troyanos?

—Está el rey Príamo, por supuesto. Los hombres dicen que tiene cincuenta hijos y que todos han crecido con una espada en la mano.

—¿Cincuenta hijos?

—Y otras tantas hijas. Se le conoce por ser un hombre piadoso y muy querido por los dioses. Todos sus hijos son famosos por derecho propio, desde Hendery, el amado de la diosa Irene y célebre por su belleza, por supuesto, hasta el más joven, que apenas tiene diez años, pero supongo que también será feroz. Se llama Troilo, según creo. Combate a su lado un primo de buena cuna. Se llama Jeno y es hijo de la mismísima Irene.

—¿Y qué hay de Mark? —JaeHyun no le quitaba la vista de encima a Doyoung.

—Es el hijo mayor de Príamo, su heredero, el favorito del dios SiCheng, el más poderoso defensor de Troya.

—¿Qué aspecto tiene?

El príncipe de Ítaca se encogió de hombros.

—Ni idea. Se cuenta que es fuerte, pero eso es lo que se dice de la mayoría de los héroes. Tú le conocerás antes que yo, así que serás tú quien me lo cuente.

JaeHyun entrecerró los ojos.

—¿Por qué dices eso?

Doyoung compuso un gesto seco antes de responder:

—Soy un soldado competente, pero solo eso; estoy seguro de que Kun estaría de acuerdo conmigo. Mis talentos son otros. Yo no sería recordado si me enfrentara con Mark en el campo de batalla, pero tú, por supuesto, eres harina de otro costal. Te harás célebre con su muerte.

Me quedé helado.

—Tal vez sí, pero no veo razón para matarle —replicó JaeHyun con frialdad—No me ha hecho nada.

Doyoung soltó una risilla por lo bajo, como si le hubieran contado un chiste.

—No habría ningún tipo de guerras si los soldados matasen únicamente a quienes les han hecho una ofensa personal, Pelida—Enarcó una ceja—Aunque tal vez no sería tan mala idea, pues en ese mundo quizá fuera yo el aristós achaion, y no tú.

JaeHyun no contestó. Se volvió para mirar el costado de la nave y las olas circundantes. La luz del sol incidía sobre sus mejillas, iluminándolas hasta hacerlas refulgir.

—No me has contado nada de Lucas.

—Sí, el poderoso rey de Micenas—Doyoung volvió a echarse hacia atrás—Vástago orgulloso de la casa de Atreo. Su bisabuelo Tántalo era hijo de Jungwoo. Seguramente has oído su historia.

Todo el mundo conocía el suplicio eterno de Tántalo. Para castigar el desprecio de este hacia los poderes de los dioses, estos le habían arrojado al más profundo foso del inframundo, donde el rey sufría hambre y sed a perpetuidad, mientras había agua y comida justo fuera de su alcance.

—He oído hablar de él —admitió JaeHyun—pero jamás supe cuál fue su delito.

—Bueno... En tiempos del rey Tántalo todos los reinos de la Hélade tenían el mismo tamaño y los reyes vivían en paz, pero Tántalo estaba insatisfecho con su parte y empezó a conquistar por la fuerza los dominios de sus vecinos. Dobló sus tierras, y luego volvió a doblarlas, pero eso no le dejó satisfecho. Su éxito le hizo ser orgulloso y, una vez que hubo vencido a todos cuantos se le enfrentaron, buscó derrotar a los propios dioses, no con las armas, pues no hay mortal capaz de vencer a los dioses en la batalla, sino con la traición. Deseaba demostrar que los dioses no lo sabían todo, pero resultó que sí lo sabían.

»Tántalo convocó a su hijo, Pélope, y le preguntó si deseaba ayudar a su padre. "Por supuesto", respondió Pélope. El padre sonrió, desenfundó la espada y le cortó el cuello de un solo tajo. Después, troceó el cuerpo con cuidado y asó las porciones al fuego—La imagen de la carne del muchacho atravesada por un pincho me revolvió el estómago—Tántalo llamó a su padre, Jungwoo, en el Olimpo y le dijo: "He preparado un festín en tu honor y en el de los tuyos. Apresúrate, pues la carne aún está tierna y fresca". A los dioses les encantan ese tipo de banquetes, pero cuando llegaron, el olor del estofado de carne, normalmente tan jugoso, pareció sofocarles a todos. Jungwoo supo de inmediato lo que había ocurrido, cogió a Tántalo por las piernas y le arrojó al Tártaro, para que allí padeciera un castigo eterno.

El cielo estaba luminoso y la brisa soplaba con fuerza, pero bajo el hechizo de la historia de Doyoung me sentí como si a nuestro alrededor fuera de noche y estuviéramos sentados junto al fuego.

—Después, Jungwoo reunió los trozos del muchacho y les insufló una segunda vida. Pélope se convirtió en rey de Micenas a pesar de ser solo un niño. Fue un magnífico monarca, distinguido por su piedad y sabiduría, aunque padeció muchos sufrimientos durante su reinado. Algunos dijeron que los dioses habían maldecido al linaje de Tántalo, condenándolos a todos a la violencia y al desastre. Los hijos de Pélope; Atreo y Tiestes, nacieron con la ambición del abuelo y cometieron crímenes tan sanguinarios y oscuros como los de Tántalo. Una hija violada por su padre, un hijo cocinado y devorado... y todo ello en medio de una enconada rivalidad por el trono.

»La fortuna de la dinastía únicamente parece haber cambiado ahora, gracias a la virtud de Lucas y Johnny. Los días de la guerra civil han terminado y Micenas prospera bajo el justo gobierno de Lucas. Se ha ganado un merecido renombre por su habilidad en el manejo de la lanza y la firmeza de su liderazgo. Tenemos mucha suerte de que sea nuestro general.

Yo pensaba que JaeHyun había dejado de escuchar hacía mucho, pero se volvió al oír aquello con gesto de pocos amigos y precisó:

—Todos somos generales.

—Claro —convino Doyoung—pero vamos a enfrentarnos al mismo enemigo, ¿no? Veintitantos generales en la batalla significarían caos y derrota—Hizo una mueca—Sabes cómo somos cuando estamos juntos, acabaríamos matándonos entre nosotros en vez de a los troyanos. El éxito en una guerra como esta pasa por estar todos unidos en un único propósito y encauzar las voluntades para ser una única lanza en vez de mil alfileres. Tú guiarás a los de Ftía y yo a los itacenses, pero debe haber alguien que nos emplee a cada uno dentro de nuestras habilidades, por muy grandes que sean estas —concluyó, señalando a JaeHyun con un gentil ademán.

Pero el príncipe de Ftía ignoró el cumplido. El sol poniente proyectaba sombras sobre su rostro y le iluminaba unos ojos categóricos y acerados.

—Voy por libre voluntad, príncipe de Ítaca. Aceptaré el consejo de Lucas, mas no sus órdenes. Espero que comprendas esto.

El interpelado sacudió la cabeza.

—Los dioses nos salven de nosotros mismos. No ha empezado la batalla y ya nos estamos preocupando por los honores.

—Yo no estoy...

Doyoung movió una mano.

—Créeme, Lucas comprende la enorme valía de tu incorporación a su causa. Fue el primero en desear que vinieras. Serás recibido en nuestro ejército con toda la pompa que pudieras desear.

JaeHyun no se refería exactamente a eso, pero le andaba cerca. Me alegró oír el grito del vigía, anunciando que había avistado tierra a proa.

Esa noche, después de apartar los platos de la cena, JaeHyun se tendió de espaldas sobre la cama.

—¿Qué piensas de esos hombres que hemos conocido?

—No lo sé.

—Estoy contento de que al menos Kun se haya marchado.

—También yo—Nos habíamos separado: el rey argivo se quedó en un cabo de la costa septentrional de Eubea, donde iba a esperar a sus tropas, procedentes de Argos—No me fío de ellos.

—Supongo que pronto sabremos cómo son —comentó JaeHyun.

Permanecimos en silencio, dándole vueltas a todo aquello, mientras escuchábamos el apenas perceptible repiqueteo de las gotas de lluvia en el techo de la tienda, pues fuera había empezado a chispear.

—Doyoung predijo tormenta para esta noche.

Una tormenta en el Egeo desaparecía tan deprisa como se desataba. Nuestro barco estaba varado a salvo en la playa y al día siguiente ya estaría despejado.

JaeHyun me estaba mirando.

—Siempre tienes revuelto el pelo aquí—Me tocó la cabeza justo detrás de la oreja—Creo que nunca te he dicho lo mucho que eso me gusta.

Se me erizó el cabello allí donde sus dedos me habían tocado.

—No —respondí.

—Lo hice—Deslizó la mano hacia la base de mi cuello y acarició la vena que discurría por el mismo—¿Y qué me dices de esto? ¿Te he dicho lo que me parece? Justo ahí...

—No.

—Entonces, seguramente esto... —Movió las manos sobre los músculos de mi pecho, calentando la piel con su tacto—¿Te he hablado de esto?

—Algo me dijiste—Contuve un poco la respiración al hablar.

—¿Y qué me dices de esto? —Su mano se demoró sobre mis caderas, acercándose a la línea de los muslos—¿Lo he mencionado?

—Sí.

—¿Y te he hablado de esto...? Seguro que sí, no me habría olvidado—Esbozó su sonrisa gatuna—Dime que no.

—No te olvidaste.

—Ni tampoco de esto—Ahora su mano era incansable—Sé que te he hablado de esto.

Cerré los ojos y pedí:

—Dímelo otra vez.

Después, JaeHyun se durmió a mi lado y llegó la tormenta vaticinada por Doyoung; zarandeó con fuerza las paredes de tosca lona de la tienda. Escuché el chapaleteo de las olas sobre la arena, acercándose una y otra vez. Él se removía y el aire del interior de la tienda con él, impregnando el ambiente con su suave aroma a musgo. «Es esto lo que voy a echar de menos. Me mataré antes que perderlo», pensé, y luego me pregunté: «¿Cuánto tiempo tenemos?».

⚔️

Polutropos: es una palabra compuesta: polus («muchos»), y tropos («formas», «maneras»), Dongs polutropos sería «Doyoung, el de los muchos tropos», el de losmuchos recursos y tretas, pues era un experto en urdir falsedades verosímiles para engañar a sus rivales.

Las Morias: Personificaciones del destino.

16

Arribamos a Ftía al día siguiente. El sol estaba justo en el meridiano y JaeHyun y yo lo contemplábamos desde cubierta.

—¿Ves eso?

—¿El qué...? —pregunté con perplejidad, pues veía mucho mejor que yo.

—La costa... Resulta extraño.

Vimos el motivo cuando estuvimos más cerca: la orilla era un hervidero de gente que se empujaba con impaciencia y estiraba el cuello para mirar en nuestra dirección. Y luego estaba ese sonido, aquel rugido que en un principio parecía proceder de las olas o de la nave al henderlas, pero fue haciéndose cada vez mayor a cada golpe de remo hasta que al fin comprendimos que se trataba de voces, y luego de palabras que se repetían una y otra vez sin cesar.

—¡Príncipe JaeHyun, aristós achaion!

Cuando la nave llegó a la playa, cientos de personas alzaron las manos y prorrumpieron en vítores. El golpe de la plancha al caer sobre la piedra, las órdenes de los marinos y todos los demás sonidos quedaron sofocados por el griterío. Nos quedamos mirando, estupefactos.

Probablemente, ese momento cambió nuestras vidas. No fue en Esciro ni tampoco en Pelión, sino allí cuando empezó a comprender la gloria y la grandeza que ahora y siempre iban a acompañarle. JaeHyun había elegido convertirse en leyenda y aquel era el comienzo. Vaciló y me tocó la mano con la suya donde la multitud no podía verlo.

—¡Ve! —le urgí—Te están esperando.

Él dio un paso sobre la plancha y alzó un brazo a modo de saludo. El gentío rugió de tal modo que me dio miedo de que se abalanzaran sobre el barco, pero los soldados se adelantaron y rodearon la pasarela, formando un pasillo entre la muchedumbre.

JaeHyun se volvió hacia atrás y me dijo algo imposible de oír en medio de aquel tumulto, pero le entendí. «Ven conmigo». Asentí y echamos a andar. La multitud se agolpaba contra la barrera de soldados a ambos lados. Al final del pasillo se hallaba Taeil, nos aguardaba con el rostro lloroso, pero no hizo intento alguno de enjugarse las lágrimas. Atrajo a su heredero y le abrazó durante largo tiempo antes de soltarle.

—Nuestro príncipe ha regresado —anunció Taeil con voz más grave de lo que yo le recordaba, era resonante y llegaba lejos, haciéndose oír por encima de la cháchara del gentío, que se había callado con el fin de oír las palabras de su rey—Ante todos vosotros doy la bienvenida a mi muy amado hijo y único sucesor del reino. Él os conducirá a la gloria en Troya y regresará victorioso a casa.

Me quedé helado a pesar del fuerte sol. «Él jamás volverá a casa», pero eso Taeil aún no lo sabía.

—Es un hombre adulto, un semidiós. ¡Aristós achaion!

Ahora no había tiempo para pensar en ello. Los soldados empezaron a golpear los escudos con las lanzas, las mujeres chillaron y los hombres aullaron. Logré atisbar el semblante de JaeHyun: estaba asombrado, pero no disgustado. Noté que tenía un aspecto diferente: echaba hacia atrás la espalda y mantenía las piernas firmes. Parecía algo mayor y también más alto, aun cuando no sabría decir cómo era eso posible. Se inclinó para decir algo al oído de su padre, mas no pude oír lo que le decía. Un carro nos aguardaba: nos subimos al mismo y observamos el flujo de gente que dejamos en la playa.

Criados y miembros del séquito revolotearon a nuestro alrededor desde que entramos en palacio. Nos concedieron un momento para comer y beber el refrigerio que nos pusieron en las manos y luego fuimos conducidos al patio de palacio, donde nos esperaban dos mil quinientos hombres que en cuanto nos acercamos alzaron sus escudos rectangulares, refulgentes como caparazones, en señal de saludo a su nuevo general. Aquello era lo más extraño de todo: ahora él era su comandante. Se esperaba de él que los conociera a todos: sus nombres, las armaduras, las historias. «Ya no me pertenece a mí solo», dije para mí.

Ni siquiera podría decir si estaba nervioso. Le observé mientras los saludaba y pronunciaba palabras vibrantes que les hicieron erguirse aún más. Los soldados sonrieron, encantados hasta con el último centímetro de aquel príncipe prodigioso: cabellos deslumbrantes, manos letales, pies ágiles. Se inclinaban hacia él como las flores hacia el sol, ávidos de recibir su brillo. Era lo que había dicho Doyoung una vez: él tenía luz suficiente para hacerles héroes a todos.

⚔️

Nunca nos quedamos a solas. Siempre requerían su presencia para algo, el examen de los enrolamientos y el número de los mismos, su consejo sobre las vituallas y la lista de las levas. El viejo consejero de su padre, YangYang, nos acompañaba a todas partes, pero había mil preguntas que el príncipe debía responder. ¿Quiénes iban a ser sus capitanes? ¿Cuántos iba a tener? Él hizo cuanto estuvo en su mano y luego anunció:

—Confío la solución de estas cuestiones a la experiencia de YangYang. Detrás de mí oí el suspiro de una esclava. Era bien parecido y gentil.

JaeHyun sabía que yo no tenía nada que hacer allí y, cuando se volvía hacia mí, ponía cara de disculpa. Él se aseguraba de poner las tablas donde pudiera verlas o de pedir mi opinión, pero yo no se lo ponía fácil al quedarme en la retaguardia, indiferente y en silencio.

Pero ni siquiera así lograba escapar.

El interminable charloteo de los soldados se colaba por todas las ventanas.

Fanfarroneaban, hacían instrucción y aguzaban la punta de las lanzas. Habían empezado a llamarse los mirmidones, los hombres hormiga, un viejo y honorable apodo. Eso fue otra cosa que tuvo que explicarme JaeHyun: Jungwoo creó a los primeros ftíos a partir de hormigas, según la leyenda. Les observé desfilar, una fila jovial tras otra. Les vi soñar con el botín que iban a traer a casa y con el triunfo. Esos sueños no tenían cabida para nosotros.

Comencé a rezagarme. Cuando los cortesanos le conducían hacia delante, encontré una razón para quedarme por detrás: un picor y una correa suelta del calzado. Ellos se apresuraron a seguir, como era obvio, doblaron una esquina y de pronto me dejaron completamente solo, por suerte. Seguí unos corredores sinuosos que tan bien conocía desde hacía tantos años y llegué muy agradecido a nuestro cuarto vacío, donde me tumbé sobre las frías losas de piedra del suelo y cerré los ojos. No podía dejar de darle vueltas al final de todo aquello. ¿Cómo concluiría? Una lanzada. A punta de espada. Aplastado por un carro de guerra. El rápido e irrestañable desangramiento...

Una noche de la segunda semana, mientras yacíamos medio dormidos, le pregunté:

—¿Cómo piensas contárselo a tu padre...? Me refiero a la profecía—Las palabras sonaron muy audibles en el silencio de la medianoche.

Se quedó quieto durante unos instantes, pero luego respondió:

—Dudo que vaya a hacerlo.

—¿Jamás?

—Él no puede hacer nada —dijo, negando con la cabeza—Saberlo solo le haría sufrir.

—¿Y qué hay de Haechan? ¿No se lo dirá?

—No. Esa es una de las cosas que le hice prometerme ese último día en Esciro.

Fruncí el gesto. Hasta ese momento no me había contado nada.

—¿Y qué otras cosas le pediste?

Le vi vacilar, pero nosotros no nos mentíamos, nunca lo habíamos hecho.

—Le pedí que te protegiera... después.

Me quedé mirándole con la boca seca.

—¿Y qué te dijo él?

Se produjo otro silencio y luego, en voz tan baja que pude imaginar el color rojo de la vergüenza coloreando sus mejillas, me respondió:

—Me dijo que no.

Se quedó dormido y yo permanecí despierto con la vista fija en las estrellas, reflexionando acerca de todo aquello. Él había pedido protección para mí y saberlo disipaba en parte la frialdad de aquellos días en el palacio, cuando a él se le requería en todo momento y a mí nunca.

La respuesta del dios no me preocupaba, pues no necesitaba a Haechan para nada.

No tenía pensado seguir viviendo tras la muerte de JaeHyun.

⚔️

Transcurrieron tres semanas durante las cuales hubo que organizar a los soldados, equipar una flotilla, guardar vituallas y ropas que debían durar hasta el final de la guerra, un año o tal vez dos, pues los asedios solían ser prolongados.

Taeil no dejaba de insistir en que JaeHyun debía equiparse con lo mejor. Se gastó una pequeña fortuna en armaduras y llevó más equipo del que necesitarían seis hombres. Había petos de bronce con tallas de leones y un fénix resurgiendo, cnémidas de cuero endurecido con cintas doradas, cascos con penachos de cola de caballo, una espada plateada, docenas de puntas de lanzas y dos carros de guerra ligeros con los cuales venía un equipo de cuatro caballos entre los que figuraban los que los dioses habían regalado a Taeil con ocasión de su boda, Janto y Balio, también llamados Dorado y Moteado. Se impacientaban enseguida cuando no estaban libres para correr a su antojo y ponían los ojos en blanco. También nos facilitaron un auriga, un joven de nuestra edad, pero de recia constitución y, según se decía, muy ducho con los caballos obstinados que respondía al nombre de XiaoJun.

Y finalmente, el último de todos los presentes: una larga lanza hecha con un fresno joven, pulida hasta relucir como una llama agrisada.

—La manda Quirón —dijo Taeil mientras se la entregaba a su hijo.

Nos inclinamos para observarla y recorrimos su superficie con los dedos por si resultaba posible captar un posible atisbo de la presencia del centauro. Quirón debía de haber necesitado semanas de habilísima talla para conseguir un resultado tan soberbio. ¿Conocía el destino de su pupilo o solo lo presentía? ¿Estaba al tanto de algún detalle de la profecía que se cernía sobre JaeHyun ahora que yacía solo en su cueva de paredes rosadas? Tal vez se había limitado a asumirlo con la amargura de la costumbre: otro chico adiestrado en la música y en la medicina era enviado para la matanza.

Aun así, aquella hermosa lanza había sido hecha con amor y no con amargor. Su forma estaba hecha para que únicamente encajara con la mano de JaeHyun, y solo alguien de su fuerza sería capaz de manejar. Y aunque la punta era afilada y resultaba letal, la madera en sí misma se deslizaba bajo nuestros dedos como el esbelto y aceitado puntal de una lira.

Por último, llegó el día de la partida. Nuestro barco era precioso, más hermoso aún que el de Doyoung; estaba pensado para cortar las olas, por eso era fino como una punta de cuchillo y de líneas elegantes. Se hundió bastante en las aguas conforme lo fueron cargando con las reservas de comida y otros pertrechos.

Pero solo era el buque insignia. Junto a él iban a navegar otros cuarenta y nueve. Toda una ciudad de madera se bamboleaba con suavidad en las aguas del puerto de Ftía. Sus refulgentes mascarones de proa constituían un bestiario de animales, ninfas y criaturas a medio camino entre ambas, y sus mástiles eran tan altos como los árboles de donde provenían. Al mando de cada una de esas naves iba uno de los recién nombrados capitanes, que ahora permanecían en formación, saludando mientras nosotros ascendíamos por la rampa de camino a la nave capitana.

JaeHyun iba en primer lugar con la capa púrpura agitada por la brisa marina; detrás marchaba YangYang, y a su lado iba yo, con una capa nueva cosida por mí mismo, sosteniendo el brazo para que no se cayera. El pueblo nos vitoreó a nosotros y a los soldados que llenaban los barcos a rebosar. A nuestro alrededor todos gritaban las últimas promesas sobre la gloria y el oro que íbamos a conseguir y traer a casa desde la rica ciudad del rey Príamo.

Taeil permaneció de pie en la orilla del puerto con una mano alzada en señal de despedida. JaeHyun hizo honor a su palabra y no le habló de la profecía; se limitó a abrazarle con tal fuerza que parecía que iba a quedarse pegado a su piel. También yo había abrazado a aquel hombre de miembros finos y alargados. «JaeHyun se parecerá a él cuando se haga mayor», dije para mis adentros. Y entonces me acordé de que él jamás iba a envejecer.

Los tablones de a bordo aún estaban pegajosos a causa de la resina recién aplicada, pero aun así nos apoyamos en la borda para agitar las manos y, con la madera de la barandilla, caliente por efecto del sol, clavada en las tripas, nos despedimos por última vez. Los marinos levaron el ancla cuadrada llena de percebes e izaron la vela. Después se sentaron en los bancos y empuñaron los remos que orlaban la nave como si fueran pestañas a la espera de la señal. Los tambores empezaron el redoble y los remos subieron y bajaron para llevarnos a Troya.

⚔️

Aristós achaion: El mejor de los griegos.

Dorado y Moteado: El significado posible de Janto y Balio era «dorado» y «moteado» respectivamente

17

Pero nuestro primer destino fue Áulide, ciudad portuaria situada en el estrecho de Euripo. Consistía en una lengua de tierra de lo más adecuada por tener la suficiente línea costera para poder varar todas nuestras naves a la vez. Era quizá también un símbolo: el poder visible de la Hélade ofendida.

Tras cinco días de ir dando tumbos sobre la mar picada junto a la costa eubea, rodeamos el último obstáculo del sinuoso estrecho y vimos aparecer Áulide. La escena se presentó a nuestros ojos de sopetón, como si hubieran retirado un velo; era una costa atestada de embarcaciones de todo tamaño, forma y color, cuya playa aparecería alfombrada por un alternante tapete de miles de hombres detrás de los cuales podía verse la parte superior de las tiendas, que se prolongaban hasta el horizonte. Nuestros hombres se afanaron en los remos y nos condujeron hasta el último rincón vacío de la atestada playa, lo bastante grande para dar cabida a nuestra flotilla. Poco después, cincuenta anclas fueron arrojadas desde la popa de otras tantas naves.

Resonaron los cuernos. Los mirmidones de otras naves ya habían empezado a avanzar entre las olas hacia la playa, nos rodearon con sus albas túnicas hinchadas por el viento y los dos mil quinientos guerreros se pusieron a corear el nombre de su príncipe a una señal imperceptible a nuestros ojos.

—Jae-Hyun

Se volvieron a mirar espartanos, argivos, micénicos y todos los demás hombres situados a lo largo de la costa. La noticia corrió por las filas como si de una ola se tratase, y unos decían a otros:

—Ha venido JaeHyun.

Vimos congregarse a reyes y reclutas cuando los marinos colocaron la pasarela para bajar a tierra. Los soberanos estaban demasiado lejos para que pudiera verles el semblante, pero sí reconocí los penachos exhibidos por sus escuderos delante de ellos: el estandarte amarillo de Doyoung, el azul de Kun, y detrás el más grande y deslumbrante, un león sobre un fondo púrpura, el símbolo de Lucas y de Micenas.

JaeHyun contuvo el aliento y me miró. La bulliciosa multitud de Ftía no era nada en comparación con aquello, pero estaba preparado, lo advertí por el modo en que sacaba pecho y el fiero brillo de sus ojos verdes. Anduvo hacia la pasarela y se detuvo en lo alto. Los mirmidones avivaron los gritos y ahora no gritaban solos, otros muchos ocupantes de la playa se unieron a ellos. Un capitán mirmidón de amplio pecho puso las manos a modo de bocina delante de la boca y gritó:

—Príncipe JaeHyun, hijo del rey Taeil y el dios Haechan. ¡Aristós achaion!

El aire cambió como si respondiera a esa voz y abrió un hueco entre las nubes por el que la centelleante luz del sol se derramó sobre JaeHyun, le recorrió el pelo, la espalda, la piel, y lo bañó en oro. De pronto pareció más grande y su túnica arrugada por el viaje marino se estiró hasta ser brillante y blanca como una vela. Sus cabellos se convirtieron en una llamarada vivaz al reflejar aquel resplandor.

Los hombres exclamaron con asombro y al poco estalló otra salva de vítores. «Es cosa de Haechan», pensé. No podía ser obra de nadie más. El nereida estaba forzando los límites de la divinidad para propiciar la causa de su retoño y la estiraba como si fuera nata sobre cada centímetro de la piel de JaeHyun. Estaba dispuesto a ayudar a que su hijo consiguiera la máxima fama posible, obtenida a tan alto precio.

Acerté a ver el atisbo de una sonrisa en la comisura de su boca. JaeHyun disfrutaba de todo aquello, saboreaba la adoración rendida por la multitud. Más tarde me confió que él no sabía qué había pasado, pero cuando yo le comenté mi hipótesis, él no la cuestionó ni le extrañó.

La tropa le abrió un camino entre sus filas para dejarle pasar hasta el corazón de la muchedumbre, donde le esperaban los reyes. Cada nuevo príncipe debía presentarse ante sus pares y el nuevo comandante. Ahora le tocaba a JaeHyun. Descendió por la pasarela en cuatro zancadas y pasó entre las filas de hombres, deteniéndose a diez pies de los monarcas. Yo estaba unos metros por detrás de él.

A pie firme nos estaba esperando Lucas, el de la nariz curva y puntiaguda como el pico de un águila. Los ojos reflejaban su inteligencia y chispeaban de codicia. Era de pecho amplio y constitución robusta. Tenía aspecto de ser un veterano curtido, pero también más mayor de la cuenta, aparentaba más edad que los que sabíamos que tenía. A su izquierda se hallaba Johnny, rey de Esparta y causa de la guerra. Había mechones grises enhebrados a los cabellos de intenso color rojo que yo recordaba. Se parecía a su hermano: era alto y ancho de hombros, fuerte como una yunta de bueyes. Tenía los ojos negros de su familia, pero tenía una nariz menos curva. Era un hombre sonriente y de facciones agraciadas, cosa que no podía decirse de su pariente.

El único otro rey a quien pude identificar con seguridad era Néstor, el anciano de ojos agudos, mentón cubierto por una rala barba de pelo blanco y rostro consumido por la edad. Era el más anciano de los mortales vivos, según se decía, un astuto superviviente de mil escándalos, batallas y levantamientos. Gobernaba el arenoso dominio de Pilos, a cuyo trono aún se aferraba con tenacidad para decepción de las docenas de hijos que habían envejecido más y más, mientras que él, en vez de morirse, seguía engendrando hijos de sus bien afamadas entrañas. Dos de esos descendientes le sostenían por los brazos para mantenerle firme, apartando a empellones a otros soberanos para hacerle un sitio en la parte delantera de la playa. Se quedó boquiabierto y perdió el aliento de entusiasmo cuando nos vio. Le encantaban las conmociones.

Lucas se adelantó un paso, abrió los brazos en ademán de bienvenida y permaneció con gesto majestuoso a la espera de venias, reverencias y juramentos de lealtad como los que él había hecho. Ahora le correspondía a JaeHyun ponerse de rodillas y ofrecerlas.

Pero el recién llegado no se arrodilló ni saludó a voz en grito al gran rey, tampoco inclinó la cabeza ni le ofreció un regalo. No hizo nada, salvo permanecer erguido delante de todos con el mentón alzado con orgullo.

Lucas apretó los dientes. Parecía un idiota, allí, con los brazos extendidos, y él lo sabía. Mi vista recayó sobre Doyoung y Kun, que echaban chispas por los ojos. A nuestro alrededor se extendió un silencio de lo más incómodo y los hombres intercambiaron miradas.

Puse los brazos a la espalda y entrelacé las manos mientras observaba la jugada de JaeHyun. Su semblante parecía tallado en piedra mientras enviaba su mensaje al rey de Micenas. «No me das órdenes». El silencio se prolongó más y más, doloroso, expectante, como un cantante que alarga demasiado el final de una frase.

JaeHyun rompió a hablar justo cuando Doyoung se adelantaba para intervenir.

—Soy JaeHyun, hijo de Taeil, hijo de dioses, el mejor de los griegos. He venido a traeros la victoria.

La sorpresa silenció a los hombres durante unos instantes, pero luego rugieron en señal de aprobación, y a todos nos invadió el orgullo. Nuestros héroes nunca eran modestos.

—Lucas, líder de hombres, hemos traído al príncipe JaeHyun para que se comprometa a ayudar —dijo Doyoung, cuya mirada advirtió a JaeHyun. «No es demasiado tarde», venía a decir, pero el príncipe de Ftía se limitó a sonreír y se adelantó un paso para zafarse de la mano del itacense.

—He venido por voluntad propia para ofrecer mi ayuda a tu casa —anunció a grito pelado. Después, se volvió hacia el gentío circundante, y siguió—: Me honra luchar junto a tantos nobles guerreros de nuestros reinos.

Eso levantó otra ovación, prolongada y ruidosa, que tardó varios minutos en apagarse. Finalmente, el comandante en jefe habló desde el paraje pétreo de su semblante con la paciencia del veterano que ha peleado duro para ganar.

—Desde luego, tengo el mejor ejército del mundo, y te doy la bienvenida a él, príncipe de Ftía—Esbozó una abrupta sonrisa—Lástima que hayas tardado tanto en venir—Había una acusación implícita en esas palabras, pero JaeHyun eligió no responder, y Lucas empezó a hablar de nuevo, alzando la voz para hacerse oír por todos—Ya nos hemos demorado bastante, hombres de Hélade. Mañana zarpamos hacia Troya. Retiraos a vuestras tiendas y preparaos.

Entonces, se volvió con determinación y se dirigió hacia la orilla caminando a grandes trancos.

Los reyes pertenecientes al círculo íntimo de Lucas le siguieron, dispersándose en dirección a sus barcos. Figuraban entre ellos Doyoung, Kun, Néstor, Johnny, y algunos más. No obstante, otros se demoraron para tener ocasión de saludar al nuevo héroe: el tesalio Eurípilo, Antíloco de Pilos, el cretense Meríones y el médico Podalirio.

Hombres de los más lejanos países de la Hélade habían acudido allí atraídos por la promesa de gloria u obligados por un juramento; muchos de ellos estaban allí desde hacía meses a la espera de que los rezagados del ejército se fueran incorporando y, según dijeron, mirando a JaeHyun furtivamente, tras ese tedio agradecían cualquier distracción inofensiva, en especial si era a costa de...

—Disculpa la intrusión, príncipe JaeHyun —interrumpió YangYang—pensé que te gustaría saber que nuestro campamento está preparado—Hablaba envarado a causa de la desaprobación, pero allí, delante de todos los demás, no iba a pronunciar censura alguna.

—Gracias, honorable YangYang —repuso JaeHyun—¿Me disculpáis si...?

Todos le disculparon, por supuesto, se verían más tarde o al día siguiente. Vendrían con su mejor vino para brindar juntos. JaeHyun prodigó apretones de manos, prometiendo que así sería.

⚔️

De vuelta al campamento, los mirmidones pululaban a nuestro alrededor con fardos de equipaje, vituallas, postes y tiendas. Un hombre con los colores de Johnny se aproximó a nosotros e hizo una reverencia.

—El rey no puede venir —se disculpó, pero había enviado al heraldo para darnos la bienvenida. JaeHyun y yo intercambiamos una mirada elocuente. Era una inteligente jugada diplomática. No venía él en persona porque no nos habíamos hecho amigos de su hermano, pero, aun así, daba la bienvenida al mejor de los griegos.

—Un hombre que juega a dos bandas —le susurré a JaeHyun.

—Y que no puede permitirse el lujo de ofenderme si quiere recuperar a su esposo—replicó él, también en voz baja.

El acantonamiento principal era un caos vertiginoso, una locura en acción: el tremolar de las enseñas, las ropas tendidas en cuerdas y los laterales de las tiendas se entremezclaban con el movimiento apresurado de miles y miles de hombres. Detrás del campamento se hallaba el río, donde podía verse la marca que indicaba el máximo nivel del caudal de agua alcanzado al principio, cuando las tropas acababan de llegar; y luego estaba el ágora, el centro del mercado, con un altar y un podio improvisado; y al final del todo estaban las letrinas, unas largas zanjas a cielo abierto siempre repletas de hombres.

Nos observaban allá donde fuéramos; yo también vigilaba estrechamente a JaeHyun, a la espera de ver si Haechan volvía a hacer que su pelo brillara más o le hinchaba los músculos. Si lo hizo, no me percaté; toda la gracia que vi era suya: sencilla, sin adornos, gloriosa. Saludaba con la mano a los hombres que no le quitaban la vista de encima; les sonreía y los saludaba al pasar. Yo escuchaba las palabras pronunciadas desde detrás de las barbas desgreñadas, los dientes rotos y las manos encallecidas.

Aristós achaion.

¿Era tal y como habían prometido Doyoung y Kun? ¿Creían que esos miembros finos podrían repeler a un ejército troyano? ¿Podría ser un muchacho de diecisiete veranos el más grande de nuestros guerreros? Y mirara donde mirase, al mismo tiempo que veía esas preguntas, veía también las respuestas. «Sí», se decían unos a otros, «sí, sí».

18

Aquella noche me desperté con la respiración entrecortada. La sudación me había empapado y dentro de la tienda reinaba un calor opresivo. JaeHyun dormía junto a mí con la piel tan húmeda como la mía.

Salí al exterior en busca de un soplo de brisa marina, pero allí el aire también era pesado y húmedo. Reinaba una quietud de lo más anómala. No escuchaba el flamear de las lonas de las tiendas ni el cascabeleo de algún arnés mal sujeto. Incluso el mar permanecía en silencio, como si las olas hubieran dejado de golpear contra la orilla. Más allá de los rompientes, estaba tan liso como un espejo de bronce pulido.

«No hay viento», comprendí. Eso era de lo más extraño. A mi alrededor no se movía el aire, no soplaba ni un atisbo de brisa. Recuerdo que pensé: «Mañana no podremos zarpar si esto sigue así».

Agradecí el frescor del agua cuando me lavé la cara; regresé junto a JaeHyun e intenté conciliar otra vez un sueño intranquilo.

⚔️

A la mañana siguiente ocurrió lo mismo. Me desperté bañado en sudor, con la piel rugosa y cuarteada. Bebí de muy buen grado el agua que nos trajo XiaoJun. JaeHyun se despertó, se pasó una mano sobre la frente empapada y torció el gesto. Se marchó fuera de la tienda para regresar enseguida.

—No hay viento. Yo asentí.

—Hoy no vamos a irnos.

Nuestros remeros eran hombres vigorosos, pero ni siquiera ellos tenían fuerza para remar todo el día. Necesitábamos viento favorable para ir a Troya.

Y no sopló durante esa mañana, ni aquella noche, ni al día siguiente, ni al otro. Lucas se vio obligado a comparecer en el ágora para anunciar un nuevo retraso.

—Nos iremos en cuanto sople el viento —prometió.

Pero el aire no regresó. Estábamos acalorados todo el tiempo y el aire era tan abrasador como el roce de las llamas, por lo que teníamos los pulmones en carne viva. Hasta entonces no había sabido lo achicharrante que podía ser la arena ni la aspereza de las mantas. Enseguida se caldearon los ánimos y estallaron las primeras peleas.

Empezamos a preocuparnos con el correr de los días: dos semanas sin viento era algo antinatural, pero Lucas seguía sin hacer nada.

—Voy a hablar con Haechan—acabó por decir JaeHyun.

Me senté en la tienda a sudar y esperarle mientras se entrevistaba con él. A su regreso, me informó:

—Me dice que es cosa de los dioses.

Pero Haechan no supo, o no quiso, decirle de qué numen en concreto se trataba.

Nos fuimos a ver al jefe de las tropas. Tenía la piel roja de tantos sarpullidos como le habían salido por culpa de la canícula y estaba enfadado todo el tiempo y contra todo, el viento, sus tropas inquietas y cualquiera que le diera la menor excusa.

—Mi padre es un dios, como sabes—Lucas casi le bufó, pero Doyoung le puso una mano sobre el hombro para refrenarle—Él dice que esta calma chicha no es natural. Es un mensaje de los dioses.

Lucas no quedó nada complacido al oírlo, nos fulminó con la mirada y nos despidió de su tienda.

Transcurrió un mes, un mes agotador de sueño febril por las noches y días sofocantes. La ira crispaba el semblante de los hombres, pero no estallaron más peleas, pues hacía demasiado calor. Los soldados se tumbaban a la sombra y se odiaban unos a otros.

Al cabo de otro mes todos empezamos a volvernos locos, creo, sofocados bajo el peso de aquel aire inmóvil. ¿Cuánto tiempo más iba a prolongarse aquel suplicio? Eran terribles tanto el cielo resplandeciente que inmovilizaba a nuestra hueste como el calor sofocante que se nos metía en el cuerpo con cada inspiración. Incluso JaeHyun y yo, a la sombra de la tienda y con los muchos juegos disponibles, nos sentíamos desnudos y vapuleados. ¿Cuándo iba a terminarse todo aquello?

Por último, corrió la voz de que Lucas había hablado con Jisung, el sumo sacerdote. Le conocíamos bien, era un tipo que tenía el hábito de sacar la lengua y humedecerse los labios antes de hablar. Lo menos agraciado de todo eran sus ojos, de un azul brillante. La gente se estremecía al verlos. Había algo anormal en ello.

Jisung sostenía que habíamos ofendido a la diosa Joy, aun cuando no era capaz de explicar la causa, y daba la receta habitual: un sacrificio enorme. Se decidió reunir ganado y vino endulzado con miel a la mayor brevedad posible. Lucas anunció en el transcurso de la siguiente reunión de las tropas que había invitado a venir a su hijo con el fin de que le ayudara a realizar los ritos, pues era sacerdote de Joy y el más joven de cuantos se habían ungido. Tal vez él lograra aplacar la ira de los dioses.

Luego nos enteramos de algo más: ese hijo venía desde Micenas para algo más que una ceremonia, lo traían para desposarse con uno de los reyes allí reunidos. Las bodas eran de lo más propiciatorio y complacían a los dioses, tal vez eso ayudara.

El comandante en jefe nos convocó a JaeHyun y a mí a su tienda. Tenía la cara arrugada e hinchada, como suele suceder con quienes no duermen bien. La nariz aún seguía colorada y llena de sarpullidos. A su lado se sentaba Doyoung, tan sereno como de costumbre.

—Te he hecho llamar para hacerte una proposición, príncipe JaeHyun— Lucas se aclaró la garganta—Tal vez hayas oído... que tengo un hijo, Shotaro. Me gustaría que se convirtiera en tu esposo.

Nos miramos fijamente. JaeHyun se quedó boquiabierto, pero logró cerrar la boca.

—Lucas te ofrece un gran honor, príncipe de Ftía —terció Doyoung.

—Sí, y s-se l-lo a-gradezco —tartamudeó con una falta de labia inhabitual en él. Miró al rey itacense y supe lo que le pasaba por la mente. ¿Y qué pasaba con Karina? JaeHyun ya estaba casado, como Doyoung sabía perfectamente.

Pero el rey itacense asintió de forma imperceptible con el fin de que Lucas no le viera. Estaba claro. Íbamos a fingir que la princesa de Esciro no existía.

—Me siento muy honrado de que hayas pensado en mí —repuso JaeHyun, todavía vacilante. Posó en mí sus ojos con una pregunta escrita en las pupilas.

Doyoung lo vio, pues no se le pasaba ni una.

—Por desgracia, solo vais tener una noche para estar juntos antes de que él deba marcharse de nuevo. Aunque, por supuesto, una noche da para que sucedan muchas cosas.

Sonrió. Pero nadie más lo hizo.

—Unos esponsales serán buenos para nuestras familias y para los hombres, o eso creo—Lucas pronunció aquellas palabras con lentitud y sin sostenernos la mirada ni un momento.

JaeHyun permanecía a la espera de mi respuesta. Estaba dispuesto a negarse si yo así lo deseaba. Sentí el escozor de los celos, pero de forma muy leve. «Solo va a ser una noche», pensé para mis adentros. «Ese matrimonio le hará ganar influencia y posición; además, así podrá sellar la paz con Lucas. No va a significar nada». Asentí ligeramente, como había hecho Doyoung.

—Acepto —respondió JaeHyun, ofreciendo la mano—Me enorgullecerá llamarme yerno tuyo.

Lucas tomó la mano del hombre más joven. Yo le observé mientras lo hacía.

Sus ojos eran fríos, casi glaciales. Más tarde me acordaría de aquel detalle.

Se aclaró la garganta por tercera vez antes de decir:

—Shotaro es un buen chico.

—Estoy seguro de que así es. Me sentiré honrado de tenerlo como esposo.

Lucas asintió. Eso era una señal de que debíamos marcharnos, y así lo hicimos. Shotaro. Un nombre de vocalización exigente, evocaba el sonido de los cascos de las cabras sobre las rocas: veloz, encantador, con brío.

⚔️

El muchacho llegó al cabo de unos días con su escolta, una guardia de micénicos de rostro adusto; eran hombres mayores, los que ya no valían para librar una guerra. Los soldados salieron a mirar cuando el carro del principe pasó traqueteando por el camino pedregoso en dirección a nuestro campamento. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que las tropas lo habían visto. Se regalaron los ojos con la curva de su cuello, el atisbo de los tobillos o las manos que alisaban el faldón de su traje. Los ojos castaños le brillaban de entusiasmo: venía a casarse con el mejor de los griegos.

La ceremonia iba a tener lugar en la improvisada ágora, una plataforma cuadrada de tablazón con un altar levantado justo detrás. El carro de guerra dejó atrás la multitud de guerreros y se acercó aún más a la tarima donde la esperaba su padre, flanqueado por Doyoung y Kun. Jisung también rondaba por las inmediaciones. JaeHyun aguardaba junto al estrado en su condición de novio.

Shotaro bajó con paso grácil y se encaminó a la plataforma de madera. Era muy joven, no tendría ni catorce años. Avanzó con un porte a mitad de camino entre la pose de sacerdote y la avidez de un chiquillo. Rodeó el cuello de su padre con los brazos y enlazó las manos entre los cabellos de este. Le susurró algo a Lucas, que se echó a reír. No fui capaz de verle la cara, pero las manazas del guerrero sobre los delicados hombros del muchacho parecían de lo más tenso.

Doyoung y Kun se adelantaron entre sonrisas y reverencias para recibirla. Él les contestó con gracia e impaciencia, buscando con la mirada al marido que le habían prometido. Lo encontró con facilidad y no pudo apartar los ojos del dorado pelo de JaeHyun. Sonrió, contento de lo que veía.

Al apreciar la mirada de Shotaro, JaeHyun se adelantó para reunirse con él, que ahora estaba al borde de la tarima, tan cerca que lo tenía al alcance, y le vi tender una mano hacia los dedos huesudos del muchacho, finos como conchas alisadas por efecto del mar.

En ese instante, el muchacho pareció dar un traspié. Miré a JaeHyun: torció el gesto y recuerdo haberle visto moverse para recogerlo.

Pero él no se caía hacia delante, lo arrastraban hacia atrás, hacia el altar situado detrás de él. Nadie había visto moverse a Kun, pero le había puesto una manaza sobre el delicado cuello y lo sujetaba contra la superficie de piedra del altar. El joven estaba demasiado sorprendido para forcejear, ni siquiera sabía qué sucedía. Su padre sacó del cinto algo que centelleó al sol cuando lo levantó en alto.

El filo del cuchillo cayó sobre la garganta de Shotaro y la sangre manó a borbotones sobre el altar, cayendo también sobre su traje. El pobre intentó hablar, pero, asfixiado, no lo consiguió. El muchacho se retorció y se contorsionó, pero el rey argivo siguió sujetándolo contra el altar. Al cabo de un buen rato sus forcejeos se debilitaron y pateó con menos fuerza, y por último yació inmóvil.

—La diosa ha sido aplacada —anunció Lucas con las manos chorreantes de sangre en medio de un silencio sepulcral.

¿Alguien sabía lo que podría suceder a continuación? El olor metálico y salado de la sangre saturó el aire. Los sacrificios humanos eran una abominación desterrada de nuestras tierras desde hacía mucho. Y se trataba de su propio hijo. Nos quedamos horrorizados y enfadados, llenos de violencia en nuestros corazones.

Entonces, antes de que fuéramos capaces de movernos, sentimos algo en las mejillas. Nos detuvimos, inseguros, y el fenómeno se produjo de nuevo. «El viento», me dije, «sopla viento otra vez». Dejaron de verse mandíbulas tensas y todos se relajaron. «La diosa ha sido aplacada».

JaeHyun parecía petrificado en su posición junto a la tarima. Le tomé del brazo y tiré de él a través del gentío para llevarlo hasta nuestra tienda. La mirada de sus ojos era salvaje y tenía el rostro salpicado con la sangre de Shotaro. Humedecí una tela e intenté limpiársela, pero él me aferró la mano.

—Pude impedirlo —aseguró con voz ronca; estaba pálido—Estaba pegado a él. Pude haberlo salvado.

Negué con la cabeza.

—No podías saberlo.

Hundió el rostro entre sus manos y no dijo nada más. Yo le abracé y en voz muy baja susurré todas las palabras de consuelo que fui capaz de encontrar.

⚔️

Lucas nos convocó a todos otra vez en el ágora después de que se hubo lavado la sangre de las manos y se hubo cambiado la ropa ensangrentada. Nos explicó que Joy estaba contrariada por el derramamiento de sangre que aquel enorme ejército pretendía realizar en tierras troyanas y exigió un pago por anticipado y en especie. El sacrificio de reses no era suficiente. Era necesario inmolar a un virgen, un sacerdote, se requería sangre humana por sangre humana. El hijo mayor del líder era la mejor ofrenda.

Shotaro lo había sabido y había estado de acuerdo, aseguró. La mayoría de los hombres había estado lejos y ninguno había tenido la oportunidad de ver la sorpresa y el pánico en los ojos del muchacho. Por suerte, creyeron la mentira de su general.

Prepararon una pira para Shotaro con madera de ciprés, el árbol de nuestros dioses más oscuros, y la prendieron esa misma noche. Lucas dio orden de abrir un centenar de barriles de vino para celebrar que nos íbamos a Troya con la marea de la mañana. Dentro de nuestra tienda, JaeHyun, con la cabeza recostada en mi regazo, se sumió en el sueño del agotamiento. Yo le acariciaba la frente, observando el temblor de su rostro soñador. En un rincón yacía su ensangrentada túnica de novio. La rabia me henchía el pecho cada vez que la veía o le miraba a él. Aquella era la primera muerte que había visto en mi vida. Levanté la cabeza de JaeHyun de mi regazo y me puse en pie.

En el exterior, los soldados cantaban y gritaban, cada vez más beodos, pues no dejaban de beber. La pira de la playa ardía con fuerza, soltando una humareda que se extendía en alas de la brisa. Pasé junto a hombres de andares inseguros y los fuegos del campamento con paso firme y seguro: sabía muy bien adónde iba.

Había guardias apostados delante de su tienda, pero yacían desplomados en el suelo, semidormidos.

—¿Quién eres tú? —inquirió uno, pero yo pasé junto a él y abrí el faldón de la entrada a la tienda.

Doyoung se volvió. Estaba de pie junto a una mesa con el dedo sobre un mapa junto al cual pude ver el plato de su cena a medio acabar.

—Bienvenido, Taeyong. Todo está en orden, le conozco —le dijo al guardia que farfullaba disculpas detrás de mí. El itacense aguardó a que se hubiera ido el centinela—Se me pasó por la cabeza que tal vez me visitaras.

Solté un bufido de desprecio.

—Da igual lo que pasara, tú dirías que lo habías pensado.

Esbozó una media sonrisa.

—Siéntate si gustas. Estaba terminando de cenar.

—Les dejaste asesinarlo—le espeté.

—¿Y qué te hace pensar que yo habría podido detenerles? —preguntó mientras me acercaba una silla a la mesa.

—Lo habrías hecho si se hubiera tratado de tu hijo—Me sentía como si echara chispas por los ojos, y quise calcinarle con la mirada.

—No tengo ningun hijo—Partió un trozo de pan y lo untó en la salsa hecha con jugo de carne asada.

—Pues tu esposa entonces. ¿Qué habrías hecho de haber sido tu mujer?

El itacense alzó la vista hacia mí.

—¿Qué deseas oírme decir? ¿Que no lo habría hecho en tal caso?

—Sí.

—Pues bien, no, no lo habría hecho. Pero tal vez por eso Lucas gobierna Micenas y yo solo soy príncipe de Ítaca.

Respondía con demasiada facilidad y su paciencia me sacaba de quicio.

—La muerte de Shotaro pesa sobre tu cabeza.

Un gesto seco frunció la comisura de sus labios.

—Me concedes demasiado crédito. Soy un simple consejero, Taeyong, no un general.

—Nos mentiste.

—¿Sobre la boda? Por supuesto, no había otra manera de que Clitemnestra dejara venir al muchacho.

«Se refiere a la madre, que está en Argos». Se me ocurrieron un montón de preguntas, pero conocía bien esa treta suya de desviar la atención. No iba a dejarle que me distrajera de mi rabia. Acuchillé el aire con el dedo índice mientras le acusaba:

—Le habéis deshonrado.

JaeHyun aún no había pensado en el agravio, pues la muerte del muchacho le había apenado demasiado, pero yo sí había reparado en ello. Habían mancillado su honor con aquel engaño.

Doyoung desechó la idea con un ademán.

—Los hombres ya se han olvidado de que él formaba parte de esto. Se olvidaron en cuanto se derramó la sangre del muchacho.

—Te conviene mucho pensar eso.

—Estás enfadado, y no sin razón—El príncipe se sirvió una copa de vino y la bebió—Pero ¿por qué acudes a mí? No sostuve el cuchillo ni retuve al chico.

—JaeHyun quedó cubierto de sangre... El rostro, la boca... —bufé—¿Sabes el efecto que ha causado?

—Se lamenta por no haberlo evitado.

—Por supuesto —le espeté—Apenas puede hablar.

Doyoung se encogió de hombros.

—Tiene un corazón muy tierno. Es una cualidad admirable, sin duda. Si piensas que va a tener menos cargo de conciencia, dile que situé a Kun donde estaba a propósito, para que él se diera cuenta de todo cuando fuera demasiado tarde.

Le aborrecí tanto que no fui capaz de hablar. El itacense se inclinó sobre la silla.

—¿Puedo darte un consejo? Es muy sensible, ayúdale a endurecerse si en verdad eres su amigo. Viaja a Troya para matar hombres, no a ayudarlos—Sus ojos oscuros me retuvieron como una presa a un riachuelo de aguas rápidas—Es un arma, un asesino. No lo olvides. Puedes usar una lanza como cayado para los paseos, pero eso no va a cambiar su naturaleza.

Esas palabras me dieron un poco de aliento y pude farfullar:

—Él no es ningún...

—Lo es. El mejor campeón de cuantos han forjado los dioses, y es hora de que lo sepa, y también tú. Si hasta ahora no has oído nada de cuanto he dicho, escucha esto al menos. No lo digo con malicia.

Yo no era rival para él y sus palabras se clavaban como púas, sin que hubiera forma de arrancarlas.

—Te equivocas —le dije.

Doyoung no me contestó, se limitó a mirarme mientras me daba la vuelta y huía de su lado en silencio.

19


Nos marchamos a primera hora del día siguiente con el resto de la flota. La playa de Áulide pareció extrañamente desnuda cuando la contemplamos desde la popa. Las únicas evidencias de nuestra estancia eran las zanjas de las letrinas y las cenizas blancas de la pira de Shotaro.

Nada más despertar aquella mañana le había contado a JaeHyun lo que me dijo Doyoung, que él no podía haber visto a tiempo a Kun. Me escuchó con desgana. Tenía grandes ojeras a pesar de haber dormido mucho.

—Es lo mismo. Él ha muerto.

Al zarpar, caminó por cubierta detrás de mí. Yo le mostré cosas para animarle, como los delfines que iban junto a nosotros o las nubes cargadas de lluvia que se formaban en el horizonte, pero estaba apático y me escuchaba solo a medias. Más tarde le sorprendí practicando movimientos de combate y golpes de espada con cara de pocos amigos.

Cada noche atracábamos en un puerto distinto, pues nuestras naves no habían sido construidas pensando en largas singladuras, así que tocaba hacer navegación de cabotaje. Los únicos hombres a los que veíamos eran a nuestros propios ftíos y a los argivos de Kun. La flota se dispersaba para evitar que una sola isla se viera obligada a acoger a todo un ejército. Yo estaba convencido de que no era casual que nos hubiera tocado navegar junto al rey de Argos. «¿Piensan que vamos a huir?».

Hice todo lo posible por ignorarle y él pareció conforme con dejarnos en paz. Todas las islas me parecían iguales: altos acantilados de paredes blanquecinas, playas llenas de rocas que rasguñaban la parte inferior de nuestros esquifes con sus uñas terrosas. Solían estar llenas de maleza entre la cual se abrían paso a duras penas olivos y cipreses. JaeHyun apenas reparó en nada de ello. Permanecía inclinado sobre las piezas de su armadura y la pulió hasta que refulgió al sol como si fuera una hoguera.

Al séptimo día de singladura llegamos a Lemnos, al otro lado de la boca del estrecho del Helesponto. Era pantanosa y menos alta que la mayoría de nuestras islas; había muchos remansos de aguas estancadas llenos de nenúfares. Localizamos una laguna a cierta distancia del campamento y nos sentamos junto a ella. Las chinches pululaban por la superficie acuosa y entre los carrizos asomaban ojos bulbosos. Nos hallábamos a tan solo dos días de Troya.

—¿Cómo fue cuando mataste a ese chico?

Alcé la vista. Su rostro permanecía en penumbra y los cabellos le caían alrededor de los ojos.

—¿Cómo...?

Él asintió sin dejar de mirar las aguas, como si estuviera leyendo en sus honduras.

—¿Cómo fue?

—Es difícil de describir—Me había pillado por sorpresa. Cerré los ojos para conjurar la escena—Sangró enseguida, de eso sí me acuerdo. Yo no podía creer cuánta sangre había. Se le abrió la cabeza y asomaron un poco sus sesos—Luché para controlar la náusea que me atenazaba incluso ahora—También recuerdo el sonido que hizo su cabeza al chocar contra la roca.

—¿Se retorció como hacen los animales?

—No me quedé lo suficiente como para mirar. Permaneció en silencio durante un buen rato.

—Mi padre me aconsejó que los considerara animales... Me refiero a los hombres a los que mate.

Abrí la boca para decir algo, pero volví a cerrarla. Él no apartó la vista de la superficie de la laguna.

—No creo que pueda hacerlo —admitió con sencillez, tal y como era su hábito. Las palabras de Doyoung me cayeron encima, pesándome como una losa.

«Estupendo», estuve a punto de decir, era lo que quería decir, pero ¿y qué sabía yo en realidad? Yo no tenía que ganarme la inmortalidad en la guerra. Me abrazaba a la paz.

—No dejo de verlo... La muerte de Shotaro —dijo en voz baja. Le entendía, tampoco yo dejaba de recordar la salpicadura de sangre y la sorpresa y el dolor de sus ojos.

—No siempre va a ser así —me oí decir—Él era un muchacho, alguien inocente. Esos hombres contra quienes vas a luchar son guerreros dispuestos a matarte si tú no golpeas primero.

Él se volvió a mirarme, y lo hizo con fijeza e intensidad.

—Pero tú no vas a luchar, ni aunque fueran a asestarte un lanzazo. Lo odias— Sus palabras habrían constituido un insulto si las hubiera pronunciado otro hombre.

—Porque no poseo la habilidad necesaria —aduje.

—No creo que esa sea la única razón.

Sus ojos eran verdes y marrones, como el bosque, pero incluso a la escasa luz del crepúsculo podía advertir el tono dorado.

—Tal vez no —respondí al cabo de un rato.

—Pero ¿me perdonarás?

—No necesito perdonarte—Alargué la mano para coger la suya—Tú no puedes ofenderme—Hablé con cierta precipitación, pero con toda la convicción de mi corazón.

Antes de que yo pudiera mover los labios, JaeHyun liberó su mano de la mía y rodó junto a mi pie en un movimiento borroso de puro rápido, tanto que no pude seguirlo con la vista. Cuando se irguió, llevaba entre los dedos algo flácido y largo muy similar a un trozo de cabo mojado. Miré la cosa fijamente sin comprender nada.

—Hidra —anunció JaeHyun. Serpiente de agua.

Era de un color pardo agrisado y su cabeza colgó rota a un lado. El cuerpo aún se estremeció un poco mientras agonizaba.

—Ni siquiera la vi —conseguí farfullar.

Me entró una flojera. Quirón nos había hecho memorizar los hábitats y colores de las serpientes. Gris amarronado, agua. Se enfadaba enseguida. Su mordedura era letal.

—Tampoco hacía falta. Ya la vi yo.

⚔️

Se mostró más sosegado a partir de ese momento y dejó de pasear por la cubierta o mirar por la borda, pero yo sabía que la muerte de Shotaro aún pesaba en su ánimo. En el de los dos, en realidad. JaeHyun tomó por costumbre llevar siempre una de sus lanzas. La lanzaba al aire y la recogía una y otra vez.

Poco a poco, la flotilla empezó a perder unidades. Algunos se decantaron por la vía más larga, la del sur, junto a la isla de Lesbos. Otros prefirieron la ruta más directa, y ya nos esperaban cerca de Sigeo, al noroeste de Troya. Y otros, como era nuestro caso, navegamos junto a la costa tracia.

Nos reunimos otra vez en Ténedos, una isla situada en los aledaños de la amplia costa troyana, donde nos agrupamos y a grito pelado nos fuimos pasando de un barco a otro el plan de Lucas: los barcos de los reyes navegarían al frente y sus hombres se desplegarían detrás. Las maniobras en aquel lugar fueron un caos y se produjeron tres colisiones. Y todas las naves acabaron desportillando algún remo contra el casco de otras próximas.

Al final quedamos situados entre Kun, a nuestra izquierda, y Meríones, a la derecha.

Resonó el redoble de tambores y se adelantó la primera fila de naves, bogada a bogada. Lucas había transmitido la orden de avanzar despacio para mantener las filas y avanzar todos a una, pero nuestros reyes aún estaban un poco verdes en eso de acatar las instrucciones de otro hombre y cada uno ansiaba ser el primero en llegar a Troya. Los remeros empezaron a sudar a chorros cuando sus jefes los azotaron.

Nosotros nos fuimos a la proa junto a YangYang y XiaoJun para observar la línea de costa cada vez más próxima. JaeHyun acariciaba y empuñaba la lanza con despreocupación, y le daba palmadas con una cadencia que los remeros empezaron a seguir a la hora de bogar.

Empezamos a poder distinguir contornos en el gran arenal cuando nos acercamos todavía más y empezaron a surgir árboles altos y montañas del borrón verde y marrón que hasta ese momento había sido la línea costera.

—Hay hombres en la playa —anunció JaeHyun; entornó los ojos—Van armados.

Un cuerno sonó con fuerza en alguna nave de la flota antes de que yo tuviera ocasión de responder y otros le respondieron enseguida. El viento nos trajo un eco débil de gritos. Habíamos contado con sorprender a los troyanos, pero ellos sabían de nuestra llegada y nos estaban esperando.

Los remeros de toda la línea hundieron los remos en las aguas para ralentizar el acercamiento, pues los hombres de la playa eran soldados sin el menor género de dudas. Todos vestían el carmesí oscuro de la casa de Príamo.

Una biga corría entre sus filas levantando nubes de arena. Su ocupante lucía un casco con crines de caballo y la fortaleza de su cuerpo podía advertirse incluso a lo lejos. Era corpulento, sí, pero no tanto como Yuta Telamonio o Johnny. Emanaba un aura de poder procedente de su propio carro de guerra, la forma en que se cuadraba de hombros y lo erguida que mantenía la espalda, que se alzaba recta hacia el cielo. Ese no era un príncipe perezoso entregado a una vida licenciosa y de embriaguez como se decía de los orientales. No podía ser otro que Mark.

Abandonó el carro de un salto sin dejar de gritar a sus hombres, que enristraron las lanzas y enflecharon los arcos. Todavía nos hallábamos fuera de su alcance, pero la marea nos arrastraba hacia la costa a pesar de los remos y las anclas, que no se aferraban al fondo. La confusión reinó en la primera fila, convertida ya en un griterío. Lucas no tenía otras órdenes que aguantar la posición y no desembarcar.

—Casi estamos al alcance de sus flechas —comentó JaeHyun.

A nuestro alrededor reinaba el pánico y el sonido de pisadas a la carrera sobre cubierta, pero él no se alarmó.

Estudié la costa, ahora muy cercana. Mark había desaparecido, retirándose hacia la posición de otro destacamento de tropas, pero delante de nosotros había un capitán con justillo de cuero y un casco metálico que le cubría todo el rostro, salvo la barba. Enflechó el arco y tiró de la cuerda hacia atrás cuando la fila de naves se acercó un poco más. No era un arma tan grande como la de Filoctetes, pero no le andaba a la zaga. Suspiró cerca del astil de la flecha y se preparó para matar a su primer griego.

No llegó a tener la ocasión. No vi moverse a JaeHyun, aunque sí oí el silbido del aire y una suave exhalación suya. Cuando miré, había soltado la lanza, que surcaba la distancia existente entre nuestra posición y la playa. Era una actitud, un simple gesto. Ningún lancero podía arrojar su arma ni la mitad de lejos de lo que podía volar una flecha. «Va a quedarse bien corta», supuse.

Mas no fue así. La punta oscura atravesó limpiamente el pecho del hombre, empujándole hacia atrás y haciéndole caer. El arco vibró inofensivo y la flecha salió errática de entre sus dedos sin vida. El oficial quedó tumbado sobre la arena y jamás se levantó.

Una salva de gritos y cuernos triunfales se levantó de entre los barcos próximos al nuestro, pues lo habían visto todos. Las nuevas se propagaron entre la fila de barcos griegos en todas direcciones: nuestra era la primera sangre, vertida por el semidiós y príncipe de Ftía.

El rostro de JaeHyun estaba en calma, casi era pacífico. No parecía el de un hombre que había obrado un milagro. En la costa, los troyanos agitaron las armas y gritaron palabras con acento áspero y extraño. Un grupo se arrodilló junto al caído. Detrás de mí oí a YangYang susurrarle algo a XiaoJun, que se marchó a la carrera para reaparecer al cabo de un momento con un manojo de lanzas. JaeHyun tomó una sin mirarla siquiera, la sopesó y la lanzó. Esta vez sí le observé, contemplé la curva de su brazo y lo erguido de su mentón. A diferencia de muchos soldados, no hizo una pausa para apuntar o mirar. Conocía el destino de la lanza. En la playa se desplomó otro hombre.

Ahora que estábamos muy cerca nos llovían flechas desde ambos lados de la playa. Muchas caían al agua y unas pocas se hundían en mástiles y cascos. Algunos hombres gritaron a lo largo de la línea de barcos. Sufrimos algunas bajas. XiaoJun entregó un escudo a JaeHyun, que lo tomó con calma y me dijo:

—Quédate detrás de mí.

Yo así lo hice.

Él desvió con el escudo una flecha que venía a por nosotros y tomó otra lanza. Los soldados cada vez estaban más fuera de sí, pero sus jabalinas y saetas, lanzadas con un exceso de entusiasmo, se perdían en las aguas. En algún punto de la línea, Protésilas, príncipe de Fílace, saltó de la proa entre risas y comenzó a nadar hacia la orilla. Tal vez estaba bebido, tal vez el ansia de gloria le enardecía la sangre, tal vez deseaba superar al príncipe de Ftía. El propio Mark le lanzó una vibrante lanza que le alcanzó de lleno, tiñendo de rojo toda la espuma de alrededor. Fue el primero de los griegos en morir.

Nuestros hombres se amontonaron en esquifes, los bajaron con cabos y se dirigieron en tropel hacia la playa. Los troyanos estaban bien organizados, pero la playa no ofrecía defensa natural alguna y nosotros les aventajábamos en número. A una orden de Mark, los troyanos tomaron los cuerpos de sus compañeros caídos y abandonaron el grao, dejando claro que matarles no iba a ser nada fácil.

20

Ganamos la orilla, varamos las primeras naves sobre la arena, enviamos exploradores por delante para evitar nuevas emboscadas del enemigo y apostamos guardias. Nadie se desprendió de la armadura a pesar de la elevada temperatura.

Mientras los barcos atestaban la playa detrás de nosotros, enseguida se determinaron los emplazamientos del vivaque de cada rey. El campo asignado a los ftíos estaba en el confín más lejano de la playa, lejos de cualquier ágora, Troya y los demás caudillos. Miré por el rabillo del ojo a Doyoung, pues era él quien había asignado los lotes de terreno, pero mantuvo el rostro tan afable e inescrutable como de costumbre.

—¿Cómo sabemos hasta dónde hemos de ir? —preguntó JaeHyun con una mano sobre los ojos a modo de visera. Miró al norte. La playa parecía no tener fin.

—Andad hasta que se acabe la arena —respondió Doyoung.

JaeHyun hizo un gesto en dirección a nuestras naves varadas en el grao y los capitanes mirmidones empezaron a separarse de las restantes líneas. El sol caía a plomo sobre nosotros, parecía refulgir con más fuerza en aquel lugar, aunque tal vez solo fuera una sensación causada por la albura de la playa. Caminamos hasta una pequeña elevación cubierta de hierba que afloraba desde el propio arenal. Tenía forma de media luna y acunaba a nuestro futuro campamento por un flanco y la retaguardia. En lo alto había un bosque que se extendía hacia el este, hacia un río de caudal titilante; hacia el sur, Troya era un manchón en el horizonte. Si el responsable de la elección había sido Doyoung, no quedaba más remedio que agradecérselo: era el mejor campamento con diferencia, pues ofrecía verdor, sombra y sosiego.

Dejamos a YangYang al mando de los mirmidones y nos encaminamos hacia el campamento principal. Todos los rincones por donde pasábamos eran un hervidero de hombres consagrados a la misma actividad: hacer rodar a las naves hasta la orilla con el concurso de leños, levantar tiendas y descargar vituallas. Todos se movían con frenesí, impulsados por un propósito casi maniaco. Al fin habíamos llegado.

A lo largo del camino pasamos junto al vivaque del célebre primo de JaeHyun, el imponente Yuta, rey de la isla de Salamina. Le habíamos visto de lejos en Áulide y habíamos oído los rumores de que había roto la cubierta de su nave al pasear, había sido capaz de echarse un toro a las espaldas y llevarlo durante más de un kilómetro. Le encontramos sacando de la bodega de su nave unos fardos gigantescos. Tenía unos músculos grandes como piedras.

—Hijo de Telamón —le saludó JaeHyun.

El hombrón se volvió. Tardó un poco en darse cuenta de quién era el inconfundible muchacho que tenía delante. Entrecerró los ojos y adoptó una rígida amabilidad antes de saludar con voz pastosa.

—Pelida.

Depositó en el suelo su carga y tendió una mano nudosa y con callos. Compadecí un poco a Yuta el Grande. Él habría sido el aristós achaion si JaeHyun no estuviera allí.

De regreso al campamento, nos instalamos en la colina que delimitaba la arena y la hierba para contemplar lo que nos había traído hasta allí: Troya, separada de nuestras posiciones por una vasta planicie cubierta de hierba y flanqueada por dos ríos de cauce ancho y corriente perezosa. El refulgir de las murallas de piedra bajo aquel sol de justicia era visible aun desde tan lejos y nos pareció ver el destello metálico de la famosa puerta Escea, cuyos goznes de bronce medían tanto como un hombre, según se decía.

Más adelante iba a tener ocasión de ver más de cerca esos muros de piedras perfectamente talladas y encajadas unas entre otras, un trabajo primoroso hecho por el propio dios SiCheng, si se daba crédito a los rumores. Y entonces me pregunté cómo íbamos a conquistar aquella urbe, pues la muralla era demasiado alta para las torres de asedio y demasiado gruesa para ceder ante el fuego de las catapultas, y nadie en su sano juicio intentaría siquiera trepar por la superficie totalmente lisa de sus lienzos.

⚔️

Lucas convocó la primera reunión cuando el sol se estaba poniendo en el horizonte. Habían levantado una carpa y habían guardado en su interior varias hileras de sillas que formaban un semicírculo desigual. En la parte delantera se hallaban sentados los Atridas, Lucas y Johnny, flanqueados por Doyoung y Kun. Los reyes entraron y ocuparon su lugar uno tras otro. Educados desde la cuna en la jerarquía, los de menor relevancia eligieron sitios más retrasados y dejaron las filas de delante a sus pares más conspicuos. JaeHyun no vaciló a la hora de tomar un asiento en la primera fila y me empujó para sentarme junto a él, y así lo hice, esperando de un momento a otro la objeción por parte de alguien que deseara que me fuera de allí, pero entonces llegó Yuta el Grande con su hermanastro bastardo, Teucro, y Baekhyun se hizo acompañar por un escudero y un auriga. Al parecer, los grandes señores se permitían sus indulgencias.

A diferencia de los encuentros habidos en Áulide, pomposos, erráticos e interminables, en aquella reunión se habló exclusivamente del asedio: letrinas, vituallas y estrategia. Los reyes se dividieron entre los partidarios de atacar y los defensores de la diplomacia. ¿No debíamos intentar mostrarnos civilizados primero? Por increíble que pudiera parecer, Johnny fue la voz más firme a favor de parlamentar.

—Yo mismo iré gustosamente a tratar con ellos —se ofreció—es mi trabajo.

—Si tenías intención de hablar de rendición, ¿para qué hemos venido hasta tan lejos? —se quejó Kun— Podría haberme quedado en casa.

—No somos salvajes —se empecinó Johnny— tal vez quieran atenerse a razones.

—Pero no es probable que lo hagan. ¿Por qué perder el tiempo?

—Porque no pareceremos los villanos de esta historia si primero hay un poco de diplomacia y alguna tregua—Ese era Doyoung— Y eso implica que las ciudades de Anatolia no van a sentirse en la obligación de acudir en ayuda de Troya.

—Entonces, ¿estás a favor de eso, itacense? —quiso saber Lucas.

—Hay muchas formas de iniciar una guerra, mi querido rey de Argos — respondió Doyoung con un encogimiento de hombros— Soy de la opinión de que las razias son un buen comienzo. Consiguen prácticamente los mismos logros que la diplomacia, pero con un mayor beneficio.

—¡Sí, una razia! —cacareó Néstor— Lo primero de todo debemos hacer una demostración de fuerza.

Lucas se frotó el mentón y paseó la mirada por las sillas de los reyes.

—Creo que Néstor y Doyoung están en lo cierto: hagamos primero una razia; tal vez enviemos una embajada más adelante. Empezaremos mañana.

No necesitó añadir instrucciones ulteriores. La razia era un clásico de la poliorcética: no se ataca la ciudad, sino las tierras circundantes que la abastecen de grano y carne. Se asesina a quienes ofrecen resistencia y se esclaviza a quienes se rinden. De ese modo, los asediadores consiguen toda la comida así como a las esposas e hijas de esos hombres, que pasan a ser las garantes de su lealtad. Quienes lograban escapar al ataque se acogían a la protección de la ciudad, cuyos distritos se llenaban de gente con el consabido resultado de motines y alguna enfermedad. Al final, la urbe se veía obligada a abrir las puertas, por desesperación o por honor.

Albergué la esperanza de que tal vez JaeHyun pusiera alguna objeción, pues no había gloria alguna en degollar granjeros, pero él se limitó a asentir como si hubiera tomado parte en cien cercos y en su vida no hubiera hecho otra cosa que asediar ciudades.

—Una última cosa. No quiero caos ni confusión en caso de ser atacados. Debemos formar en líneas y compañías—Lucas se removió en su asiento, casi parecía nervioso, y bien podría estarlo, pues nuestros reyes eran quisquillosos y difíciles, y aquella era la primera distribución de los puestos de mérito: la posición en las filas. Si iba a producirse alguna rebelión contra la autoridad de los dos Atridas, se produciría entonces. La simple idea de una revuelta parecía enfurecerle y habló con voz aún más ronca. Ese era uno de los fallos más reiterados de Lucas: se volvía más desagradable cuanto más precaria era su posición— Johnny y yo ocuparemos el centro, por supuesto.

Una pequeña marejada de descontento atravesó las filas de los reyes, pero Doyoung reaccionó rápido y habló para hacerse oír por encima de los murmullos.

—Muy sabio por tu parte, rey de Micenas. Los emisarios podrán encontrarte con suma facilidad.

—Por eso mismo, itacense —convino Lucas, asintiendo con brusquedad, como si esa fuera en verdad la razón— A la izquierda de mi hermano estará el príncipe de Ftía y a mi derecha, Doyoung. En las alas se situarán Kun y Yuta— Todas aquellas posiciones eran las más peligrosas, las que el enemigo intentaría flanquear o atravesar. Había que defenderlas a toda costa y por eso eran las de mayor prestigio— Los demás puestos se determinarán por sorteo—El general aguardó a que se acallara el murmullo para concluir—: Está decidido. Empezamos mañana con una razia en cuanto amanezca.

El sol se ponía cuando echamos a andar de camino a nuestro acuartelamiento de la playa. JaeHyun se hallaba muy complacido: se había hecho con uno de los puestos de primacía, y sin luchar. Era demasiado pronto para cenar, así que subimos por la pradera que alfombraba la ladera de la colina situada detrás de nuestro campamento y nos detuvimos en lo alto durante un instante con el fin de inspeccionar la nueva posición. La luz mortecina iluminaba los dorados cabellos de JaeHyun, cuyo semblante se dulcificó con el crepúsculo.

Una pregunta me había consumido las entrañas desde que tuvo lugar el combate del desembarco, pero no había tenido tiempo de formularla hasta ese momento.

—¿Piensas en ellos como si fueran animales? Como te aconsejó tu padre...

Él negó con la cabeza.

—No pienso en nada.

Las gaviotas estridentes volaban en círculos por encima de nuestras cabezas. Intenté imaginarle cubierto de sangre y con aspecto mortífero después de la primera razia del día siguiente.

—¿Tienes miedo? —quise saber. En los árboles situados detrás de nosotros sonó la primera llamada de los ruiseñores.

—No, he nacido para esto.

⚔️

Me despertó el chapaleteo de las olas contra la costa de Troya. JaeHyun aún se hallaba adormilado junto a mí, así que me deslicé fuera de la tienda para dejarle dormir. La jornada se presentaba como la del día anterior: un cielo despejado, un sol brillante y caluroso, el mar convertido en un espejo que proyectaba grandes destellos luminosos. En cuanto me senté, noté en la piel las gotas de sudor, que enseguida empezaron a acumularse para formar regueros.

La razia daría comienzo en menos de una hora. Me había adormecido con esa idea y me desperté con el mismo pensamiento. Nosotros ya lo habíamos hablado y yo no iba a participar, como la mayoría de los hombres. Era una expedición realizada por reyes y se elegía a los mejores guerreros para asegurar los primeros honores. JaeHyun mataría a un hombre de verdad.

Sí, estaban los hombres abatidos en la playa el día anterior, pero eso había sucedido en la distancia, sin verter una sangre que todos pudieran ver. Los troyanos alanceados se habían desplomado de forma casi cómica, demasiado lejos para que pudiéramos verles las caras o apreciar su dolor.

JaeHyun salió ya vestido de la tienda, se sentó junto a mí y tomó el desayuno preparado para él. Hablamos poco.

No había palabras que yo pudiera pronunciar para explicar cómo me sentía. El nuestro era un mundo de sangre y solo la reputación lo conquistaba. Los cobardes no combatían. Un príncipe ni siquiera tenía elección: guerreaba y ganaba o guerreaba y moría. Incluso Quirón le había enviado una lanza.

YangYang ya se había levantado y había reunido a los mirmidones que iban a acompañarle. Era la primera escaramuza y todos querían ser la voz e imagen de su señor. JaeHyun se levantó y le vi encaminarse hacia ellos. Por la forma en que centelleaban las hebillas de la túnica y el modo en que su capa de oscuro color púrpura realzaba el color de sus cabellos dorados por el sol, se parecía muchísimo a un héroe. Apenas fui capaz de acordarme de que aquella misma noche nos habíamos estado escupiendo huesos de aceituna por encima de la bandeja de quesos que nos había dejado YangYang y habíamos proferido gritos de júbilo cuando uno me había caído en la oreja, todavía con trozos de fruta colgando.

Alzó una lanza mientras los arengaba y agitó la punta de un gris oscuro como una piedra o aguas agitadas por la tormenta. Sentí lástima por los reyes que debían luchar por imponer su autoridad o que la sobrellevaban a duras penas; hacían gestos toscos y bastos. En cambio, JaeHyun estaba lleno de gracia, como una bendición, y los hombres alzaban los rostros hacia él como los fieles se orientan hacia un sacerdote.

A renglón seguido vino a despedirse de mí. Volvía a ser mortal y sostenía la lanza sin apretar, casi con pereza.

—¿Me ayudas a ponerme el resto de la armadura?

Asentí y le seguí al frescor de la tienda, detrás de la pesada puerta de tela cuya caída y cierre tenía un efecto similar a que alguien hubiera apagado la luz. Le entregué piezas de cuero y metal conforme me las iba pidiendo mediante gestos y con ellas cubría los muslos, los brazos, el vientre. Se las anudó una tras otra; las rígidas tiras de cuero se hundieron en la suave piel cuyos contornos yo había seguido con el dedo aquella misma noche. Las manos me temblaron, ávidas de deshacer las tensas correas y liberarle, pero no lo hice. Los hombres le aguardaban.

Le entregué la última pieza: un deslumbrante casco con cola de caballo. Se lo encajó hasta dejar solo una nimia franja de rostro a la vista. Se inclinó hacia mí, envuelto en bronce, oliendo a sudor, cuero y metal. Cerré los ojos al sentir sobre mis labios los suyos, la única parte aún suave de JaeHyun. Después se marchó.

Sin su presencia, el pabellón parecía de pronto mucho más pequeño y cerrado, y olía más a las pieles colgadas por las paredes. Me tumbé en nuestro lecho y escuché sus órdenes impartidas a voz en grito, los pasos de marcha, el piafar de los caballos y, por último, el chirriar de las ruedas del carro en el que se alejaba. Al menos no temía por su seguridad: no podía morir mientras viviera Mark. Cerré los ojos y me dormí.

⚔️

Me desadormeció la presión de su nariz sobre la mía; no dejó de insistir cuando me aferré a las hebras de mis sueños. Olía de forma extraña y penetrante y por un momento casi me repugnó aquella criatura que frotaba su rostro con el mío, pero se echó hacia atrás para sentarse y volvió a ser JaeHyun, con el pelo húmedo y ennegrecido, como si de sus cabellos hubiera desaparecido todo el sol de la mañana, que sí incidía en su rostro y en las orejas, aplanadas y húmedas tras el encierro del casco.

Estaba cubierto de sangre y algunas de las salpicaduras más intensas aún estaban sin secar. Mi primera sensación fue de pánico: le habían alcanzado e iba a morir desangrado.

—¿Estás herido? —quise saber.

—No pueden acercarse lo suficiente para tocarme —respondió con una triunfal nota de asombro en la voz— No sabía que iba a ser tan fácil. Es como si nada. Tendrías que haberlo visto. Después, los hombres me vitorearon—Hablaba con un aire soñador— No podía perdérmelo. Me gustaría que lo hubieras visto.

—¿Cuántos...?

—Doce —me contestó.

Doce inocentes sin relación alguna con Hendery, Ten o alguno de nosotros.

—¿Eran granjeros...? —pregunté con un amargor en la voz que pareció hacerle volver a su ser.

—Iban armados. No mato a hombres indefensos.

—¿Y a cuántos crees que vas a matar mañana?

Advirtió el tono hiriente de mis palabras y desvió la mirada. El dolor de su semblante fue un gran golpe para mí, me sentí avergonzado. ¿Dónde había quedado mi promesa de perdonarle? Ese era su destino, yo lo sabía y, de todos modos, había elegido venir a Troya. Era demasiado tarde para poner objeciones por el simple hecho de que mi conciencia hubiera comenzado a irritarse.

—Lo siento —me disculpé.

Luego le pedí que me describiera lo sucedido, que me lo contara absolutamente todo, tal y como había sucedido siempre entre nosotros. Y así lo hizo, me refirió la historia con detalle: la primera lanza penetró en el carrillo de un hombre, llevándose toda la carne cuando salió por el otro lado; la segunda había atravesado el pecho de otro, donde quedó atascada, como pudo comprobar cuando intentó retirarla. El hedor de la aldea era terrible cuando se marcharon dejando un olor a metal y lodo. Las moscas empezaban ya a posarse.

Yo escuché hasta la última palabra, imaginando que solo era un relato, como si hablara de siluetas oscuras dibujadas sobre una cerámica en vez de hombres.

⚔️

Lucas apostó centinelas para vigilar la ciudad las veinticuatro horas del día. Todos nos mantuvimos a la espera de un ataque, una embajada o una demostración de poder, pero Troya mantuvo las puertas cerradas a cal y canto, así que prosiguieron las razias. Aprendí a dormir de día con el fin de no estar cansado a su regreso, pues JaeHyun siempre necesitaba hablar y contarme hasta el último detalle de los semblantes, las heridas y los movimientos de los hombres. Y yo deseaba ser capaz de escuchar para asimilar las sangrientas imágenes y pintarlas luego vulgares y corrientes en el vaso de la posteridad, y para liberarle de ellas y conseguir que volviera a ser JaeHyun.

21

Con las razias llegó el reparto. Era nuestra costumbre otorgar trofeos y reclamar los despojos de guerra. Todos los hombres podían quedarse aquello que habían ganado personalmente, como la armadura arrebatada a un soldado muerto o una joya arrancada del cuello de la viuda, pero todo lo demás, aguamaniles, alfombras y cráteras, se llevaba a la tarima y se apilaba para la distribución posterior.

La importancia de la misma no guardaba relación con el valor de los objetos en sí mismos, sino con la reputación. La parte recibida por cada uno equivalía a la posición en el ejército. La primera adjudicación se destinaba por lo general al mejor soldado, pero Lucas se designó a sí mismo primero y al príncipe de Ftía segundo. Me sorprendió que JaeHyun se limitara a encogerse de hombros.

—Todo el mundo sabe que soy el mejor. Esto solo hace que Lucas parezca más rapaz.

Estaba en lo cierto, por supuesto. Y todo fue aún más agradable cuando todos nos ovacionaron a nosotros cuando pasamos al trote, cargando con la pila de tesoros que nos correspondía, y no a Lucas, solo aplaudido por su propia gente, los micénicos.

A JaeHyun le siguió Yuta, y luego Kun, y después Doyoung, y así fueron pasando los líderes hasta llegar a Cebriones, a quien solo le quedaron unos cascos de madera y unas copas baratas. Empero, a veces el general podía recompensar a un hombre con un comportamiento sobresaliente en el campo de batalla con algo de mucho valor, incluso por delante del lote del primer hombre. De ese modo, incluso Cebriones albergaba esperanzas de obtener buen botín.

⚔️

En la tercera semana de asedio, entre aceros, oro y finas alfombras, había una jovencita sobre la tarima. Era una belleza de tez pálida y refulgente melena negra. Un morado se extendía por la mejilla hasta llegar al pómulo, donde la habían golpeado. También presentaba sendos moratones en los ojos, que a la luz del crepúsculo parecían como si estuvieran pintados con kohl egipcio. El vestido manchado de sangre estaba roto a la altura de uno de los hombros. Tenía las manos atadas.

Los hombres se congregaron a los pies del estrado con avidez. Todos ellos conocían el significado de la presencia de la muchacha: Lucas iba a darnos permiso para admitir civiles en el campamento, concubinas, cautivas y esclavas. Hasta ahora, las mujeres eran abusadas en los campos y abandonadas allí. Tenerlas en la propia tienda era un arreglo mucho más conveniente.

Advertí cómo el general repasaba a la muchacha con la mirada; una sonrisa imperceptible le curvó los labios. Era bien conocido por sus apetitos, como toda la casa de Atreo. En aquel momento yo no sabía la que se me venía encima, pero agarré a JaeHyun por el brazo y le hablé al oído.

—Tómala—Se volvió hacia mí con los ojos abiertos a causa de la sorpresa—Cógela como premio antes de que lo haga Lucas, por favor.

Vaciló, mas solo unos instantes.

—Hombres de Hélade—Se adelantó con la armadura de ese día y oliendo a sangre— Gran rey de Micenas.

El interpelado se volvió para mirarle y torció el gesto.

—¿Qué quieres, Pelida?

—Reclamo a esa joven como trofeo de guerra.

Doyoung enarcó una ceja desde su posición al fondo de la tarima y los hombres situados a nuestro alrededor se pusieron a murmurar. La petición de JaeHyun era inusual, pero no excesiva. El primer turno de elección habría sido suyo en cualquier otro ejército. La irritación flameó en los ojos de Lucas, en cuyos rasgos pude advertir lo que le pasaba por la mente: no le gustaba nada JaeHyun, pero en aquel punto no le merecía la pena mostrarse grosero con él. La cautiva era hermosa, pero habría otras chicas.

—Te concedo ese deseo, príncipe de Ftía. Es tuya.

El gentío estalló en vítores, dando su aprobación. A la tropa le gustaban los líderes generosos y los héroes audaces y lujuriosos.

La muchacha siguió con atención el intercambio, y al término del mismo la comprensión le iluminó los ojos. La vi tragar saliva cuando comprendió que iba a venir con nosotros y de inmediato clavó la mirada en JaeHyun.

—Dejo a mis hombres el resto de mi botín. Me llevo a la chica ahora mismo.

Los hombres estallaron en carcajadas de agradecimiento y silbidos. La cautiva se echó a temblar un poco; parecía un conejo vigilado por un halcón desde lo alto.

—Ven —le ordenó JaeHyun.

Nos dimos la vuelta para marcharnos. Ella nos siguió con la cabeza gacha.

⚔️

Ya de vuelta a nuestro campamento, JaeHyun desenfundó el cuchillo. La cautiva agitó la cabeza de puro miedo, pues él aún estaba cubierto de sangre tras un día de batalla y era su aldea la que habían devastado.

—Déjame a mí —le pedí. Él me entregó el arma y se echó atrás, casi avergonzado— Voy a liberarte.

La mirada de la joven iba de la hoja del cuchillo a mi persona. Su aspecto me recordó el de algunos perros asustados, aculados en un rincón para defenderse.

—No, no —me apresuré a decirle— No vamos a hacerte daño. Voy a liberarte.

Nos miró horrorizada. Solo los dioses sabían qué pensaba que le estaba diciendo. Era una granjera anatolia sin ningún motivo para haber oído ni una sola palabra de griego con anterioridad. Me adelanté un paso y le puse una mano en el brazo para infundirle confianza, pero ella dio un respingo, como si esperase recibir un puñetazo. En sus ojos advertí el miedo a ser obligada o tal vez algo peor.

No pude soportarlo. Solo se me ocurrió una cosa para disipar sus temores: me volví hacia JaeHyun, le tomé por la pechera de la túnica y le besé.

Ella nos estaba mirando fijamente cuando me separé de él, nos miraba sin cesar.

Entonces, le señalé con un ademán sus ataduras y después el cuchillo.

—¿De acuerdo?

Vaciló un momento y después me ofreció las manos.

⚔️

JaeHyun se marchó con el fin de pedir a YangYang que nos facilitara otra tienda y yo la conduje hasta el prado de la ladera, donde le preparé una compresa para el rostro amoratado. Ella la aceptó con cuidado y sin levantar la mirada. Entonces, señalé su pierna, pues tenía un corte bastante feo en la espinilla.

—¿Puedo verlo? —le pregunté, mientras señalaba la herida con la mano.

La cautiva no me respondió, pero a regañadientes me dejó examinarle la pierna, limpiar la herida y vendársela. Ella no apartó los ojos de mis manos en movimiento, pero me rehuyó la mirada en todo momento.

Luego, la conduje a su tienda recién montada. Ella se asustó y parecía tener miedo a entrar. Retiré la portezuela de lona y mediante gestos le indiqué que dentro había comida, mantas, un aguamanil y algunas ropas viejas pero limpias. Entró con andares vacilantes y yo la dejé allí, mirándolo todo con ojos llenos de asombro.

JaeHyun se fue de saqueo al día siguiente. Vagué por el campamento, recogiendo madera y refrescando los pies en el oleaje, sin perder de vista ni un momento la nueva tienda levantada en una esquina de nuestro vivaque. No habíamos vuelto a verla; la puerta de lona estaba tan cerrada como la entrada de Troya. Estuve a punto de llamarla desde el otro lado de la tela una docena de veces.

Por último, a mediodía, la vi aparecer en la entrada. Se estaba asomando, medio oculta tras los pliegues de lona. Se dio la vuelta y estuvo a punto de irse cuando vio que había reparado en ella.

—¡Aguarda! —le pedí.

La muchacha se quedó quieta. Vestía una de mis túnicas, que le llegaba por debajo de las rodillas, lo cual le hacía parecer muy joven. ¿Cuántos años podría tener? Ni siquiera lo intuía. Eché a andar hacia ella.

—Hola.

Ella me miró con unos ojos como platos. Se había echado el pelo hacia atrás, revelando unos rasgos delicados. Era muy guapa.

—¿Has dormido bien? —No sabía por qué hablaba con ella. Pensaba que tal vez eso podría confortarla un poco. Una vez oí a Quirón comentar la conveniencia de hablar a los niños para tranquilizarlos— Me llamo Taeyong —le dije, señalándome con el dedo. Me miró, pero apartó la vista enseguida— Tae-yong—repetí lentamente.

La muchacha no contestó ni se movió, siguió aferrando con los dedos la lona del faldón de la tienda. Me avergoncé. La estaba asustando.

—Voy a irme.

Ladeé la cabeza e hice ademán de marcharme. Entonces, ella dijo algo en voz tan bajita que no logré oírlo. Me detuve.

—¿Cómo...?

—Winter —repitió sin dejar de señalarse.

—¿Winter? —pregunté. Ella asintió con timidez. Ese fue el comienzo.

Al final, resultó que sí chapurreaba algunas palabras de griego, las pocas que su padre había aprendido y le había enseñado cuando se enteró de la llegada inminente del ejército heleno. «Misericordia», era una; otra fue «sí», y también «por favor». Y también conocía la frase «¿Qué ordena?». El padre le había enseñado a ser una esclava.

No había nadie en el emplazamiento durante el día, a excepción de nosotros. Nos sentábamos en la playa e intercambiábamos algunas frases. Yo entendía cada vez mejor las expresiones de la muchacha, la pensativa calma de sus ojos, las fulgurantes sonrisas que ocultaba detrás de la mano. No pudimos hablar mucho en aquellos primeros días, pero eso no me importó. Resultaba apaciguador sentarse junto a ella mientras las olas se enredaban de forma amigable sobre nuestros pies. Casi me recordaba a mi madre, aunque los ojos de Winter centelleaban con cada comentario, mientras que los de mi progenitora nunca lo hicieron.

Algunas tardes paseábamos juntos por las inmediaciones de la posición, señalando todas las cosas cuyo nombre ella aún no conocía. Las palabras se amontonaron una tras otra tan deprisa que no tardamos en necesitar elaboradas pantomimas para las explicaciones. «Cocinero mal sueño tener», le indiqué por señas. Winter entendió mi mímica por muy limitada que fuera esta y ella lo tradujo a una serie de gestos para precisar lo que quería decir: «Huelo la carne en el fuego». Su ingenuidad me hacía reír a menudo y entonces ella me concedía una de sus sonrisas furtivas.

⚔️

Las incursiones continuaron. Lucas se subía al estrado todos los días después de una jornada de saqueo y anunciaba:

—Sin novedad.

Eso significaba que de la ciudad no habían venido soldados, ni señales, ni sonidos. Troya seguía asentada sobre el horizonte con obstinación, dispuesta a hacernos esperar.

Los hombres hallaron otros consuelos. Después de Winter, todas las tardes había un par de chicas en la tarima. Eran muchachas de granja, con manos callosas y nariz requemada de tanto trabajar bajo el sol. Lucas tomó su parte, y también otros reyes. Enseguida empezaron a verse cautivas por todas partes, tejiendo a la sombra de los pabellones, vertiendo cubos de agua sobre vestidos largos y arrugados, los que llevaban puestos el día en que fueron apresadas. Servían fruta, queso, olivas y trozos de carne; escanciaban las copas de vino; pulían los petos, se sentaban en la arena y sostenían las piezas entre las piernas; algunas de ellas incluso hacían ovillos a partir de los vellones de lana esquilada a las ovejas que habíamos robado en el transcurso de nuestros saqueos.

Por la noche servían a otros propósitos. Yo me encogía avergonzado al oír los gritos que llegaban incluso a nuestra alejada posición del campamento. Intentaba no pensar en las aldeas quemadas y en los padres muertos, pero no era tan fácil desterrar esas imágenes. Las vicisitudes de las razias estaban escritas en los rostros de cada una de las muchachas; a causa de ese pesar lloraban tanto que los ojos de las cautivas vertían tanta o más agua que los baldes agujereados que llevaban de un lado para otro. Y luego estaban los moratones causados por puños o codos; algunos, los de la frente o las sienes, eran de un redondo perfecto: los habían hecho al golpearlas con la contera de las lanzas.

Yo no soportaba la visión de aquellas desgraciadas entrando a trompicones para ser objeto del reparto, así que enviaba a JaeHyun para que las pidiera y rescatara al mayor número posible. Aquel priapismo voraz e inapagable le granjeaba las burlas de los hombres.

—Ni siquiera sabía que le gustaran las chicas —bromeó Kun.

Todas las nuevas acudían primero a Winter en busca de sus palabras de consuelo. Ella tenía permitido darles un baño y ropas limpias, y después debía reunirse con las demás en la tienda, pues habíamos habilitado un pabellón nuevo y más grande adecuado para albergar a ocho, diez, once chicas... La mayoría de las veces YangYang o yo éramos los encargados de hablar con ellas. JaeHyun se mantenía siempre lejos, sabedor de que le habían visto matar a sus hermanos, padres y amantes. Ciertas cosas no podían perdonarse.

Poco a poco iban teniendo menos miedo. Daban una vuelta, hablaban en su propio idioma y aprendían unas de otras las palabras que habían conseguido asimilar. Eran palabras prácticas, como queso, agua, lana. No eran tan listas como Winter, pero se las arreglaban para poder hablar con nosotros.

Fue Winter quien me dio la idea de pasar algunas horas con ellas para enseñarles, aun cuando las lecciones fueron más difíciles de lo inicialmente previsto, pues se mostraban muy recelosas, se miraban unas a otras, no muy seguras de cuál era el significado de mi repentina aparición en sus vidas. Fue Winter otra vez quien aplacó sus pavores e hizo que nuestras lecciones se hicieran más elaboradas, incluyendo con cada palabra una explicación o un gesto clarificador, pues ahora su griego era excelente, y poco a poco yo delegaba en ella cada vez más, pues era mejor profesora que yo, y más divertida. Sus gestos nos hacían reír a todos, representaba muy bien dos perros a la greña, una lagartija aletargada... Resultaba muy fácil quedarse con ellas cada vez más tiempo, hasta que oía el crujir de un carro y el golpeteo de las ruedas de bronce, y me iba a saludar a mi JaeHyun.

En aquellos momentos me resultaba muy fácil olvidar que la contienda aún no había empezado en realidad.

22

Por muy victoriosas que fueran las incursiones no dejaban de ser incursiones y los muertos no eran soldados, sino granjeros y comerciantes del enorme entramado de aldeas que daban apoyo a la gran ciudad. Lucas apretaba los dientes cada vez con más fuerza durante los consejos y los hombres, cada vez más impacientes, le preguntaban:

—¿Dónde está la batalla que nos has prometido?

—Muy cerca —respondió Doyoung, y señaló el continuo reguero de refugiados que entraba en Troya— La ciudad debe de estar a rebosar en este momento. Las familias hambrientas deben de estar en palacio y las tiendas improvisadas de los fugitivos deben de bloquear el paso por las calles. Es solo cuestión de tiempo —nos dijo.

A la mañana siguiente, como conjurada por las palabras del itacense, una bandera de parlamento ondeó sobre las murallas de la urbe. El soldado de guardia bajó a la carrera hasta la playa para decir a Lucas que Príamo estaba dispuesto a recibir una legación.

El campamento ardió de entusiasmo al oír las nuevas. De un modo u otro, iba a suceder algo. Devolverían a Ten o saldrían a pelear como es debido en el campo de batalla.

El consejo de reyes envió a Johnny y Doyoung, las elecciones obvias. Con la primera luz del día los dos hombres salieron a lomos de sus caballos de gran alzada, cepillados hasta deslumbrar y cascabeleando de tanto adorno. Les observamos cruzar la herbosa planicie de Troya y luego se desvanecieron en el borrón gris oscuro de los muros.

JaeHyun y yo aguardamos en nuestra tienda, formulando conjeturas. ¿Verían los embajadores a Ten? Hendery se había atrevido a arrebatárselo a su esposo y ahora podía tener la osadía de mostrárselo. Johnny había acudido al encuentro desarmado de forma muy notoria. Quizá no se fiara mucho de sí mismo.

—¿Sabes por qué le eligió a él? —quiso saber JaeHyun.

—¿A Johnny? Ni idea—Recordé el semblante del monarca en el salón de Tindáreo, rebosando salud y buen humor. Era apuesto, sí, pero no el más guapo de los pretendientes. Ostentaba ya un gran poder, pero entre aquellas paredes había muchos hombres con mayores riquezas y hazañas— Su regalo consistió en una tela teñida muy fina. Dijo algo muy inteligente cuando entregó el presente.

JaeHyun apoyó la cabeza sobre su brazo doblado y sopesó mis palabras.

—¿Crees que Ten se fue con Hendery por voluntad propia?

—Tal vez, pero si así fuera, no va a admitirlo ante Johnny.

—Hum—JaeHyun tabaleó los dedos sobre su pecho, pensativo— Aun así, él debió de consentir. El palacio de Johnny es una fortaleza. Alguien lo habría oído si él hubiera gritado o forcejeado. Ten sabía que su marido iba a venir tras él, para salvaguardar su honor cuando menos... Y también que Lucas iba a aprovechar la oportunidad de invocar el juramento.

—Yo no habría sabido algo así.

—No te habías casado con Johnny.

—¿Tú crees que él lo hizo a propósito...? ¿Para provocar la guerra? —Eso me sorprendió.

—Es posible. Se le conocía como el hombre más hermoso de toda Hélade. Ahora dicen de él que es el más hermoso del mundo entero—Puso su mejor voz de falsete para decir—: Un millar de naves han navegado por él.

Un millar de naves era el número que los aedos de Lucas habían empezado a usar en sus composiciones. Un millar. Mil ciento ochenta y seis no quedaba demasiado bien en una línea de la estrofa.

—A lo mejor se enamoró de Hendery.

—O tal vez estaba aburrido tras diez años de enclaustramiento en Esparta.

También él quería irse.

—Tal vez Irene influyó en él.

—Quizá los embajadores regresen con Ten.

Nos detuvimos a considerar esa opción.

—Lucas atacaría de todos modos, o eso creo.

—Y también yo. Ninguno de los reyes ha vuelto a mencionar a Ten.

—Excepto en las arengas a los hombres.

Permanecimos en silencio durante unos instantes.

—Bueno, ¿y a qué pretendiente hubieras elegido tú?

Le empujé, y se echó a reír.

⚔️

Regresaron al anochecer. Solos. Doyoung informó a los reyes mientras Johnny permanecía sentado y en silencio. El señor de Troya les había dispensado una cálida bienvenida y les había ofrecido un festín en su salón.

—Sabemos la razón de vuestra venida, pero la persona en cuestión no desea regresar y se ha puesto bajo nuestra protección. Jamás me he negado a defender a una persona y no voy a empezar ahora.

—Muy inteligente —observó Kun— Han encontrado una forma de sortear su culpa.

—Yo le contesté que no había nada más que decir si en verdad estaban tan resueltos —prosiguió el príncipe itacense.

—Por descontado que no —convino Lucas con voz resonante y profunda mientras se ponía de pie— Hemos probado la vía diplomática y la han rechazado. Solo nos queda un camino honorable, la guerra. Mañana iréis a ganaros la gloria que os merecéis hasta el último de vosotros.

Hubo más, pero no le escuché. «Hasta el último de vosotros». Me abrumó el pánico. ¿Cómo no había pensado en ello? Había esperado combates, por supuesto. Ahora estábamos en guerra y todos debían servir como soldados, en especial los allegados más íntimos del aristós achaion.

Apenas pegué ojo aquella noche. Las lanzas apoyadas sobre las paredes de la tienda parecían de una longitud inverosímil y mi mente se esforzaba por recordar algunas lecciones, cómo levantarlas, cómo bajarlas. Las Moiras no habían dicho nada acerca de mi destino, no habían profetizado cuánto iba a vivir. Aterrado, desperté a JaeHyun.

—Yo estaré allí —me prometió.

⚔️

JaeHyun me ayudó a armarme en la oscuridad previa al alba. Cnémidas, guanteletes, una coraza de cuero y, encima de ella, un peto metálico. Todo parecía, más que una protección, un estorbo que me apretujaba los brazos, me lastraba con su peso o me rozaba en el mentón. Él me aseguró que acabaría por acostumbrarme, mas no le creí. Me sentía como un tonto, como un chico que se ha puesto las ropas de su hermano mayor, cuando salí de la tienda a la luz del primer sol de la mañana. Los mirmidones ya nos estaban aguardando, empujándose unos a otros con expectación. Juntos empezamos el largo trayecto hacia la playa donde se congregaba el enorme y descomunal ejército. Mi respiración se hizo entrecortada.

Pudimos escuchar a la tropa antes de verla: fanfarronadas, el tintineo metálico de las armas, el sonido de los cuernos. Luego el trazo del arenal se abrió y nos reveló un mar de hombres dispuestos en pulcros rectángulos, cada uno señalado con un pendón indicativo de su rey. Solo había un espacio vacío, un lugar de privilegio, reservado para el príncipe de Ftía y sus mirmidones. Nos adelantamos y nos pusimos en orden de batalla: JaeHyun al frente; luego, una línea de capitanes, conmigo en el medio; detrás, hileras centelleantes de orgullosos hoplitas ftíos.

Ante nosotros se extendía la amplia llanada de Troya, que terminaba en las inmensas puertas y torres de la ciudad, a cuyos pies se agitaba un bullicio de hombres pelinegros y escudos centelleantes al sol.

JaeHyun se volvió y me dijo:

—Quédate siempre detrás de mí.

Asentí, y el casco se me movió sobre las orejas al hacerlo.

El miedo era como una copa de pánico cuyo contenido se agitaba en mi interior, amenazando con verterse de un momento a otro. Las cnémidas se resbalaron hasta hundirse en los huesos de los pies y el peso de la lanza me hacía bajar el brazo. El sube y baja del pecho se me desbocó cuando sonó un cuerno. Ahora. Había llegado el momento.

Nos lanzamos a la carrera entre golpeteos y tintineos, convertidos en una masa. Así era nuestra forma de combatir: realizábamos una carga mortífera para encontrarnos con el enemigo en el medio. Era posible desbaratar las líneas del adversario si se cobraba el suficiente impulso. Las nuestras se descompusieron enseguida, pues los más veloces aventajaron al resto enseguida en su ávida carrera hacia la gloria, porque todos ardían en deseos de ser los primeros en matar a un guerrero troyano en combate. Al llegar a la mitad de la planicie ya no había en nuestro ejército el menor atisbo de filas, ni siquiera de formaciones por reinos. Los mirmidones me dejaron atrás enseguida, se convirtieron en una borrosa nube que se alejaba a mi izquierda y yo me encontré entre los espartanos de Johnny, guerreros de largas melenas que acudían al combate aceitados y peinados.

Yo también corrí entre el repiqueteo de mi armadura, con el pulso cada vez más acelerado. El suelo temblaba bajo los pies de tantos combatientes a la carrera, un estrépito cada vez más ensordecedor. La carga no tardó en levantar una nube de polvo casi enceguecedora. No podía ver a JaeHyun; de hecho, no veía al hombre que tenía al lado. Solo podía hacer una cosa: sujetar bien el escudo y correr.

La vanguardia chocó en medio de un gran fragor y una lluvia de astillas, esquirlas y sangre. La convulsa refriega de la batalla devoraba hombres y voces como si fuera Caribdis. Vi mover los labios a los soldados, pero no logré escucharlos. Solo se oía el entrechocar de los escudos entre sí, la percusión del bronce contra la madera astillada.

De súbito, a mi lado se desplomó un espartano con el pecho atravesado por una lanza. Moví la cabeza a mi alrededor en busca del hombre que le había ensartado, pero únicamente vi un revoltijo de cuerpos. Me arrodillé junto al espartano con el fin de cerrarle los ojos y musitar una breve oración; estuve a punto de vomitar cuando advertí que seguía con vida, resollando con dificultad e implorándome con miedo.

Entonces oí un porrazo muy cerca de mí y levanté la vista con sobresalto. Yuta estaba usando su enorme escudo a modo de porra para aplastar rostros y cuerpos. A la estela del hijo de Telamón iba un carro troyano por encima de cuyo lateral podía verse un rostro aniñado que enseñaba los dientes como un perro. Doyoung le lanzó un golpe al pasar y luego se echó a correr para apoderarse de los caballos de la biga. El espartano me aferró y al hacerlo me bañó las manos con su sangre. La herida era demasiado profunda y nada podía hacerse por él. Sentí un entumecimiento de alivio cuando por fin se le apagaron los ojos. Mis temblorosos dedos salpicados de tierra le cerraron los párpados.

JaeHyun apareció de la nada. Estaba cubierto de sangre y sin aliento. Tenía el rostro encendido y su lanza chorreaba sangre hasta la empuñadura. Me dedicó una ancha sonrisa y de un brinco se lanzó a donde había un grupo de troyanos. El suelo parecía sembrado de cadáveres y trozos de armadura, junto a astas de lanza y ruedas de carro, pero él no tropezó ni una sola vez. Nunca lo hacía. El campo de batalla parecía la cubierta de una nave resbaladiza por culpa del salitre y todos andaban dando tumbos, salvo él. Me entraron arcadas.

No maté a nadie; tampoco lo intenté. Al final de la mañana, tras horas y horas de caos nauseabundo, acabé deslumbrado por el sol y con la mano dolorida de apretar con tanta fuerza la lanza; la había usado más a menudo como bastón donde apoyarme que para amenazar a alguien. El casco parecía empeñado en meterme las orejas dentro del cráneo.

Estaba tan exhausto como si hubiera corrido durante kilómetros a pesar de que, cuando bajaba la mirada, podía advertir que mis pies no habían salido del mismo lugar, donde había aplanado la hierba seca como si hubiera estado preparando una pista de baile. El pánico constante me había dejado sin fuerzas, incluso a pesar de que, por extraño que pueda parecer, durante toda la pelea estuve en una zona vacía a la que no venía nadie y nunca estuve amenazado.

Buena medida de mi aturdimiento y mareo es que hasta media tarde no vi qué hacía JaeHyun. Él no me perdía de vista en ningún momento y parecía tener un don sobrenatural para sentir el momento en que un enemigo abría los ojos de asombro al ver el fácil objetivo que yo representaba; él los abatía sin darles tiempo a volver a inspirar.

JaeHyun era un prodigio. A una velocidad fuera de lo común lanzaba una tras otra lanzas que arrancaba de cadáveres tendidos en el campo de batalla para acosar a nuevos objetivos. Le vi torcer la muñeca y dejar expuesta la parte inferior de su brazo, donde podían advertirse aquellos huesos finos como flautas, mientras realizaba el movimiento del lanzamiento. Olvidé en el suelo mi lanza combada de tanto mirarle. Ni siquiera fui capaz de seguir advirtiendo la fealdad de aquellas muertes, ni los sesos, vísceras o huesos astillados que luego iba a tener que lavarme hasta quitármelos del pelo y de la piel. Todo cuanto veía era su belleza, el zumbido de sus extremidades y el raudo movimiento de sus pies.

⚔️

Por fin se hizo de noche y la oscuridad nos liberó, dejándonos fatigados y renqueantes. Regresamos a nuestras tiendas, llevándonos con nosotros a muertos y heridos.

—Un buen día —concluyeron nuestros reyes, dándose palmadas en la espalda unos a otros— Un comienzo esperanzador. Lo repetiremos mañana.

Y ese día, y al otro, y al siguiente. Una jornada de combate se convirtió en una semana y después en un mes. Y en dos.

Se libraba una guerra de lo más extraño: no se conquistaba territorio alguno y tampoco se hacían prisioneros. Se combatía solo por el honor, los hombres luchaban uno contra uno. Con el tiempo, la contienda cobró un ritmo respetado por ambas partes: luchábamos siete de cada diez días, y lo hacíamos de forma civilizada, con treguas para respetar las festividades y los entierros. No hubo razias ni ataques sorpresas, eso se acabó cuando los líderes, antaño optimistas con las posibilidades de una guerra relámpago, se resignaron a un combate prolongado. Las fuerzas de ambos ejércitos eran extraordinariamente parejas y luchaban un día tras otro sin que fuera posible discernir cuál de ellos era más fuerte. En parte eso se debía a los soldados venidos de todas partes de Anatolia para ayudar a los troyanos y granjearse así una fama. Los nuestros no eran los únicos ávidos de gloria.

JaeHyun floreció en el transcurso de aquella lucha. Se iba a la batalla riendo un tanto atolondrado y no dejaba de sonreír mientras tomaba parte en ella. El acto de matar en sí no le complacía, pues enseguida se había percatado de que ninguno de aquellos enemigos era rival para él. Ni siquiera cuando luchaban dos o tres juntos. Una carnicería tan sencilla no le producía alborozo alguno y caían bajo su lanza menos de la mitad de los que podría haber abatido. Él vivía para las cargas, para esos momentos en que una cohorte atronadora de hombres cargaba contra él. Ahí, rodeado entre una veintena de espadas aguzadas, es donde él podía luchar de verdad y con una gracia inverosímil derrotaba a diez, quince o veinticinco hombres. «Por fin, esto es lo que yo puedo hacer», pensaba.

No tuve que acompañarle con tanta frecuencia como había temido en un principio. Cuanto más se prolongaba la guerra, menos importante parecía lograr que ningún heleno se quedara en la tienda. Yo no era un príncipe cuyo honor estaba en juego, ni un soldado, vinculado por ataduras de obediencia, ni un héroe, cuyas habilidades todos echarían de menos. Era un exiliado, un hombre sin rango ni estatus. Si yo no acudía al combate, eso era un asunto exclusivamente de JaeHyun.

Mi presencia en el campo de batalla se redujo a cinco días, y luego a tres, y luego acudía una vez a la semana, y por último, únicamente cuando JaeHyun me lo pedía, cosa que no ocurría a menudo, pues la mayoría del tiempo estaba muy feliz de ir solo para meterse entre las filas enemigas y llevar a cabo hazañas por su cuenta, pero de vez en cuando se hartaba de tanta soledad y me imploraba que fuera con él para alisarle el cuero endurecido por el sudor y la sangre, para trepar con él sobre una montaña de cadáveres.

Para ser testigo de sus proezas.

En algunas ocasiones, mientras le contemplaba, atisbaba un espacio de terreno adonde no iban los soldados. Dicho fenómeno solía ocurrir cerca de la posición de JaeHyun y se volvía más y más luminoso, y cegador, si uno lo miraba fijamente, pero al fin logré desentrañar el secreto: allí había una mujer blanca como la muerte y más alta que todos los hombres que se afanaban a su alrededor. Ni una salpicadura de sangre caía sobre su vestido de color gris perla por mucha sangre que corriera y sus pies descalzos no tocaban el suelo. No ayudaba a su hijo, pues no había necesidad de ello. Se limitaba a observar, igual que yo, con sus enormes ojos negros. No fui capaz de leer nada en sus inescrutables facciones. En ellas podía haber placer, pena, o tal vez nada.

Excepto en la ocasión en que se volvió hacia mí y me miró con el rostro crispado por el desprecio y los labios estirados para enseñarme los dientes. Siseó como una serpiente antes de desvanecerse.

Junto a él me acostumbré a los avatares del campo de batalla y fui capaz de identificar a soldados completos, no solo partes del cuerpo, piezas de bronce, carne herida. Al amparo de la protección de JaeHyun, fui capaz de moverme entre las filas de la batalla en busca de los otros reyes. El más cercano a nosotros era Lucas, un consumado lancero, siempre posicionado detrás del contingente micénico, siempre en perfecta formación. Gracias a esa protección podía gritar sus órdenes y arrojar lanzas, lo cual se le daba francamente bien, y era necesario tener semejante destreza, pues el arma arrojadiza debía salvar el obstáculo de sus veinte hombres.

A diferencia de su general, Kun no le temía a nada. Luchaba como un animal salvaje, enseñando los dientes, adelantándose a saltos y asestando unos golpes veloces hasta que ya no había carne que rasgar. Después, se echaba sobre el cadáver con aire lobuno y despojaba al muerto de todo el oro y el bronce antes de subir a su carro y seguir moviéndose.

Doyoung llevaba un escudo liviano y se enfrentaba a sus enemigos acuclillado como un oso y empuñando la lanza a escasa altura. Observaba a su adversario con ojos centelleantes sin perder de vista la tensión de sus músculos para adivinar cuándo y por dónde iba a llegar la lanza. Cuando esta había pasado sin hacerle daño, se adelantaba y ensartaba a su oponente. Al final de la jornada siempre estaba cubierto de sangre.

También empecé a familiarizarme con los troyanos. Hendery disparaba flechas al tuntún desde una biga a la carrera. El casco le comprimía ese rostro suyo de cruel belleza. Tenía unos huesos finos como los de JaeHyun. Solía apoyar su escasa cintura sobre uno de los laterales del carro con su altanería habitual y llevaba una capa roja que caía sobre él en lujosos pliegues. No me maravillaba que fuera el favorito de Irene; parecía tan vanidoso como ella.

Una vez divisé de lejos a Mark entre los pasillos que formaban los hombres al desplazarse. Estaba solo, como de costumbre, extrañamente solo en ese espacio que los hombres siempre le concedían. El príncipe era capaz, tenaz y previsor, de los que se pensaban cada movimiento. Tenía manos hábiles. En algunas ocasiones, cuando nuestro ejército se retiraba, le veíamos lavárselas con el fin de rezar sus plegarias sin sombra de mácula. Ese hombre aún amaba a los dioses a pesar de que sus primos y hermanos habían sucumbido por culpa de estos y luchaba por su familia más que por un trozo de fama. Las filas se cerraron y él desapareció.

Nunca intenté acercarme a él, y tampoco JaeHyun, que tuvo la precaución de darse la vuelta nada más atisbar la figura de Mark para enfrentarse a otros rivales de menos entidad.

Más tarde, Lucas le preguntaría cuándo pensaba enfrentarse al príncipe de Troya. JaeHyun le dedicó una de sus sonrisas más cándidas y desesperantes antes de contestar:

—¿Y qué me ha hecho Mark a mí?

⚔️

Caribdis: Monstruo marino con forma de remolinoque devoraba cuanto había a su alrededor.






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