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TSA (4) ⚔️ JaeYong


Capítulos

Capítulos 14-22:

23

Un día de fiesta, poco después del desembarco ante las playas de Troya, JaeHyun se levantó con las luces del alba.

—¿Adónde vas? —quise saber.

—A ver a Haechan—me respondió, y salió por la puerta de lona antes de que pudiera hablar de nuevo.

Su padre. Una parte de mí había tenido la estúpida esperanza de que Haechan no fuera a seguirnos hasta allí, que la pena o la distancia la mantendrían alejado, pero no fue así, por supuesto. La costa de Anatolia no tenía más obstáculos que la de Hélade, y el pesar solo prolongaba la duración de sus visitas. JaeHyun se fue al alba y seguía sin regresar después de que el sol hubo alcanzado el cenit. Le esperé, paseando con impaciencia y muy alterado. ¿Qué tendría que decirle para que el encuentro durase tanto tiempo? Temí algún desastre divino o cualquier tipo de dictado celestial que le apartara de mi lado.

Winter vino varias veces para hacerme compañía mientras esperaba.

—¿Quieres dar un paseo por el bosque?

La dulzura de su voz y su deseo evidente de confortarme me ayudaron a salir de mí mismo, y pensé que me sosegaría mucho dar un paseo hasta el bosque, cuyos secretos, como dónde tenían los conejos sus madrigueras o el lugar donde crecían las setas, ella parecía conocer tan bien como Quirón. Incluso empezó a enseñarme los nombres nativos de plantas y árboles.

Al terminar, nos sentamos en el lindero del boscaje, desde donde se dominaba el campamento para que yo pudiera verle regresar. Ese día, Winter había cogido una pequeña cesta de cilandros y nos envolvía la fresca fragancia de sus hojas verdes.

—Estoy segura de que no tardará en volver —me aseguró. Su conversación era como el cuero nuevo, era envarada y precisa, pero le faltaba la soltura que da el uso. Como no le contesté, me preguntó—: ¿Adónde ha ido que tarda tanto?

¿Por qué no iba a saberlo? No era ningún secreto.

—Su padre es un dios, un ninfo de los mares. Va a verlo.

Había esperado que se sobresaltara o se llevara un susto, pero Winter se limitó a asentir.

—Pensé que era... algo... Él no... —Calló unos instantes— No se mueve como los humanos.

Le sonreí.

—¿Y cómo se mueven los humanos?

—Como tú —repuso la muchacha.

—Entonces, son unos patosos.

Ella desconocía esa palabra y yo le hice una demostración de su significado, llevado por la suposición de que así le haría reír, pero ella movió la cabeza con vehemencia.

—No. No sois así. No me refiero a eso.

Jamás llegué a saber a qué se refería, pues JaeHyun coronó la colina en ese momento.

—Pensé que te encontraría aquí —dijo. Winter se disculpó y regresó a su tienda. JaeHyun se dejó caer sobre la hierba y puso una mano a modo de almohada para reposar la cabeza— Me muero de hambre.

—Toma —Le di el resto del queso que habíamos traído para el desayuno. Se lo comió con gratitud— ¿De qué has hablado? —La simple pregunta me ponía nervioso. El tiempo que pasaba con él era un campo al que yo no tenía acceso.

Se le cortó la respiración, ni siquiera soltó un suspiro.

—Está preocupado por mí.

—¿Por qué? —Se me erizó el vello al pensar en que él estaba intranquilo por su hijo, pues eso mismo me ocurría a mí.

—El ambiente está muy enrarecido entre los dioses y están luchando entre sí. Todos toman partido en la guerra y tiene miedo. Las deidades me han prometido gloria, pero no han dicho cuánta.

Esa era una nueva preocupación que yo no había tomado en consideración, pero tenía su lógica. Había muchos personajes en nuestras historias, desde el gran Perseo al modesto Taeil, del famoso Jaemin al casi olvidado Hilas. Algunos contaban con todo un cantar épico y otros solo tenían un verso.

Se incorporó y rodeó sus piernas con los brazos.

—El temor de mi madre es que alguien vaya a matar a Mark... antes que yo, o eso creo.

Otro nuevo temor. De pronto, la vida de JaeHyun me pareció más breve de lo que ya era.

—¿A qué se refiere?

—No lo sé. Yuta lo ha intentado, pero ha fracasado, y también Kun. Después de mí son los mejores. No se me ocurre ningún otro.

—¿Y qué me dices de Johnny?

JaeHyun negó con la cabeza.

—Nunca. Es valiente y fuerte, pero eso es todo. Se rompería al embestir contra Mark como el agua contra una roca. Créeme, soy yo... o nadie.

—Tú no vas a hacerlo—Intenté que no sonara como una súplica.

—No—Permaneció callado durante unos instantes— Pero puedo verlo. Eso es lo extraño. Lo veo como si fuera un sueño. Me veo lanzándole una lanza y le veo fallar a él. Me encaramo a su cuerpo y permanezco encima de él.

El pavor me inundó el pecho. Respiré hondo y me obligué a espirar.

—Y entonces, ¿qué?

—Eso es lo más extraño de todo. Bajo la mirada, veo su sangre y sé que mi muerte es inminente, pero en el sueño ya no me importa. Lo que siento por encima de todo es alivio.

—¿Crees que puede tratarse de un sueño profético?

La pregunta pareció devolverle a la realidad. Sacudió la cabeza.

—No, no creo que sea nada de eso. Es una simple ensoñación.

Hice un esfuerzo para que mi voz sonara tan despreocupada como la suya y repuse:

—Estoy seguro de eso. Después de todo, Mark no te ha hecho nada.

Entonces, él sonrió tal y como yo había esperado.

—Sí, eso he oído.

⚔️

Durante las largas horas de ausencia de JaeHyun empecé a alejarme de nuestro campamento en busca de compañía o algo de lo que ocuparme, alterado por las nuevas de Haechan sobre las disputas entre los dioses y el posible peligro de la fama de JaeHyun.

Necesitaba una distracción, algo tangible y real. Uno de los hombres me señaló la tienda blanca de los médicos mientras decía:

—Si buscas algo que hacer, ellos siempre necesitan ayuda.

Me acordé de los pacientes cuidados de Quirón, así como de los instrumentos colgados en las paredes de cuarzo rosa de su cueva. Y allí me dirigí.

El interior del pabellón estaba oscuro y había una tufarada a almizcle en el aire, donde también se notaba el olor metálico de la sangre. En un rincón se hallaba el médico Macaón, un hombre barbado de mandíbula cuadrada. Vestía de un modo práctico: llevaba el pecho desnudo y anudaba a la cintura una vieja túnica. Tenía la tez más oscura que la mayoría de los aqueos a pesar del mucho tiempo que pasaba en el interior de la tienda. Había optado de nuevo por una solución práctica en lo tocante a su peinado, pues lo llevaba casi al cero como forma de evitar que le cayera sobre los ojos.

El médico se hallaba inclinado sobre la pierna de un herido y exploraba con un dedo el emplazamiento de una punta de flecha. Al otro extremo del pabellón su hermano Podalirio terminó de sujetarse las correas de la coraza y se despidió con brusquedad antes de darme un empujón y salir por la puerta. Era de todos sabido que Podalirio prefería el campo de batalla a la tienda del cirujano, aunque servía en ambos frentes.

—No debes de estar muy herido si puedes aguantar de pie tanto tiempo —me dijo Macaón sin levantar los ojos.

—No —convine— he venido...

Hice una pausa cuando Macaón sacó con los dedos una punta de flecha y el soldado gimió con alivio.

—¿Y bien...? —dijo con tono eficiente pero amable.

—¿Necesitas ayuda?

Profirió un sonido que tomé como un asentimiento.

—Toma asiento y pásame los ungüentos —me indicó sin levantar la mirada.

Hice lo que me pedía y recogí del suelo un montón de botellines llenos de pesadas unturas o de hierbas tintineantes. Olisqueé un poco y entonces recordé: el ajo y la miel para combatir las infecciones, amapolas para la sedación, milenrama para los coágulos. El aroma de esas hierbas me trajo de nuevo el recuerdo de los dedos del paciente centauro y el dulce olor a fresco de su cueva.

Elegí los ungüentos necesarios para el herido y observé el hábil proceder del galeno: puso un poco de sedante junto a los labios del hombre para que lo mordisqueara, le aplicó un poco de ungüento para evitar la infección, después le aplicó los apósitos y le vendó. Macaón aplicó una última capa de cremosa y olorosa cera de abeja sobre la pierna del herido y alzó la vista con cansancio.

—Te llamas Taeyong, ¿verdad? ¿Estudiaste con Quirón? Eres bienvenido a este lugar.

Fuera de la tienda se alzó un clamor de vozarrones y gritos de dolor. Macaón ladeó la cabeza hacia el exterior.

—Nos traen a otro. Hazte cargo de él.

Los soldados, hombres de Néstor, irrumpieron con su camarada en vilo y lo llevaron hasta el camastro vacío que había en un rincón de la tienda. Una flecha de punta espinada le había atravesado el hombro derecho. Tenía el rostro bañado en espuma de saliva y sudor y se mordía el labio en un intento de no gritar. Respiraba con un resuello explosivo y sofocado, temblaba de los pies a la cabeza y puso los ojos en blanco, aterrado. Reprimí el afán de llamar a Macaón, ocupado con otro hombre que se había puesto a dar alaridos, y tomé una tela para limpiarle la cara.

El dardo le había atravesado la parte más carnosa del hombro y se había quedado allí, una mitad dentro y la otra fuera, como una terrible aguja. Debía romper la flecha y tirar de la misma hasta sacarla sin romper más tejido ni dejar astillas que luego pudieran infectarse.

Le administré enseguida la pócima que Quirón me había enseñado a preparar, una mezcla de adormidera y corteza de sauce para que el paciente estuviera un poco atontado y soportara mejor el dolor. El malherido no podía sostener la copa, así que yo lo hice por él, la levanté y le mantuve en alto la cabeza con el fin de evitar que se ahogara. El sudor, la sangre y la espuma me empaparon la túnica.

Intenté aparentar calma y no mostrar el pánico que sentía. Vi entonces que el paciente tendría a lo sumo un año más que yo. Se trataba de uno de los hijos de Néstor, Antíloco, el joven de rasgos dulces tan mimado por su padre.

—Todo va a ir bien —repetí una y otra vez; aún hoy no sería capaz de decir si se lo decía a él o a mí.

El problema era el asta del proyectil. Por lo general, un médico tiraría de un extremo hasta sacarlo, pero no asomaba el trozo suficiente para poder cogerlo sin abrirle aún más las carnes. Tampoco podía dejarla allí. Ni arrastrar la flecha a través de la herida. Bueno, ¿y qué podía hacer entonces?

Uno de los compañeros que había traído al herido seguía en la entrada, removiéndose inquieto. Sin volverme a mirarle, le hice un gesto y le dije:

—Un cuchillo, deprisa, dame el más afilado que puedas encontrar.

Yo mismo me sorprendí por el tono seco y autoritario de mi voz y la obediencia instantánea obtenida de ese modo. Regresó al poco con un cuchillo para la carne de hoja corta muy afilada. Limpió en su túnica las manchas encostradas de carne reseca antes de entregármelo.

La flacidez dominaba las facciones del muchacho y la lengua le colgaba laxa dentro de la boca. Me agaché, agarré el dardo con la palma húmeda y me puse a serrar con la otra mano, sacando una astilla de la madera con cada movimiento. Obré con la mayor suavidad posible con el fin de no desgarrarle el hombro al muchacho, que resoplaba y murmuraba, perdido en la soñolencia del sedante.

Corté, ajusté y corté de nuevo. La espalda me dolía muchísimo. Me reproché la mala postura elegida al haber dejado la cabeza del herido sobre mis rodillas. Al cabo de un rato de porfiar, el culatín emplumado de la fecha se quebró, dejando solo una larga esquirla por la que podía abrirse paso el cuchillo. Por fin.

Y entonces tocaba otra tarea igual de difícil: arrastrar el asta hasta sacarla por el otro lado del hombro. En ese momento tuve un rapto de inspiración y apliqué ungüento contra la infección a toda la madera, con la esperanza de que eso sirviera para suavizar el paso del asta entre la carne al tiempo que combatía una posible corrupción de la carne. Después, empecé a empujar el dardo, un poco cada vez. Se me antojaron horas el tiempo que estuve allí hasta que emergió empapado en sangre el extremo seccionado de la flecha. Con la última chispa de juicio que me quedaba logré cerrar y vendar la herida, anudándole una suerte de cabestrillo sobre el pecho.

Más tarde, Podalirio me diría que estaba loco de remate por hacer lo que hice, por haber cortado con tanta lentitud y en ese ángulo. Me acusó de haber practicado una carnicería y que iba a terminar mal. Empero, Macaón apreció lo bien que sanó el hombro sin infección ni apenas dolor y la siguiente vez que alguien recibió un flechazo me hizo llamar, me tendió un cuchillo afilado y me miró expectante.

Fue un tiempo de lo más extraño. Sobre nosotros pendía en todo momento el temor sobre el destino de JaeHyun mientras que los rumores de la guerra entre los dioses eran cada vez mayores. Pero ni siquiera yo estaba aterrado todo el tiempo. Había oído decir que los hombres que vivían junto a una catarata dejaban de oír el fragor y algo así había ocurrido: aprendí a vivir junto al torrente vertiginoso de la maldición de JaeHyun. Transcurrieron los días y él siguió con vida. Y luego se sucedieron los meses. Y entonces fui capaz de pasar un día entero sin mirar hacia el precipicio de su muerte. El milagro duró un año, y después dos.

Los demás parecían experimentar una situación similar. En nuestro campamento empezó a formarse algo muy similar a una familia y todos nos apretujábamos junto a las llamas mientras se hacía la cena. Y cuando se alzaba la luna y las estrellas titilaban en la oscuridad del firmamento, todos encontrábamos tiempo para estar allí. JaeHyun y yo, y también YangYang, y las mujeres, al principio únicamente aparecía Winter, pero luego se presentó un pequeño grupo, tranquilizado por la buena acogida dispensada a aquella, y se incorporó otro miembro más, XiaoJun, el más joven de todos nosotros, con tan solo diecisiete años. Era un joven callado, pero tanto JaeHyun como yo habíamos apreciado el aumento de su fuerza y su destreza para dirigir a los difíciles caballos de JaeHyun y pasar por el campo de batalla con la necesaria floritura.

Se convirtió en un placer para JaeHyun y para mí ofrecer el fuego de nuestro hogar y jugar a ser los anfitriones adultos que no nos sentíamos mientras pasábamos las fuentes de carne y servíamos el vino. Cuando la leña se consumía, nos limpiábamos el jugo de la carne de los labios y clamábamos por que YangYang nos contara viejas historias. Siempre dispuesto, este se inclinaba hacia delante sobre su silla. El brillo de las ascuas confería a los huesos de su semblante un aire importante y délfico, como el augur que intenta leer algo.

Winter también contaba historias extrañas, cuentos de ensueño y encantamientos, de dioses cautivos por culpa de la magia y de mortales que les pillaban desprevenidos. Esos dioses suyos eran extraños, en parte animales y en parte hombres, deidades rurales muy diferentes a los grandes dioses venerados en Troya. Todas esas historias contadas por su susurrante voz cantarina eran hermosas y a veces de lo más divertido, como cuando imitaba a un cíclope o el olfateo de un león tras un hombre oculto.

Luego, cuando nos quedábamos a solas, JaeHyun repetía algunos fragmentos de esos relatos en voz más alta y tocando algunas notas con la lira. Resultaba un placer ver cómo cosas tan adorables tal vez se convirtieran en canciones y a mí me complacía de forma especial porque sentía que ahora que había visto a Winter comprendía por qué pasaba las horas de su ausencia en compañía de la muchacha.

«Ahora es una de nosotros», pensaba yo, «un miembro de nuestro círculo, de por vida».

⚔️

—¿Qué sabes de Mark? —le preguntó JaeHyun una de esas noches.

Hasta ese momento ella había estado inclinada hacia atrás apoyada sobre las manos, con el fuego calentándole la parte interior de los brazos. Se sobresaltó al oír la voz del príncipe de Ftía y se incorporó. No era habitual que él se dirigiera a la muchacha, ni viceversa. Tal vez era un vestigio de lo sucedido en la aldea de Winter.

—No mucho —contestó la joven— No le he visto nunca, ni a él ni a nadie de la familia de Príamo.

—Pero habrás oído cosas—JaeHyun permaneció sentado, pero adelantó el cuerpo.

—Un poco. Sé más de su esposa.

—Cualquier cosa está bien —repuso JaeHyun.

La muchacha asintió y se aclaró la garganta, como solía hacer antes de empezar una historia.

—Se llama Nayeon y es la única hija del rey Eetión de Tebas de Cilicia. Al decir de las gentes, Mark la ama más que a nada en el mundo.

»La vio por vez primera cuando fue al reino de su padre a por tributo. Nayeon le dio la bienvenida y le entretuvo durante el festín de aquella tarde. Al terminar la noche, Mark le había pedido al monarca la mano de su hija.

—Ha de ser una belleza.

—La gente dice que es guapa, pero no la más hermosa que pudo haber encontrado Mark. Se la conoce por su carácter dulce y espíritu gentil. La gente del campo la adora porque suele llevarles ropas y comida. Estaba embarazada, pero no he llegado a saber qué fue del niño.

—¿Dónde está Cilicia? —quise saber yo.

—Si vas en barco, al sur, sin apartarte de la costa. A caballo no está muy lejos de aquí.

—Cerca de Lesbos —precisó JaeHyun. Winter asintió.

Más tarde, cuando todos los demás se habían ido, JaeHyun me dijo:

—Hicimos una incursión contra Cilicia. ¿Lo sabías?

—No.

Él asintió.

—Recuerdo a ese hombre, a Eetión. Tenía ocho hijos. Intentaron repelernos.

—Y tú los mataste—Toda una familia asesinada.

Él se percató de mi gesto, aunque hice lo posible por ocultarlo, y aun así, como siempre, no me mintió.

—Sí.

Mataba hombres todos los días, y yo lo sabía. Volvía a nuestro pabellón empapado con su sangre y antes de cenar se frotaba hasta limpiarse la piel de esas manchas. Pero había momentos, como en esa ocasión, en que ese conocimiento me abrumaba. ¿Cuándo había pensado yo en todas las lágrimas derramadas por culpa del príncipe de Ftía? Y ahora Nayeon y Mark también estaban sufriendo por su culpa. En esos momentos, parecía estar sentado en el otro confín y no tan cerca de mí que podía sentir el calor creciente de su piel. Mantenía las manos en reposo sobre su regazo, llenas de callos por el manejo de la lanza, pero aún hermosas. Jamás había habido unas tan suaves ni tan letales.

Un velo parecía ocultar las estrellas del firmamento. Pude sentir la pesadez del aire. Esa noche iba a haber tormenta. La lluvia iba a empapar la tierra hasta inundarla. El agua iría cobrando fuerza cuando bajara a borbotones desde los picos y se llevaría por delante cuanto encontrara a su paso, casas, animales y hombres.

«Va a ser un diluvio», pensé.

—Dejé con vida a uno de sus hijos, al octavo —me explicó, rompiendo el hilo de mis pensamientos— para que su linaje no se extinguiera.

Resultaba extraño que un detalle tan nimio pareciera una gracia. Y aun así, ¿qué otro guerrero habría hecho algo parecido? Matar a toda una familia era una hazaña de la que alardear, una proeza que demostraba que eras lo bastante poderoso como para borrar un nombre de la faz de la tierra. Ese superviviente tendría hijos que mantendrían el nombre de la familia y contaría su historia. Ellos preservarían la memoria de los ocho hijos de Eetión, ya que no la vida.

—Me alegro —dije con el corazón henchido.

Los leños del fuego habían cobrado un color blanquecino a causa de las cenizas.

—No deja de ser curioso. Siempre he dicho que Mark nunca había hecho nada que me ofendiera, pero ahora él no puede decir lo mismo de mí.

24

Pasaron los años y un soldado, uno de los hombres de Yuta, empezó a quejarse sobre la duración de la campaña. Nadie le hizo caso en un principio, pues el tipo era feísimo y un conocido sinvergüenza, pero se mostró cada vez más elocuente.

—Han pasado cuatro años y nadie lo diría. ¿Dónde están los tesoros? ¿Y las mujeres? ¿Cuándo vamos a marcharnos? —Yuta le atizó un golpazo en la cabeza, pero el alborotador no se calló— ¿Veis cómo nos tratan?

Poco a poco, el descontento se extendió de un campamento a otro. Habíamos sufrido una estación terrible, particularmente húmeda, espantosa para hacer la guerra, con una gran abundancia de heridas, sarpullidos, torceduras de tobillos por culpa del lodo e infecciones. Las irritantes moscas se habían instalado de forma permanente sobre el campamento, y en algunos puntos había tantas que los enjambres parecían nubes de humo.

Hombres de un talante huraño y llenos de picores empezaron a rondar por el ágora. En un primer momento se limitaron a reunirse en corrillos poco nutridos y cuchichear, luego se les unieron muchos soldados y empezaron a hacer oír sus voces con más fuerza.

—¡Cuatro años!

—Ni siquiera sabemos si Ten está allí. ¿Alguien la ha visto?

—Troya jamás capitulará ante nosotros.

—Todos deberíamos dejar de luchar.

Lucas dio orden de azotarles en cuanto los escuchó, pero al día siguiente eran el doble, y algunos, y no pocos, eran de Micenas.

El líder envió una fuerza armada para dispersar a los malcontentos, que se escabulleron para regresar en cuanto la tropa se hubo marchado. La reacción de Lucas consistió en enviar una falange a guardar el ágora día y noche, pero esta tarea era frustrante y penosa, pues había que estar de guardia a pleno sol y soportar a las moscas. Al final de la jornada la falange se quedó en cuadro por culpa de las deserciones y aumentó el número de amotinados.

Lucas se sirvió de espías para saber el nombre de los críticos; los hizo detener y azotar, pero al día siguiente varios cientos de hombres se negaron a luchar. Algunos alegaron estar enfermos, pero otros no dieron excusa alguna. Se corrió la noticia y de pronto más hombres se sintieron indispuestos. Arrojaron escudos y espadas en un montón delante de la tarima y bloquearon el ágora. Cuando Lucas intentó abrirse paso por la fuerza, se cruzaron de brazos y no se movieron.

Lucas se sonrojó más y más al ver que le negaban el acceso a su propia ágora y apretó con tanta fuerza su cetro de recia madera con bandas metálicas que los nudillos de los dedos se le volvieron blancos. El hombre situado enfrente de él le lanzó un salivazo que cayó a sus pies, y él alzó el cetro y lo descargó con fuerza sobre su cabeza. Todos oímos el chasquido del hueso al romperse. El golpeado se desplomó fulminado.

No creo que el Atrida pretendiera golpearle tan fuerte. Se quedó petrificado, contemplando el cuerpo tendido a sus pies, incapaz de moverse. Un compañero se arrodilló para retirar el cadáver. Tenía la mitad del cráneo hundido a resultas del porrazo. Los hombres pasaron la noticia entre cuchicheos con un sonido similar al de un rayo. Muchos de ellos sacaron los cuchillos. Oí murmurar algo a JaeHyun y enseguida se fue de mi lado.

El rostro de Lucas reflejó a la perfección la gradual comprensión de su error. Había cometido la imprudencia de dejar atrás a su leal guardia y ahora estaba rodeado. Si había alguien dispuesto a ayudarle, no llegaría a tiempo. Contuve la respiración, convencido de que estaba a punto de verle morir.

—¡Hombres de Hélade! —Todos se volvieron hacia él al oír los gritos. JaeHyun se había encaramado a lo alto del montón de escudos. Estaba serio, pero parecía un campeón de los pies a la cabeza, era hermoso y fuerte— Estáis enfadados.

Eso llamó la atención de la tropa, pues desde luego que lo estaban. Resultaba poco frecuente que un general admitiera ante sus hombres que tenían ese estado de ánimo.

—Hablad, decid los motivos de vuestra queja.

—Queremos irnos—La voz provenía de la parte final del gentío— La guerra es inútil.

—El general nos mintió.

Se oyó un creciente murmullo de conformidad.

—Esto dura ya cuatro años—Esa última voz fue la más airada de todas.

Yo no podía culparles. Esos cuatro años para mí eran un regalo, un tiempo arrebatado a las manos miserables del destino, pero a ellos les habían privado de una vida, lejos de sus hijos y esposas, lejos de la familia y el hogar.

—Es vuestro derecho cuestionar estas cosas —convino JaeHyun— Os sentís engañados. Se os prometió la victoria.

—¡Sí!

Atisbé el rostro de Lucas, retorcido por una mueca de rabia, pero el general se hallaba entre la multitud, y no podía ni zafarse ni hablar sin montar una escena.

—Decidme, ¿acaso os creéis que el aristós achaion lucha en una guerra sin esperanza? —Los soldados no respondieron— ¿Y bien?

—No —respondió alguien. JaeHyun asintió con gravedad.

—No, no, y estoy dispuesto a jurarlo por lo que queráis. Estoy aquí porque creo en la victoria. Y pienso quedarme hasta el final.

—Esto está bien para ti —replicó una voz— pero ¿y para los que quieran irse?

Lucas abrió la boca para responder. Imaginé perfectamente lo que podría haber dicho. «De aquí no se va nadie. Los desertores serán ejecutados». Por suerte, JaeHyun fue más rápido.

—Podéis marcharos cuando gustéis...

—¿Podemos...? —preguntó una voz, llena de dudas.

—Por supuesto —JaeHyun hizo una pausa y les dedicó su sonrisa más amigable y jovial— Pero yo me quedaré con vuestra parte cuando tomemos Troya.

Esa respuesta alivió la tensión del ambiente y escuché unas cuantas risas. El príncipe de Ftía les hablaba de tesoros a ganar, y donde había codicia, había esperanza.

JaeHyun advirtió el cambio de ánimo de la tropa y dijo:

—Ha llegado el tiempo de tomar el campo o los troyanos van a pensar que tenemos miedo—Desenfundó su acero y lo sostuvo en alto— ¿Quién se atreve a demostrarles lo contrario?

Alguien voceó su acuerdo y enseguida se produjo un clamor general cuando los hombres reclamaron sus armaduras y recogieron las lanzas. Levantaron en vilo el cadáver y se lo llevaron. Todos se mostraron de acuerdo en que siempre había sido un alborotador. JaeHyun descendió de la tarima de un salto y pasó junto a Lucas, saludándole con un asentimiento formal. El rey de Micenas no dijo nada, pero observé cómo no le quitaba la vista de encima durante mucho tiempo después de eso.

⚔️

Tras el motín abortado, Doyoung ideó un proyecto con el fin de mantener a los hombres demasiado ocupados para descansar: una gigantesca empalizada erigida alrededor de todo el campamento. Pretendía que tuviera quince kilómetros de longitud para proteger las tiendas y las naves de un posible ataque desde la llanura. En la base habría un foso lleno de lanzas y puntas afiladas.

Yo estaba convencido de que los hombres iban a darse cuenta de que era una estratagema en cuanto Lucas lo anunciara. En los cinco años de guerra, ni el campamento ni las naves habían corrido el menor peligro por muchos refuerzos que recibiera el enemigo. Después de todo, ¿quién iba a superar a JaeHyun?

Kun se apresuró a tomar la palabra para alabar el plan y asustó a los hombres con visiones de salidas nocturnas de los troyanos y barcos en llamas. Eso último fue de lo más efectivo, pues nadie podría regresar a casa sin naves. Al final de la jornada, los ojos de todos relucían con avidez. Cuando los soldados se dirigieron alegremente a los bosques con sus hachas y niveles, Doyoung se fue en busca del primer alborotador, que respondía al nombre de Tersites, y sin armar mucho alboroto le dejó inconsciente de una paliza.

Así se acabaron los motines en Troya.

Las cosas cambiaron después de aquello, tal vez por el trabajo coyuntural en la estacada o por conjurar la violencia gracias a la misma, pero todos nosotros, desde el soldado de a pie hasta el mismísimo general en jefe, empezamos a pensar en Troya como una suerte de hogar. Nuestra invasión se había convertido en ocupación. Hasta ese instante habían vivido como carroñeros, consumiendo los despojos de las tierras y granjas devastadas, pero ahora empezamos a construir, y no solo el cercado, sino otros edificios característicos de un poblado: una forja, un redil para el ganado robado a las granjas vecinas, y hasta un cobertizo para el alfarero. En ese último, artesanos no profesionales se pusieron a trabajar para reemplazar los objetos de cerámica que habíamos traído con nosotros, pues la mayoría de ellos estaban rotos o sufrían serios deterioros por culpa del duro trato recibido en el campamento. Todo cuanto teníamos ahora era robado o usado, y había tenido al menos dos propietarios. Solo seguían impolutas y puras las insignias y las armaduras de los reyes.

Los soldados empezaron a sentirse más como compatriotas y menos como integrantes de una docena larga de ejércitos distintos. Aquellos hombres que habían zarpado de Áulide siendo cretenses, chipriotas y argivos eran ahora simples griegos. Todos formaban parte del mismo bando frente a la otredad de los troyanos. Las distinciones se difuminaron entre ellos al compartir comida, mujeres, vestidos e historias de batallas. La fanfarronada de Lucas de unir a todos los griegos no fue tal, después de todo. El sentimiento de amistad tan impropio de nuestros reinos tan belicosos y aquella camaradería perduraron incluso años después, y durante una generación no hubo guerras entre quienes habíamos luchado en Troya.

⚔️

Tampoco yo fui una excepción. Tuve ocasión de conocer a muchos hombres durante aquellos seis o siete años, ya que pasé cada vez más horas en el pabellón de Macaón y menos tiempo con JaeHyun en el campo de batalla. Todo el mundo terminaba por pasar por la tienda médica en un momento u otro, ya fuera por un dedo aplastado o un uñero. Incluso XiaoJun vino, cubriéndose con la mano un terrible forúnculo. Los soldados se encaprichaban con sus esclavas y las traían a nosotros cuando se quedaban en estado. Les entregábamos a sus hijos en medio de enérgicos lloros y les curábamos las heridas sufridas cuando se hacían mayores.

Y no solo me traté con la soldadesca. Con el tiempo, llegué también a conocer a los reyes. Al final de cada jornada Néstor quería su jarabe para la garganta, templado y endulzado con miel; Johnny tomaba opio para las jaquecas y Yuta, un preparado para aliviar la acidez de estómago. Eso me hizo ver lo mucho que confiaban en mí; acudían a mí en busca de consuelo. Y ellos me cayeron cada vez mejor, sin importar lo difíciles que se pusieran durante los consejos.

Me granjeé una reputación y un prestigio en el campamento. La gente acudía a mí, confiados en la rapidez de mis manos y en el poco daño que causaba. Podalirio estaba cada vez menos en el pabellón médico a la hora de su turno y era yo quien permanecía allí cuando se ausentaba Macaón.

JaeHyun empezó a sorprenderse cuando saludaba a la tropa mientras paseábamos por el campamento. Me sentía gratificado cuando ellos me contestaban con un saludo y señalaban una cicatriz que había sanado bien.

Cuando nos alejábamos, JaeHyun meneaba la cabeza.

—No sé cómo te acuerdas de ellos. A mí me parecen todos iguales, te lo juro.

Me reí y volví a señalarlos.

—Ese es Estéleno, el auriga de Kun, y ese otro Podarces, su hermano fue el primero en caer, ¿te acuerdas?

—Son demasiados —repuso— Será más sencillo si todos se acuerdan de mí.

⚔️

Nuestra hoguera empezó a estar menos concurrida cuando una mujer tomó discretamente a un mirmidón primero como amante y luego como esposo. Y luego otra, y otra. Ya no necesitaban sentarse junto a nuestro hogar, tenían el suyo propio. Nos alegramos. En el campamento había risas y por la noche se oían voces de placer, y más tarde llegó la hinchazón de los vientres. Los mirmidones sonrieron con satisfacción. Nosotros acogíamos de buen grado todo aquello, toda esa felicidad suya era como la guinda en el pastel de la nuestra.

Al cabo de un tiempo, solo quedó Winter, la de negros cabellos y rostro más afilado que de costumbre. Jamás tomó un amante a pesar de su belleza y de que la rondaron casi todos los mirmidones. En vez de eso, ella se convirtió en una especie de tía, una mujer con dulces, pociones de amor y telas suaves para el maquillaje de los ojos. Así es como pienso en nosotros cuando recuerdo nuestras noches en las playas de Troya: JaeHyun y yo sentados uno junto al otro, cerca del sonriente YangYang, XiaoJun trabucándose la lengua en el remate de los chistes y Winter, la de mirada discreta y ojos raudos, riendo a carcajadas.

⚔️

Me desperté antes del alba y sentí la primera punzada de frío en el aire. Era un día festivo, donde se ofrendaban al dios SiCheng los primeros frutos de la cosecha. Junto a mí descansaba el cálido cuerpo desnudo de JaeHyun, lánguido a causa del sueño. Reinaba la oscuridad en el interior de la tienda, y yo apenas podía verle los rasgos de la cara, la fuerte mandíbula y la dulce curva de sus ojos. Quise despertarle para verle abrir los párpados, un espectáculo del que nunca me cansaba a pesar de haberlo visto miles de veces.

Deslicé la mano sobre su pecho y le acaricié los músculos del vientre. Ahora los dos estábamos bastante musculados, incluso yo, después de pasar tantos días en el campo de batalla y el pabellón blanco de los médicos. Me sorprendía a veces ver algún atisbo de mí mismo. Era un hombre ancho, como mi padre, aunque más enjuto. Él se estremeció al contacto de mis dedos y yo sentí crecer el deseo en mi interior.

Retiré las mantas para poderle ver del todo. Me incliné y le rocé con los labios, dejando sobre su estómago un reguero de besos suaves.

Las luces del alba se filtraron por la puerta de la tienda y el interior se iluminó, lo cual me permitió ver el instante en que se despertaba y tomaba conciencia de mi presencia. Nuestros miembros se deslizaron unos sobre otros, siguiendo senderos que habíamos recorrido tantas veces con anterioridad, y aun así seguían siendo nuevos.

Nos levantamos algo después y tomamos el desayuno. Habíamos alzado los faldones de la tienda para que entrara el aire que ahora se desparramaba sobre nuestra piel de un modo muy agradable. Por el espacio abierto observábamos el ir y venir de los mirmidones a sus quehaceres, el paseo de XiaoJun hasta la orilla para darse un baño y el mismísimo mar, de aspecto tentador y aguas cálidas gracias al calor estival. Apoyé la mano sobre la rodilla de JaeHyun con familiaridad.

Él no entró por la puerta, simplemente apareció allí, en el centro de la tienda, donde antes había un espacio vacío. Solté un jadeo y retiré la mano que había estado apoyada. Era una tontería, lo sabía incluso mientras lo hacía, pues era un dios y podía vernos cuando se le antojara.

—Padre—la saludó.

—He recibido un aviso—Soltó las palabras con brusquedad, como haría un búho mientras picoteaba un huevo. El pabellón estaba en penumbra, pero la piel de Haechan emitía luz... y frío. Podía verle todos los rasgos del semblante, cada pliegue de su centelleante atuendo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi tan de cerca, desde Esciro. Yo había cambiado desde entonces. Había ganado fuerza y tamaño, y ya me crecía la barba, aunque me la solía afeitar. Pero él seguía igual, por supuesto que sí— SiCheng ha montado en cólera y busca formas de actuar contra los griegos. ¿Vas a ofrendarle hoy un sacrificio?

—Sí —contestó JaeHyun. Los dos respetábamos los días festivos a rajatabla, rajábamos las gargantas de las ofrendas y quemábamos la grasa.

—Debes... —repuso Haechan con la mirada fija en JaeHyun. No parecía verme siquiera— Ha de ser una hecatombe—Esa era la mayor de nuestras ofrendas, un centenar de ovejas o de vacas. Únicamente los hombres de mayor riqueza y poder podían permitirse un acto de devoción tan oneroso— Da igual lo que hagan los demás, tú haz lo que te digo. Los dioses eligen bando y no debes incurrir en su ira.

Nos íbamos a pasar todo el día sacrificando animales y el campamento iba a apestar a osario durante una semana, pero JaeHyun asintió y prometió:

—Lo haremos.

—Aún hay más —anunció el dios.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi vacilar al nereida. Debía tratarse de algo terrible si hacía dudar a un dios.

—Una profecía dice que el mejor de los mirmidones va a morir antes de que pasen otros dos años.

JaeHyun se quedó completamente inmóvil, pero dijo:

—Sabíamos que iba a suceder.

Él movió la cabeza con vehemencia.

—No. La profecía augura que estarás vivo cuando eso suceda.

JaeHyun torció el gesto.

—¿Sabes a qué puede referirse?

—No —contestó— Temo algún truco—Las Moiras eran bien conocidas por hablar en enigmas muy poco claros hasta que se había colocado la última pieza; entonces eran de una claridad amarga— Debes estar atento e ir con mucho cuidado.

El dios no parecía haberse percatado de mi presencia hasta ese momento, pero entonces posó en mí los ojos y arrugó la nariz, como si acabara de detectar un hedor. Se volvió hacia su hijo y le espetó:

—Él no es digno de ti. Nunca lo ha sido.

—En eso no estamos de acuerdo —respondió JaeHyun. Lo dijo como si lo hubiera repetido cientos de veces, lo cual era probable.

Haechan profirió por lo bajo un sonido de desdén y se desvaneció.

—Está asustado —me dijo JaeHyun, volviéndose hacia mí.

—Lo sé —contesté, y carraspeé en un intento de deshacer el nudo de mi garganta.

—Si yo estoy excluido, ¿quién es el mejor de los mirmidones?

Hice un repaso de nuestros capitanes y pensé en XiaoJun, que se había convertido en el valioso segundo de JaeHyun en la batalla, aunque no hasta el punto de designarle como el mejor.

—No tengo ni idea —respondí.

—¿Crees que puede referirse a mi padre?

Taeil estaba en casa, Ftía. Había luchado con Jaemin y Perseo. En sus tiempos había sido una leyenda gracias a su bondad y a su coraje, aunque no sabía yo si eso valía también para tiempos venideros.

—Tal vez —admití.

Permanecimos en silencio durante un tiempo hasta que al final él dijo:

—Supongo que no tardaremos en saberlo.

—No eres tú, al menos estamos seguros de eso.

Esa misma tarde realizamos el sacrificio tal y como nos había indicado Haechan. Los mirmidones prepararon unas grandes hogueras junto al altar y yo sostuve más y más cuencos mientras JaeHyun iba rebanando cuellos. Quemamos los muslos con cebada y granadas, y sobre los restos vertimos el mejor vino. «SiCheng ha montado en cólera», nos había dicho el nereida. Era uno de nuestros dioses más poderosos, capaz de detener el corazón de un hombre con sus flechas, raudas como los rayos del sol. No se me conocía por tener una especial piedad, pero ese día oré a SiCheng con una intensidad que habría rivalizado con el mismísimo Taeil. Y fuera quien fuera el mejor de los mirmidones, también recé una plegaria por él.

⚔️

Winter me pidió que le enseñara algo de medicina y a cambio me prometió formarme en el área de la botánica, algo indispensable para la menguante reserva de Macaón. Estuve de acuerdo y pasé unos días estupendos con ella en el bosque, partiendo ramas de árboles que colgaban a baja altura para luego sacar de debajo setas y hongos tan suaves y delicados como la piel de un niño.

En el transcurso de aquellos días su mano rozaba la mía de vez en cuando. Ella alzaba la vista y sonreía. Gotas de rocío pendían de su pelo y sus orejas como si fueran perlas. Llevaba una falda larga atada por comodidad alrededor de las rodillas, lo que permitía ver sus pies, firmes y fuertes.

Uno de esos días hicimos un alto para desayunar. Sacamos pan envuelto en telas, queso, tiras de cecina, y dimos buena cuenta de ello, luego fuimos a un arroyo, donde bebimos de la corriente. Era primavera y nos hallábamos rodeados por todas las muestras de la fertilidad de las tierras anatolias. Durante tres semanas, la naturaleza se vestía de todos los colores, estallaba hasta el último capullo y los pétalos se desplegaban en todo su esplendor. Luego, cuando pasara el arrebato de ese alboroto, se asentaría para dejar obrar laborioso al verano. Era mi estación favorita.

Debí haberlo visto venir y al no haberlo hecho es posible que se me tenga por estúpido. Le estaba contando una historia, algo relacionado con Quirón, creo, y ella me escuchaba, con los ojos oscuros como la tierra donde estábamos sentados. Se quedó callada cuando yo terminé, lo cual no resultó extraño; a menudo se sumía en el silencio. Nos quedamos sentados uno junto al otro con las cabezas muy próximas, como si estuviéramos conspirando. Podía oler la fruta que acababa de comerse y la esencia de rosas que había prensado para las otras chicas y que aún le manchaba los dedos. Pensé en lo mucho que la apreciaba y miré su semblante serio y sus ojos almendrados. La imaginé de niña, el revuelo al correr de sus piernas huesudas con arañazos de tanto subir a los árboles. Me habría encantado conocerla entonces, que ella me hubiera acompañado en la casa de mi padre y hubiera podido lanzar piedras con mi madre. Casi podía imaginarla allí, rondando por el lindero de mis recuerdos, y entonces... sus labios rozaron los míos. Me quedé inmóvil de la sorpresa. Su boca era delicada y un poco vacilante. Cerró los ojos con dulzura. Mis labios se entreabrieron por su cuenta, casi por costumbre. Así transcurrió un momento, con el suelo a nuestros pies y la brisa removiendo el efluvio de las flores. Entonces ella retrocedió con los ojos bajos a la espera de un veredicto. El pulso me martilleaba los oídos, pero no como cuando se trataba de JaeHyun. Era algo más cercano a la sorpresa y el miedo a herirla. Puse una mano sobre las de Winter y entonces ella lo supo, lo supo por la forma en que le tomé la mano y el modo en que la miré.

—Lo siento —murmuró.

Sacudí la cabeza, pero no se me ocurrió nada que decir. Ella alzó los hombros, que parecían alas plegadas.

—Sé que tú le amas —dijo, vacilando antes de pronunciar cada palabra— ya lo sé, pero pensé que... Bueno, algunos hombres tienen esposas y amados.

Su rostro se empequeñeció y parecía tan triste que no fui capaz de permanecer callado.

—Winter, si alguna vez hubiera deseado tomar esposa, te habría elegido a ti.

—Pero tú no deseas tener una mujer.

—No —respondí con la mayor gentileza posible. Ella asintió, y volvió a bajar los párpados. Escuché la lentitud de su respiración y un débil temblor en su pecho— Lo siento —repetí.

—¿Ni siquiera deseas tener hijos? —inquirió. La pregunta me sorprendió, pues yo mismo me tenía todavía por un crío, aunque muchos de mi edad habían sido padres varias veces.

—No creo que yo fuera un gran padre —contesté.

—Yo lo veo de otra forma.

—¿De veras?

Lo pregunté con tranquilidad, pero pareció sonar muy hondo, así que ella vaciló y respondió:

—Tal vez.

Y entonces, cuando ya era demasiado tarde, comprendí lo que en realidad me había pedido. Me sonrojé, avergonzado por mi falta de consideración. Me sentí humillado, abrí la boca para decir algo, quizá para darle las gracias. Pero Winter ya se había puesto de pie y se estaba sacudiendo el vestido.

—¿Nos vamos?

Solo podía hacer una cosa: levantarme y unirme a ella.

⚔️

Esa noche no pude dejar de darle vueltas a lo de Winter y mi hijo. Vi el tropiezo de unas piernas, y unos mechones negros, y los grandes ojos de la madre. Nos vi junto al fuego a Winter, a mí... y a nuestro hijo jugando con un trozo de madera que yo le había tallado. Aun así, había un vacío en la escena, el dolor de una ausencia.

¿Dónde estaba JaeHyun? ¿Muerto? ¿O acaso nunca había existido? Yo no podía vivir esa vida. «Pero Winter no me lo ha pedido». Ella me lo ha ofrecido todo, ella misma, el niño y también JaeHyun.

Me moví para ponerme enfrente de JaeHyun.

—¿Has pensado en tener hijos?

Tenía los ojos cerrados, pero no estaba dormido.

—Ya tengo uno.

Eso me sorprendía cada vez que me acordaba. Su hijo con Karina. Haechan le había dicho que era un niño, se llamaba Chenle. «Nueva guerra». Se le conocía por su apodo, Pirro; se lo habían puesto por el intenso color rojo de su pelo. Me perturbaba pensar que una parte de JaeHyun vagaba por el mundo.

—¿Se parece a ti? —le había preguntado en una ocasión. JaeHyun se había encogido de hombros antes de contestar:

—No lo he preguntado.

—¿Y te gustaría verle? —inquirí ahora. Él negó con la cabeza.

—Es mejor que le críe mi madre. Estará mejor con ella.

Yo no estaba de acuerdo, pero no era el mejor momento de decirlo. Esperé un instante para que él me preguntara si deseaba tener hijos, pero no lo hizo. Su respiración se hizo más acompasada. Siempre se dormía antes que yo.

—JaeHyun...

—¿Sí...?

—¿Te gusta Winter?

Crispó el gesto, pero no abrió los ojos.

—¿Gustarme?

—Ya sabes, para gozarla...

Abrió los párpados, más alerta de lo que yo había esperado.

—¿Y eso qué relación tiene con los niños?

—Nada—Pero era obvio que yo estaba mintiendo.

—¿Desea tener un hijo?

—Tal vez sí.

—¿Conmigo?

—No.

—Eso está bien —repuso, y entornó de nuevo los párpados. Pasaron unos instantes y yo estaba convencido de que se había dormido, pero entonces dijo—: Es contigo, quiere tener un hijo tuyo.

Mi silencio fue su respuesta. La manta que le cubría se le resbaló sobre el pecho cuando se incorporó.

—¿Está preñada? —preguntó. Había en su voz una tirantez como no había apreciado nunca.

—No.

Los ojos de JaeHyun bucearon en los míos en busca de respuestas.

—¿Y tú quieres tenerlos? —me preguntó. Advertí su lucha interior en su semblante. Los celos eran algo insólito en él, no formaban parte de su persona. Estaba herido, pero no sabía cómo verbalizarlo. De pronto, me sentí cruel por haber sacado el tema.

—No, no, creo que no.

—Si así lo quieres, estaría bien—Eligió con cuidado cada palabra. Pretendía ser justo. Pensé otra vez en el chico de cabellos negros; y luego pensé en JaeHyun.

—Ya está bien ahora —respondí.

El alivio de su semblante me colmó de dulzura.

⚔️

Las cosas fueron un tanto forzadas durante algún tiempo después de aquello. Winter me evitaba, pero yo la llamaba e íbamos juntos a pasear, como siempre habíamos hecho. Conversábamos sobre los cotilleos del campamento y sobre medicina. Ella no me hablaba de esposas y yo tenía buen cuidado de no sacar a colación el tema de los niños. Aun así, advertí una gran ternura en sus ojos cada vez que me miraba y yo hice lo posible para devolvérsela en la medida que me era posible.

25

Una muchacha subió a la tarima un día del noveno año de guerra. En el moflete lucía un moratón que se le extendía como vino derramado por la mejilla. Una serie de cintas le caían desde el pelo, unas cintas ceremoniales que la identificaban como servidora consagrada a un dios. Era la hija de un sacerdote, según oí decir a alguien. JaeHyun y yo intercambiamos una mirada.

Era hermosa a pesar del pánico. Tenía unos enormes ojos de color avellana y un rostro redondeado; una melena de color castaño le caía suelta sobre las orejas; era de figura delgada y tenía aspecto de niña. Sus ojos se anegaron como dos lagos desbordados y el llanto rodó por sus mejillas. Llevaba las manos atadas a la espalda.

La cautiva alzó los ojos y miró al cielo en señal de muda plegaria mientras los hombres se congregaban en el ágora. Le di un codazo a JaeHyun y él asintió, pero, antes de que pudiera reclamarla, Lucas puso una mano sobre el suave hombro de la muchacha y anunció:

—Esta es Jennie, y la reclamo para mí.

Dicho esto, tiró de ella para sacarla del estrado y se la llevó bruscamente a su tienda.

Reparé en el gesto de contrariedad de Jisung, tenía la boca medio abierta, como si fuera a formular una objeción, pero luego la cerró, y Doyoung dio por terminada la distribución.

⚔️

Apenas había transcurrido un mes de aquella escena cuando apareció el padre de la muchacha con un cayado claveteado de oro y enguirnaldado con hilo dorado. Tenía un fuerte y ancho rostro de rasgos marcados. Lucía el pelo suelto, pero adornado con algunas cintas, a juego con su cayado. Se advertían ribetes de rojo y oro en su túnica suelta, cuya tela se hinchaba y flameaba alrededor de sus piernas. Detrás de él, unos silenciosos sacerdotes de menor rango se esforzaban para soportar el peso de unos enormes cofres de madera. El sumo sacerdote no aminoró el paso para acomodarse al ritmo más lento de sus acólitos, sino que caminó hacia delante sin darles tregua.

La pequeña comitiva pasó por delante de las tiendas de Yuta, Kun y Néstor (las más próximas al ágora) y se detuvo ante el estrado. JaeHyun y yo nos enteramos y acudimos enseguida, esquivando a los soldados más lentos. Para cuando llegamos, el sacerdote se había plantado allí cayado en mano y con el mentón alzado. Lucas y Johnny subieron a la tarima y se acercaron a él, el troyano se limitó a quedarse allí con pose orgullosa delante de sus tesoros y sus jadeantes subordinados.

Lucas echaba chispas ante semejante osadía, pero se mordió la lengua.

Por último, cuando se hubieron congregado los suficientes soldados, atraídos de todos los rincones del campamento por los rumores, se volvió para dirigirse a todos ellos, con los ojos fijos en el gentío, mirando a reyes y soldados, y por último a los hijos gemelos de Atreo, que permanecían de pie ante él sobre el estrado.

Habló con voz resonante y grave, acostumbrada a dirigir las plegarias. Dijo llamarse Taemin y, cayado en mano, se identificó como sumo sacerdote de SiCheng en la Tróade. A renglón seguido señaló a los cofres, ahora abiertos, para mostrar oro, gemas y objetos de bronce refulgiendo al sol.

—Nada de eso nos dice por qué has venido, sacerdote Taemin —dijo Johnny con voz templada, pero con una nota de impaciencia. Ningún troyano se encaramaba al estrado de los reyes griegos para soltar discursos.

—He venido a rescatar a mi hija Jennie. El ejército griego se la llevó de nuestro templo de forma ilícita. Es una joven delgada con cintas en el pelo.

Los griegos murmuraron. Los suplicantes que ofrecían rescates se arrodillaban y se humillaban, no hablaban como reyes dictando sentencia en un tribunal, pero ese hombre era un alto sacerdote, poco acostumbrado a postrarse ante nadie que no fuera su dios, y se podía hacer una excepción. Ofreció una cantidad de oro generosa, el doble de lo que valía la muchacha, y uno nunca podía desdeñar el favor de un sacerdote. Aquella palabra, «ilícita», cortaba como una espada afilada, pero tampoco se podía decir que se equivocara al usarla.

—Lo primero de todo, jamás debió ser raptada.

Incluso Kun y Doyoung asintieron ante esas palabras, y Johnny suspiró de un modo que era como si lo hubiera dicho. Pero Lucas, grandón como un oso, dio un paso al frente con los músculos del cuello crispados por la ira.

—¿Así es como implora un hombre? Tienes suerte de que no te mate aquí mismo. Yo mando este ejército y no te doy permiso para hablar delante de mis hombres. Ya te doy mi respuesta: no. No habrá rescate. Ella es mi presa y no pienso liberarla ni ahora ni nunca, ni a cambio de esta basura ni de cualquier otra que puedas tratar— Lucas cerró las manos a escasos centímetros de la garganta de Taemin— Vete ahora mismo, sacerdote, y que no vuelva a verte por mi campamento... o tus guirnaldas no te salvarán.

Taemin apretó los dientes, aun cuando no sabríamos decir si fue a causa del miedo o para tragarse una réplica. Sus ojos brillaron con amargura. Se volvió con brusquedad y en silencio, bajó del estrado y volvió a la playa dando grandes zancadas. Los acólitos le siguieron con sus tintineantes arcones de tesoros.

Seguí contemplando a lo lejos la figura del apenado sacerdote en retirada incluso después de que Lucas se hubiera retirado y los hombres se hubieran puesto a cuchichear a mi alrededor. Quienes estaban situados al final de la playa dijeron que estaba llorando y que blandía el cayado contra el cielo.

Esa noche, deslizándose entre nosotros como una sierpe rápida y silenciosa, comenzó la plaga.

⚔️

A la mañana siguiente las mulas pusieron los ojos en blanco y empezaron a dejarse caer sobre las cercas con la respiración agitada entre borbotones de mucosidad amarilla. A eso de mediodía les siguieron los perros, que se pusieron a ladrar y gañir a los cuatro vientos mientras echaban espuma roja por la boca. A última hora de la tarde todos estos animales habían muerto o estaban agonizando en el suelo entre temblores, bañados en charcos de su propio vómito sanguinolento.

Macaón y yo, y después también JaeHyun, los quemábamos en cuanto sucumbían, sacábamos del campamento los cuerpos empapados de bilis, cuyos huesos resonaban cuando los lanzábamos a las piras. Aquella misma noche, a nuestro regreso al vivaque de los mirmidones, JaeHyun y yo nos frotamos con la áspera sal del mar y nos limpiamos con agua clara tomada del arroyo del bosque. No usamos el Simois, los serpenteantes y caudalosos ríos troyanos, porque todos los demás bebían de sus aguas y se bañaban en ellas.

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Al día siguiente empezaron a sucumbir los hombres. Cayeron abatidos por la enfermedad a centenares, encogidos allí donde se habían desplomado con los ojos saltones y lagrimosos, los labios cuarteados y sangrando por mentones y muñecas. Macaón, JaeHyun, Podalirio y yo, y por último también Winter, corríamos para arrastrar lejos los cuerpos de las últimas víctimas, abatidas de forma tan súbita como si cayeran por efecto de una lanza o una flecha.

Se creó un campo de enfermos en un extremo del campamento. Primero hubo diez o veinte, y luego cincuenta. Se estremecían a causa de la fiebre, pedían agua a gritos, se arrancaban la ropa para encontrar alivio al fuego que les ardía en las entrañas. Por último, en las postrimerías de la tarde, se les cuarteó la piel, donde había más agujeros macerados que en una manta agusanada, rezumando pus y carne sanguinolenta. Cuando cesaba el último de sus violentos espasmos, quedaban tendidos en el charco de sus vómitos, el contenido negruzco de sus intestinos mezclado con sangre.

JaeHyun y yo utilizamos hasta el último trozo de madera a nuestro alcance para levantar piras. Finalmente, la necesidad nos impulsó a olvidar el decoro y el ritual, y a cada fuego no arrojábamos un cuerpo, sino muchos. Ni siquiera teníamos tiempo de quedarnos a contemplar cómo la carne y los huesos se deshacían y se entremezclaban.

Al final, acabaron por unirse a nosotros la mayoría de los monarcas. El primero fue Johnny, y después Yuta, capaz de derribar tres árboles de un solo hachazo, y bien que los usamos todos para alimentar una hoguera tras otra.

Mientras trabajábamos, Kun iba entre los hombres y acabó por descubrir a los pocos que yacían ocultos en las tiendas, temblorosos a causa de la fiebre y el vómito. Sus amigos los habían ocultado porque aún no querían enviarlos a los campos de la muerte. Lucas no abandonó su tienda.

Pasó un día, y otro, y otro más, hasta que llegó un momento en que no hubo compañía ni rey que no hubiera perdido docenas de soldados. JaeHyun y yo cerramos los ojos de cientos de hombres, y por extraño que pudiera parecer, ninguno de ellos fue un rey. Perecieron nobles menores y soldados de a pie. También tuvimos ocasión de notar que no murió ninguna mujer. Nos miramos cada vez más recelosos conforme más y más hombres se derrumbaban de repente con un grito, agarrándose el pecho con las manos allí donde la plaga se le había clavado como si fuera un proyectil.

⚔️

Ocurrió durante la novena noche de aquella pesadilla de cadáveres arrojados a las piras y de sudar pus a chorros. Permanecíamos exhaustos y jadeantes dentro de nuestro pabellón, donde hacíamos trizas las túnicas que habíamos llevado durante el día para luego arrojarlas al fuego. Se había confirmado por mil formas diferentes nuestra sospecha de que no era una plaga natural ni se trataba del brote al azar de una pandemia. Era algo más, era un fenómeno tan repentino y catastrófico como la calma chicha en Áulide. Aquí obraba el disfavor de una deidad.

Nos acordamos entonces de Taemin y de la justa indignación del sumo sacerdote ante la blasfemia cometida por Lucas y su desprecio a los códigos de la guerra y el rescate justo, y también caímos en la cuenta de cuál era su dios, la divinidad de la luz, la medicina y la plaga.

JaeHyun salió de la tienda con sigilo cuando la luna estaba en lo alto y regresó al cabo de poco tiempo, oliendo a mar.

—¿Qué dice tu padre? —pregunté, incorporándome en la cama.

—Que tenemos razón.

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El décimo día de la plaga, el aristós achaion y yo nos dirigimos a la playa con el respaldo de todos los mirmidones y nos dirigimos al ágora. JaeHyun se encaramó al estrado y puso las manos en torno a la boca a modo de bocina para que se le oyera desde más lejos. Gritó por encima del rugido de las piras, el llanto de las mujeres y los gemidos de los moribundos, convocando a todos los hombres del campamento.

Los soldados acudieron a trompicones, con recelo y lentitud, parpadeando bajo la luz del sol. Estaban demacrados y tenían aspecto atormentado, temerosos de que los dardos de la plaga se hundieran en sus pechos como piedras en el agua y extendieran sus raíces como ondulaciones en un estanque. JaeHyun les observó llegar con la armadura bien puesta y la espada ceñida a un costado. El pelo le centelleaba como agua vertida sobre bronce pulido. No estaba prohibido que algún otro general convocara un encuentro, pero jamás había ocurrido durante los diez años que habíamos pasado ante las murallas de Troya.

Lucas y sus micénicos se abrieron paso a empellones entre el gentío y el general subió al tablado.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

JaeHyun le saludó con amabilidad y respondió:

—He congregado a los hombres para hablar de la plaga. ¿Me das licencia para dirigirme a ellos?

La rabia y la vergüenza encorvaron un poco más los hombros de Lucas; él tendría que haber convocado esa reunión hace mucho, y lo sabía. Ahora difícilmente podría reprender al príncipe de Ftía por hacerlo, especialmente delante de la tropa. El contraste entre ambos dirigentes no podía ser más acusado: JaeHyun estaba relajado y exudaba control, había en él un desahogo que desdecían las piras funerarias y las mejillas consumidas. Lucas torció el gesto con ese rostro suyo cerrado como el puño de un avaro.

JaeHyun esperó a que se hubieran acomodado los hombres, nobles y gente del común. Entonces se adelantó y se dirigió a ellos con una sonrisa.

—Reyes, señores, hombres de los reinos griegos, ¿cómo vamos a librar una guerra si nos mata una plaga? Es tiempo, tiempo de sobra, de que sepamos qué hemos hecho para merecer la ira de un dios.

Se desató una tormenta de cuchicheos y susurros. Los hombres ya habían sospechado de los dioses. ¿Acaso no venía de ellos todo el bien y todo el mal? Pero oírselo decir abiertamente al aristós achaion suponía un alivio. Su madre era una deidad y seguro que él lo sabía.

Lucas estiró los labios y enseñó los dientes. Estaba demasiado cerca de JaeHyun, como si pretendiera echarle del estrado, pero JaeHyun no pareció percatarse.

—Tenemos entre nosotros a un sacerdote, un hombre cercano a los dioses. ¿No deberíamos pedirle que hablara?

Los hombres asintieron mientras una oleada de esperanza recorría las filas. Oí un chasquido metálico. Al ver a Lucas con una mano en su muñeca supe qué era, el pausado movimiento de la hebilla de su manopla.

JaeHyun se volvió al rey.

—¿No es eso lo que tú me recomendaste?

Lucas entrecerró los ojos. No confiaba en la generosidad, no confiaba en nadie. Clavó los ojos en JaeHyun, a la espera de una trampa, pero al final, con ingratitud, respondió.

—Sí, lo hice—Hizo un rudo gesto a sus hombres— Traedme a Jisung.

La guardia sacó al sacerdote de entre la multitud a empujones. Tenía la costumbre de repasar los labios cuarteados con la lengua antes de hablar.

—Gran rey, príncipe de Ftía, me cogéis desprevenido. No pensé que... — Aquellos extraños ojos azules iban de Lucas a JaeHyun— Es decir, no esperaba ser interrogado sobre este tema aquí, delante de tanta gente—La voz iba y venía, como una comadreja al abandonar su madriguera.

—Habla —ordenó Lucas.

Jisung parecía azorado. Se humedeció los labios con la lengua una y otra vez.

—Seguramente habrás hecho sacrificios y habrás orado, ¿no?

—Sí, sí, por supuesto que sí, pero... —la voz le flaqueó— pero temo que mis palabras enojen a alguien poderoso y que no olvida un insulto con facilidad.

JaeHyun se agachó y puso una mano en el hombro sucio del clérigo, que dio un respingo, y le sujetó de forma amistosa.

—Nos morimos, Jisung. No hay lugar para esos temores. ¿Qué hombre de entre nosotros iba a volver tus palabras contra ti? Yo no lo haría, ni aunque dijeras que yo soy la causa. ¿Y vosotros...? —Miró a los hombres que tenía enfrente, y estos negaron con la cabeza— Ningún hombre en su sano juicio haría daño a un sacerdote. El cuello de Lucas estaba tenso como los cabos de una nave. De pronto tomé conciencia de lo raro que se me hacía verle ahí solo. Su hermano, Doyoung o Kun estaban siempre junto a él, pero ahora todos ellos esperaban a un lado, con el resto de los príncipes.

Jisung se aclaró la garganta antes de tomar la palabra.

—Los augurios demuestran que SiCheng está enfadado—SiCheng. El nombre del dios recorrió las huestes como el viento por el trigo del estío. Jisung miró al hijo de Atreo y luego al príncipe de Ftía. Tragó saliva— Al parecer, o eso dicen los augurios, le ha ofendido el trato dispensado a su siervo consagrado, Taemin— Lucas se cuadró de hombros y fulminó con la mirada al sacerdote, a quien se le trababa la lengua mientras proseguía—: Para apaciguarle, hay que devolver a la joven Jennie sin pedir rescate alguno y el gran rey Lucas debe ofrecer plegarias y sacrificios—Enmudeció después de haber pronunciado esa última palabra, como si le faltara el aire.

La sorpresa dibujó unas oscuras manchas rojas en el semblante de Lucas. Parecía una gran estupidez o un acto de suprema arrogancia no haber supuesto que todo aquello era culpa suya, pero no lo había hecho. Se hizo un silencio tan profundo que me pareció oír los granos de arena que removíamos con los pies.

El monarca se volvió hacia el sacerdote.

—Gracias, Jisung —dijo con una voz que chisporroteó en el aire— Gracias por traer siempre buenas noticias. La última vez fue mi hija. «Mátala», me dijiste, «porque has enojado a los dioses». Ahora pretendes humillarme delante de todo mi ejército—Se giró sobre el hombre con el rostro congestionado por la ira— ¿Acaso no soy tu general? ¿No he velado para que recibieras sustento, ropa y honores? ¿No son micénicos la mayor parte de los soldados de este ejército? La chica es mía, la recibí como premio, y no tengo intención de entregarla. ¿Acaso has olvidado quién soy?

Hizo una pausa, como si esperara o temiera que los hombres gritaran: «No, no».

Mas nadie lo hizo. Frunció los labios y soltó un gruñido.

—Rey Lucas —terció JaeHyun con voz ligera, casi divertida, mientras se adelantaba— nadie ha olvidado que eres el jefe de este ejército, estoy seguro, pero tú no pareces recordar que todos nosotros somos por derecho propio reyes, príncipes o cabezas de clan. Somos tus aliados, no esclavos.

Un puñado de hombres asintió y más hubieran deseado hacerlo también. Lucas profirió un sonido inarticulado y el rostro se le puso púrpura de la rabia. JaeHyun alzó una mano.

—No tengo la menor intención de deshonrarte, solo deseo poner fin a la plaga. Envía la chica al padre y acabemos con esto.

El rostro de Lucas se crispó por culpa de la ira y sus gruesas mejillas se llenaron de pliegues.

—Te comprendo, Pelida. Te crees que por ser hijo de un ninfo de los mares te asiste el derecho de jugar con los príncipes a tu antojo. Nunca te han enseñado cuál es tu lugar entre los hombres—JaeHyun abrió la boca para responderle, pero el micénico se adelantó— No digas nada—Sus palabras sonaron como un latigazo— Te arrepentirás como digas otra palabra más.

—¿Me arrepentiré? —El rostro de JaeHyun permaneció inexpresivo— No creo, gran rey, que puedas permitirte el lujo de decirme esas cosas —añadió en voz baja, pero perfectamente audible.

—¿Me amenazas? ¿A mí? —chilló el general— ¿No le habéis oído amenazarme?

—No es una amenaza. Dime, ¿qué es tu ejército sin mí?

El rostro del micénico enrojeció intensamente de pura maldad.

—Siempre has tenido una opinión demasiado buena de ti mismo. Debimos haberte dejado donde te encontramos, escondido tras las faldas de tu madre, vestido tú mismo con otras faldas.

Los hombres se quedaron confundidos y torcieron el gesto antes de ponerse a murmurar entre ellos.

JaeHyun cerró las manos a los costados y logró mantener la compostura a duras penas.

—Dices eso para desviar la atención de ti. ¿Cuánto tiempo habrías dejado morir a tus hombres si yo no hubiera convocado este concilio? ¿Puedes responder a eso?

Pero el monarca micénico ya estaba rugiendo para hacerse oír por encima de JaeHyun.

—Cuando todos estos hombres vinieron a Áulide, se arrodillaron para ofrecerme su lealtad, todos salvo tú. Tengo la impresión de que nuestra tolerancia ante tu arrogancia ha durado demasiado. Es tiempo, tiempo de sobra —dijo, imitando a JaeHyun— de que prestes ese juramento.

—No necesito probarme ante ti ni ante ninguno de vosotros—JaeHyun habló con voz fría y alzó el mentón en gesto de desdén— Estoy aquí por voluntad propia y tienes suerte de que sea así, o de lo contrario no sería yo quien tendría que arrodillarse.

Había ido demasiado lejos. Los hombres se removieron a mi alrededor. El hijo de Atreo se lanzó a por esa oportunidad como un ave que se lanza en picado a por un pez.

—¿Habéis oído su orgullo? —Se volvió hacia JaeHyun— ¿No te arrodillarás?

El rostro del aristós achaion era pétreo cuando respondió:

—No.

—En tal caso, eres un traidor a este ejército y se te castigará como a tal. Tus premios de guerra son rehenes y quedarán a mi cuidado hasta que ofrezcas tu obediencia y sumisión. Empezaremos por la chica, Winter, ¿verdad? Servirá como compensación por la chica que me veo obligado a devolver.

Me quedé sin aire en los pulmones.

—Es mía, la recibí de todos los griegos —replicó JaeHyun. Cada palabra fue cortante como el cuchillo de un matarife— No puedes quitármela y te costará la vida si lo intentas. Piénsalo, gran rey, antes de perjudicarte.

La respuesta de Lucas se produjo de inmediato. Nunca iba a achantarse delante de una multitud. Jamás.

—No te temo. Voy a tenerla—Se volvió hacia su gente— Traed a la chica.

Advertí la sorpresa en el rostro de los reyes. Winter era un trofeo de guerra, la personificación del honor de JaeHyun. Al quitársela, Lucas negaba a JaeHyun la plenitud de su valor. Al oír murmurar a los hombres, albergué la esperanza de que alguien dijera algo, pero nadie habló.

El gran rey se había dado la vuelta, por eso no vio volar la mano de JaeHyun al acero. Se me detuvo el corazón. Le sabía capaz de atravesar de un solo espadazo el cobarde corazón del micénico, pero advertí en su rostro una lucha interior. Aún sigo sin saber por qué se detuvo, tal vez quería para el general un castigo peor que la muerte.

—Lucas —le llamó. Di un respingo al oír la rudeza de su voz. El rey se volvió y JaeHyun le hundió un dedo en el pecho. El micénico no pudo reprimir el resoplido de sorpresa— Tus palabras de hoy han causado tu muerte y la de tus hombres. No volveré a luchar por ti y tu ejército caerá sin mi concurso. Mark os molerá los huesos y esparcirá vuestra sangre por la arena. Y yo lo veré y me reiré. Vendrás a mí en busca de misericordia, pero no la tendrás. Todos morirán, Lucas, y será por lo que has hecho hoy aquí.

Y soltó un enorme salivazo que cayó entre los pies de Lucas. Después, enseguida estuvo a mi altura, y luego me dejó atrás. Tuve una sensación de vértigo mientras me daba la vuelta para seguirle, sintiendo que detrás de mí venían los mirmidones, cientos de hombres vociferantes que se abrían paso entre la muchedumbre que salía en tropel de sus tiendas.

⚔️

JaeHyun llegó enseguida a la playa gracias a unas enérgicas zancadas. Su ira era incandescente, un fuego le ardía debajo de la piel. Tenía los músculos tan tensos que me daba miedo tocarle, no fueran a saltar como cuerdas de arco. No se detuvo cuando llegamos a nuestro campamento. Tampoco se volvió para dirigirse a los hombres. Agarró la lona que hacía las veces de puerta de nuestra tienda y la arrancó al pasar.

Tenía la boca torcida, nunca la había visto tan fea, y los ojos enloquecidos.

—Le mataré —juró— le mataré—Tomó una lanza y la partió por la mitad en medio de una lluvia de astillas. Los trozos cayeron sobre el suelo— Estuve a punto de trincharle ahí fuera. No sé por qué no lo hice. ¿Cómo se atreve? —Cogió un aguamanil y lo estrelló contra una silla, haciéndolo añicos— ¡Los muy cobardes! Todos se mordían la lengua sin atreverse a hablar. ¿Lo viste? Ojalá Lucas les quite todos sus trofeos. Espero que se los arrebate uno a uno.

—¿JaeHyun? —preguntó fuera del pabellón una voz vacilante.

—Adelante —ordenó el interpelado.

—Lamento molestarte. YangYang me ordenó que me quedara para que pudiera enterarme de todo lo sucedido y así podértelo contar luego —explicó XiaoJun.

—¿Y? —preguntó JaeHyun. El auriga vaciló.

—Lucas preguntó por qué sigue con vida Mark. Le dijo a la tropa que no te necesitaban y que... tal vez no fueras... lo que dices que eres—Otro astil de lanza saltó hecho añicos entre los dedos de JaeHyun. XiaoJun tragó saliva— Ahora van a venir a por Winter.

JaeHyun me daba la espalda y no pude verle cuando se dirigió a su auriga:

—Déjanos.

XiaoJun se retiró y nos quedamos a solas.

Iban a venir a por Winter. Me puse en pie con los puños apretados. Me sentía fuerte, indomable, como si mis pies atravesaran la tierra y asomaran por el otro lado del mundo.

—Debemos hacer algo. Podemos ocultarla, tal vez en los bosques o...

—Lo va a pagar caro, y ahora—Había una nota feroz de victoria en su voz—Deja que venga a por ella. Él mismo se ha condenado.

—¿A qué te refieres?

—Debo hablar con Haechan—sentenció, e hizo ademán de abandonar la tienda, pero le agarré por el brazo.

—No tenemos tiempo. A tu regreso ya se la habrán llevado. Debemos hacer algo ¡ahora!

Se volvió y me miró con unos ojos extraños: las pupilas enormes y oscuras le devoraban la cara. Parecía hallarse a muchos kilómetros de allí.

—¿De qué me hablas?

—De Winter —repliqué, mirándole fijamente.

JaeHyun me devolvió la mirada. No pude advertir el parpadeo de alguna emoción en sus ojos.

—Nada puedo hacer por ella —contestó al fin— Lucas deberá pagar las consecuencias si elige ese camino.

Tuve la sensación de caer en las honduras del océano con dos pesados lastres atados a los pies.

—No vas a dejar que se la lleve.

Se volvió sin mirarme.

—Esa elección es de Lucas. Ya le dije lo que ocurrirá si lo hace.

—Sabes lo que le hará a Winter.

—Lucas decide —repitió— ¿No iba a privarme de mi honor? ¿No iba a castigarme? ¡Que se atreva!

Un fuego interior le iluminaba los ojos.

—¿No vas a ayudarla?

—No hay nada que yo pueda hacer —respondió de modo terminante.

Me abrumó el vértigo, como si estuviera bebido; no era capaz de hablar ni de pensar. Jamás me había enfadado con él y ahora no sabía cómo hacerlo.

—Ella es una de nosotros. ¿Cómo puedes dejar que se la lleve? ¿Dónde está tu honor? ¿Cómo puedes dejar que Lucas la deshonre?

Y entonces, de pronto, lo entendí todo, y la náusea se apoderó de mí. Me volví hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—He de avisarla —respondí feroz con voz rasposa— Tiene derecho a conocer tu elección.

⚔️

Me detuve un instante ante la tienda de Winter antes de retirar las pieles de la puerta.

—¡Winter! —me oí llamarla.

—¡Adelante! —me invitó con voz cálida, parecía complacida. Durante la plaga no habíamos tenido tiempo de hablar más allá de lo imprescindible.

Dentro, ella estaba sentada en un taburete y en su regazo sostenía maza y mortero.

En el aire flotaba un olor a nuez moscada. Sonreía.

Me retorcí de pena y dolor. ¿Cómo iba a decirle lo que sabía?

—Yo...

Intenté hablar, pero me detuve. Dejó de sonreír al ver mi cara desencajada, se levantó y enseguida acudió a mi lado.

—¿Qué ocurre? —Presionó la fría piel de su muñeca sobre mi frente— ¿Se encuentra bien JaeHyun? ¿Estás enfermo?

Sí, enfermo de vergüenza, pero ahora no había tiempo para la autocompasión.

Venían a por ella.

—Ha pasado algo —anuncié. La lengua pastosa se me pegaba a la boca y las palabras no me salían con facilidad— JaeHyun se dirigió hoy a los hombres y les dijo que SiCheng enviaba la plaga.

—Eso pensábamos—Asintió y puso la mano sobre la mía para confortarme.

Casi no pude continuar.

—Pero Lucas no..., y ahora se ha enfadado. JaeHyun y él han discutido y ahora el gran rey quiere castigarle.

—¿Castigarle? ¿Cómo? —Entonces advirtió algo en mis pupilas y su rostro se quedó inexpresivo— ¿Qué ocurre?

—Ha enviado hombres a por ti.

Advertí la llamarada de pánico en sus ojos por mucho que intentó ocultarla.

—¿Qué va a suceder?

Sentí una vergüenza corrosiva que me consumía los nervios. Era como una pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, pero no había nada de que despertar, era verdad. JaeHyun no iba a ayudar.

—Él...

No fui capaz de decir nada más, pero eso bastó, ella lo supo. Cerró la mano derecha sobre el vestido ajado y rasgado tras el durísimo trabajo de los nueve días anteriores. Gracias a un ímprobo esfuerzo logré farfullar palabras que pretendían ser de consuelo; le dije que la traeríamos de vuelta, que todo iba a ir bien. Mentiras, todo mentiras. Los dos sabíamos lo que iba a suceder en la tienda de Lucas, y también JaeHyun, pero aun así la enviaba allí.

Mi mente se llenó de imágenes apocalípticas y de cataclismo. Deseé que hubiera terremotos, erupciones, diluvios. Solo esos desastres parecían capaces de contener toda mi pena y mi rabia. Deseaba tener el mundo patas arriba y aplastado a mis pies.

Fuera sonó un cuerno. Ella se llevó la mano a la mejilla y se enjugó las lágrimas.

—Vete, por favor —susurró.

26


A lo lejos, dos hombres caminaban por la estrecha lengua de arena. Enarbolaban el emblema púrpura de Lucas con el símbolo de los heraldos grabado en las túnicas. Les conocía, eran Taltibio y Euríbates, los principales emisarios de Lucas; se les tenía por hombres discretos que gozaban de la confianza del gran rey. Se me formó un nudo de odio en la garganta. Deseé verlos muertos.

Los heraldos se acercaron entre las miradas furibundas de los guardias mirmidones, que hacían resonar sus armaduras de forma amenazadora. Se detuvieron a diez pasos de nosotros, parecieron pensar que eso bastaría para escapar si JaeHyun perdía los nervios. Me permití regodearme en una serie de imágenes sanguinarias: JaeHyun se les echaba encima, les retorcía el pescuezo y los dejaba sobre el suelo, desmadejados como conejos muertos entre las manos del cazador.

Tartamudearon un saludo sin dejar de mover los pies y con la mirada gacha.

—Hemos venido a hacernos cargo de la custodia de la chica —dijeron a continuación.

El aristós achaion contuvo la rabia y les contestó con sarcasmo y fría acritud. Toda aquella representación suya de gracia y tolerancia me hizo rechinar los dientes. A JaeHyun le gustaba dar esa imagen de sí mismo, la del joven ofendido que acepta estoicamente el despojo de su premio de guerra y sufre el martirio delante de todo el campamento. Oí mi nombre y vi que todos me miraban. Debía ir en busca de Winter.

Ella me estaba esperando con las manos vacías, pues no iba a llevarse nada.

—Lo siento —musité.

Ella no me dijo «Todo va bien», porque no lo iba. Percibí la cálida dulzura de su respiración mientras se inclinaba hacia delante y me rozaba los labios con los suyos. Luego, siguió adelante y se marchó.

Taltibio le cogió de un brazo y Euríbates del otro. Ambos hundieron los dedos en la piel de Winter, y no con suavidad precisamente. Tiraron de ella, deseosos de alejarse cuanto antes de nosotros, obligándola a elegir entre moverse o caer. La anatolia se volvió hacia nosotros. Quise conjurar la desesperación de sus ojos y miré fijamente a JaeHyun, con la esperanza de que levantara la vista y cambiara de idea, pero no lo hizo.

Salieron del campamento a toda prisa y poco después apenas fui capaz de distinguir sus figuras de las de otras siluetas oscuras que caminaban por la playa, comiendo, paseando y cuchicheando sobre la enemistad de sus reyes. La ira me consumió con la misma facilidad que un incendio devora los matorrales.

—¿Cómo puedes dejar que se la lleven? —mascullé, apretando los dientes.

—Debo hablar con Haechan—repuso con rostro demudado, huero, incomprensible como un idioma extranjero.

—Pues vete.

Le vi marcharse. Sentí en el estómago una quemazón como si en él ardieran unas brasas y me dolían las palmas de las manos de tanto como hundía en ellas las uñas.

«No conozco a ese hombre, nunca antes le he visto», dije en mi fuero interno. Sentí hacia él una rabia cálida como la sangre. Jamás iba a perdonarle.

Me imaginé destrozando nuestra tienda, destrozando la lira, hundiéndome un cuchillo en las tripas y sangrando hasta morir. Quise ver su rostro resquebrajado por el dolor y la pena. Quería hacer añicos la máscara de fría piedra que se había deslizado sobre el rostro del chico que conocía. Había entregado a Winter pese a saber lo que iba a hacerle Lucas.

Ahora esperaba de mí que yo aguardase impotente y obediente. Nada podía ofrecerle al Atrida a cambio de la seguridad de la muchacha. No podía sobornarle ni suplicarle. El monarca micénico había esperado largo tiempo para obtener ese triunfo, así que no iba a soltarla. Me vino a la mente la imagen de un lobo protegiendo su hueso. En Pelión abundaban ese tipo de lobos capaces de cazar hombres si el hambre les acuciaba lo suficiente. «Si uno te acechara, debes darle algo que desee más que a ti», me había aconsejado Quirón.

Solo había una cosa que el gran general deseara más que a Winter. Me eché un cuchillo al cinto y salí. Jamás me había gustado la sangre, pero eso ya no tenía remedio.

⚔️

Los guardias repararon en mí un poco tarde y se sorprendieron de verme armado. Uno reaccionó lo bastante rápido como para agarrarme, pero yo le hundí las uñas en el brazo y me soltó. Me miraron con necia expresión de sorpresa. ¿Acaso no era yo el perrito faldero de JaeHyun? Se hubieran enfrentado a mí si yo hubiese sido un guerrero, mas no lo era, y yo ya me había colado en el pabellón para cuando pensaron que debían retenerme.

Lo primero que vi nada más entrar fue a Winter. Estaba encogida en un rincón con las manos atadas. Lucas estaba de pie, de espaldas a la entrada, y la increpaba. Una chispa de triunfo iluminó su rostro cuando me vio entrar. Debió de pensar que había venido a suplicar. Imaginó que acudía allí como embajador de JaeHyun para implorar clemencia. O quizá para entretenerle a él, lo cual me enfureció. Abrió los ojos con desmesura cuando alcé el cuchillo e hizo ademán de sacar el suyo mientras abría la boca para llamar a su guardia, pero no le di tiempo a hablar. Me abrí las venas de la mano izquierda de un tajo. Me rasgué la piel, sí, pero la herida no fue muy profunda. Me di otra cuchillada y esta vez sí le acerté a la vena. Un surtidor de sangre lo puso todo perdido y, mientras unas gotas salpicaban a Lucas, oí gritar horrorizada a Winter.

—Las noticias que traigo son verdad, lo juro por mi sangre.

Lucas se echó atrás. El juramento y la sangre contuvieron su mano. Él siempre había sido supersticioso.

—Bueno —repuso de manera cortante, intentando recobrar la dignidad— pues en tal caso cuéntame esas nuevas.

Percibí cómo la sangre me bajaba por el brazo, pero no me moví para restañarla.

—Estás en un grave peligro —le aseguré. Me miró con desdén.

—¿Me estás amenazando? ¿Para eso te ha enviado?

—No, él no me ha enviado, en absoluto.

Entrecerró los ojos, a través de los cuales pude ver cómo trabajaba su mente para unir todas las piezas.

—Seguro que vienes con sus bendiciones.

—No —le aseguré. Ahora me escuchaba con atención— JaeHyun conocía tus intenciones hacia la chica —le solté. Observé a Winter por el rabillo del ojo, pero no me atreví a mirarla directamente. Notaba de forma apagada el latido de mi muñeca y podía sentir el calor de mi sangre y la sensación de desangrarme. Solté el cuchillo y puse el pulgar sobre la vena para ralentizar la rápida pérdida de sangre.

–¿Y...?

—¿No se te ha pasado por la cabeza preguntarte por qué no te impidió llevártela?—inquirí con desdén— Podría haberte matado a ti y a todo tu ejército. ¿No has pensado que podría haberte rechazado? —Lucas se sonrojó, pero no le di tiempo a abrir la boca— Te dejó llevártela. Te mueres de ganas por acostarte con ella, y él lo sabe, como también que eso será tu perdición. Ella le pertenece, la ganó en buena lid, prestando un buen servicio. Los hombres y los dioses se volverán contra ti si la tomas—Hablé con deliberada lentitud para que cada palabra hiciera blanco en su objetivo.

Todo cuanto decía era la pura verdad, aunque el micénico estaba demasiado cegado por el orgullo y la lujuria como para verlo. Winter se hallaba bajo la custodia de Lucas, mas seguía siendo un trofeo de guerra propiedad de JaeHyun y mancillarla era mancillar el honor de JaeHyun, el mayor insulto concebible a su honor. JaeHyun podría matarle por ello e incluso Johnny lo consideraría justo.

—Has ido al límite de tu poder para apoderarte de ella. La tropa te lo ha permitido porque el príncipe de Ftía se ha mostrado demasiado orgulloso, pero no van a permitirte mucho más—Nosotros obedecíamos a nuestros reyes, sí, pero dentro de los límites de la razón. Si los premios del aristós achaion no estaban a salvo, no lo estaban los de nadie. No iban a dejar que esa clase de rey gobernara por mucho tiempo.

Lucas no había pensado en nada de esto. Lo fue comprendiendo poco a poco, por oleadas que acabaron por ahogarle hasta que admitió con desesperación:

—Mis consejeros no me han dicho nada de esto.

—Tal vez no sabían qué pretendías o quizás eso sirva a sus propios intereses— Hice una pausa para considerar esta hipótesis— ¿Quién mandará si tú caes?

Sabía la respuesta: Doyoung y Kun, los dos juntos, usando a Johnny como figura decorativa. Empezó a comprender por fin el valor de mi regalo. No había llegado tan lejos siendo un idiota.

—Le has traicionado al prevenirme.

Eso era cierto. JaeHyun le había dado a Lucas una espada con la que atravesarse y yo le había agarrado la mano para que no lo hiciera. Eran palabras fuertes y amargas.

—Sí.

—¿Por qué? —quiso saber.

—Porque está mal—Sentí la garganta en carne viva, como si hubiera apurado un cáliz lleno de arena y sal.

Lucas me contempló. Era muy conocido en el campamento por mi honestidad y buen corazón. No había motivo alguno para no creer en mí. Sonrió.

—Lo has hecho bien. Te has mostrado leal a tu verdadero señor—Hizo una pausa para degustar, y conservar, el sabor de estas palabras— ¿Está al tanto de tus actos?

—Aún no —admití.

—Ah—Entrecerró los ojos para recrear mejor la escena y advertí que la sensación de triunfo crecía en él hasta alcanzar el máximo.

Era un experto consumado en lo tocante al dolor. Nada podía causar más dolor a JaeHyun que aquello: el hombre más próximo a su corazón le traicionaba ante su peor enemigo.

—Te prometo que la liberaré si me pide perdón. Lo que merma el honor de JaeHyun es su orgullo, no yo. Díselo.

No respondí a eso. Me erguí, me acerqué a Winter y corté sus ataduras. Ella me miró con ojos redondos, sabedora de cuánto me había costado hacer aquello.

—Tu muñeca —susurró, pero no fui capaz de contestarla. La cabeza me daba vueltas, aturdida por el triunfo y la desesperación. Había empapado con mi sangre la arena de la tienda.

—Trátala bien —dije.

Me di la vuelta y abandoné el pabellón. «Ahora está a salvo», me dije, «va a darse un festín con el regalo que acabo de hacerle». Rasgué un trozo de túnica y me vendé la muñeca. Estaba mareado, aunque no sabía si era a causa de la pérdida de sangre o por lo que había hecho. Lentamente, comencé a recorrer el largo camino que había de vuelta a la playa.

⚔️

Se hallaba de pie junto a la tienda cuando regresé. Su túnica estaba empapada allí donde se había arrodillado a orillas del mar. Su rostro hermético parecía un lienzo en cuyos bordes se apreciaban síntomas de fatiga, como si se estuviera deshilachando por los bajos. Como el mío.

—¿Dónde has estado?

—En el campamento—No estaba dispuesto a contárselo, aún no— ¿Cómo está tu padre?

—Bien. Estás sangrando.

La sangre había empapado la venda y empezaba a gotear.

—Lo sé.

—Déjame echarle un vistazo—Le seguí obedientemente al interior de la tienda, donde me tomó el brazo y retiró las vendas. Trajo agua limpia para lavar la herida y le puso un emplasto de milenrama y miel.

—¿Ha sido con un cuchillo?

—Sí.

Los dos éramos conscientes de la inminencia de la tormenta, pero la estábamos dilatando todo lo posible. Me puso vendajes nuevos en torno a la muñeca y luego me trajo agua y comida. A juzgar por la expresión de su rostro, supe que yo tenía mal aspecto y estaba pálido.

—¿Vas a decirme quién te hirió?

Me imaginé respondiéndole: «Tú», pero eso no dejaba de ser una chiquillada.

—Me lo hice yo mismo.

—¿Por qué?

—Por un juramento—Ya no podía demorarse más. Le miré abiertamente a la cara— Me entrevisté con Lucas y le conté tu plan.

—¿Mi plan? —Su réplica sonó monocorde, casi indiferente.

—Dejar que tomara a Winter para luego poder vengarte de él—Dicho en voz alta sonaba bastante más sorprendente de lo que yo había pensado.

Se puso de pie y me dio la espalda, así que no pude verle el rostro, pero en vez de eso pude ver la crispación de sus hombros y la tensión de su cuello.

—De modo que le avisaste, ¿eh?

—Sí.

—Podría haberle matado si lo hubiera hecho, lo sabes —me dijo con la misma voz indiferente— O haberle exiliado. O haberle obligado a dejar el trono. Los hombres me habrían honrado como a un dios.

—Lo sé.

Se hizo el silencio, un silencio peligroso. Permanecí a la espera de que se encarara conmigo para gritarme o pegarme. Se dio la vuelta al cabo de un rato.

—La seguridad de Winter a cambio de mi honor. ¿Te hace feliz el cambio?

—No hay honor en traicionar a los amigos.

—Me resulta extraño que tú te pronuncies contra la traición.

Esas palabras me produjeron casi más dolor del que era capaz de soportar. Me obligué a pensar en la muchacha anatolia antes de contestar:

—No había otra forma.

—La antepusiste a ella por encima de mí.

—Por encima de tu orgullo —precisé. Usé el término hibris, la palabra que empleábamos para referirnos a esa arrogancia que llega hasta el cielo, cuya virulencia y rabia es tan espantosa como la de los dioses.

Cerró los puños. «Tal vez me ataque», llegué a pensar.

—Mi vida es mi reputación —replicó con respiración irregular— No tengo nada más. No voy a vivir mucho más tiempo. La memoria es todo a cuanto voy a poder aspirar—Tragó saliva en abundancia— Sabes eso y, aun así, ¿vas a dejar que Lucas la destruya? ¿Le ayudarás a arrebatármela?

—No, no lo haría. Pero la memoria ha de ser digna del hombre. Quiero que seas tú y no un tirano recordado por su crueldad. Hay otras formas de hacérselo pagar al micénico, y lo haremos. Yo te ayudaré, lo juro, pero no de ese modo. Ninguna fama merece lo que has hecho en el día de hoy.

Me dio la espalda otra vez y permaneció en silencio. Me quedé mirándole. Memoricé cada pliegue de su túnica, cada grano de sal seca y arena pegado a su piel.

Cuando habló de nuevo, había fatiga y derrota en su voz. Tampoco él sabía enfadarse conmigo. Éramos como un bosque mojado en el que no prendía el fuego.

—Entonces, ¿ya está hecho? ¿Está a salvo Winter? Debe de estarlo, o no habrías regresado.

—Sí, está segura.

Suspiró con fatiga.

—Eres mejor hombre que yo.

Eso era el comienzo de una esperanza. Nos habíamos infligido heridas el uno al otro, pero ninguna mortal. Winter no había sufrido daño alguno, JaeHyun volvía a su ser y mi muñeca iba a sanar. Habría un después tras todo esto.

—No, eso no es cierto—Me levanté y me dirigí hacia él. Puse una mano sobre su piel tibia— Hoy te has perdido y luego te has encontrado.

Sus hombros subieron y bajaron cuando soltó un gran suspiro.

—No digas eso, no hasta que hayas oído el resto de lo que he hecho.

⚔️

Hibris: podría traducirse como «desmesura», aplicadasobre todo al orgullo. El términotenía una connotación sexual y hacía referencia a acciones que humillan a la víctimay proporcionan placeral abusador.

27

Había tres piedrecitas sobre las alfombras de nuestra tienda; tal vez las habíamos arrastrado hasta ahí con los pies o habían venido por cuenta propia. Las recogí. Merecía la pena guardarlas.

JaeHyun había recobrado fuerzas mientras hablaba.

—No volveré a luchar para él, ya no. Busca arrebatarme mi legítima fama y proyectar una sombra de duda sobre mí en todo momento. No soporta que ningún otro hombre reciba más honra que él, pero se va a enterar... Pienso mostrarle cuánto vale su ejército sin el aristós achaion.

No dije nada al ver lo mucho que se irritaba. Era como contemplar la llegada de una tormenta cuando no tienes donde guarecerte.

—Los griegos caerán si no me tienen a mí para defenderlos. Se verá obligado a suplicar o morir.

Me acordé entonces del aspecto que tenía cuando se fue a ver a Haechan: salvaje, enfebrecido, duro como el granito. Me lo imaginé arrodillado ante su madre, sollozando de rabia, golpeando con los puños las piedras recortadas de la orilla.

—Me han insultado, me han deshonrado, han arruinado mi reputación inmortal — debió de quejarse al dios.

Me lo imaginé. Haechan se acarició su largo cuello níveo y suave como la piel de foca antes de empezar a asentir. Se le había ocurrido algo, había tenido una idea de dioses, rebosante de venganza e ira. JaeHyun dejó de gimotear en cuanto Haechan se la explicó.

—¿Y él lo hará? —preguntó JaeHyun sin salir de su asombro. Se refería a Jungwoo, el rey de los dioses, el de las sienes laureadas por nubes, el dios capaz de coger rayos con las manos.

—Lo hará, está en deuda conmigo —le dijo Haechan— Jungwoo desnivelará su balanza de oro y hará que los griegos pierdan una y otra vez hasta que se vean empujados contra la playa, donde caminarán en un revoltijo de anclas y cabos y los mástiles y las proas se harán añicos al caer sobre sus espaldas. Y entonces sabrán a quién han de implorar.

Haechan se inclinó para besar a su hijo, dejando en su mejilla una brillante marca roja con forma de estrella de mar. Luego se dio la vuelta y se marchó, hundiéndose en el agua como una piedra hasta llegar al fondo.

Solté los guijarros, se deslizaron por entre mis dedos y los dejé donde cayeron, ya fuera por azar o a propósito, tal vez fuera un augurio, tal vez casualidad. Si Quirón hubiera estado allí, tal vez habría podido interpretar los signos y decirnos nuestro destino, pero no estaba allí.

—¿Y si Lucas no suplica? —inquirí.

—Entonces morirá. Todos ellos morirán. Y yo no lucharé hasta que implore—Y reforzó la fuerza del reproche alzando el mentón.

Me sentí agotado. El brazo me dolía donde me había hecho el corte y sentí sucia la piel a causa del sudor. No le contesté.

—¿Has oído lo que he dicho?

—Sí. Los griegos morirán.

Quirón había dicho en una ocasión que las naciones eran el invento más estúpido de los mortales.

—Ningún hombre merece más que otro, venga de donde venga —sentenció en una ocasión.

—¿Y si se trata de un amigo o de un hermano? —le había preguntado JaeHyun con los pies apoyados en la pared rosácea de la cueva— ¿Hay que tratarle como a un extraño?

—Los filósofos discrepan acerca de la respuesta a esa pregunta —le había contestado el centauro— Tal vez valga más que tú, tal vez no, y el forastero también tiene amigos y hermanos, así que al final ¿qué vida tiene más valor?

No le respondimos. Teníamos quince años en aquel entonces y aquellas cosas nos venían grandes. A los veintiocho la situación no había cambiado.

Él es la mitad de mi alma, como dice el poeta. Pronto estará muerto y su honor es todo cuanto quedará de JaeHyun. La fama es su hijo, su ser más querido. ¿Debería reprochárselo? He salvado a Winter. No puedo salvarlos a los dos.

Ahora sé cómo contestar a la pregunta de Quirón.

—No hay respuesta —le diría— Sea cual sea tu elección, te equivocas.

⚔️

Más tarde, esa misma noche, regresé al campamento de Lucas. Sentí clavadas en mí miradas de curiosidad y compasión mientras caminaba. Todos miraban detrás, para saber si venía o no JaeHyun. No venía.

Expliqué a JaeHyun mi intención y eso pareció devolverle a las sombras.

—Dile que lo siento —me había dicho con los párpados entornados.

No le contesté. ¿Lo lamentaba porque ahora dispone de una mejor venganza? ¿Un desquite que iba a sufrir no solo Lucas, sino la totalidad de su malagradecido ejército? No dejé que ese pensamiento anidase en mi mente. Se arrepentía y eso era suficiente.

—Adelante —dijo Winter con voz extraña.

Vestía un vestido de hilo dorado y lucía un collar de lapislázuli. En las muñecas llevaba brazaletes de plata grabada, de forma que tintineaban cada vez que se movía; sonaban como si llevara puesta una armadura.

Estaba avergonzada, me percaté enseguida, pero no dispusimos de tiempo para hablar, pues detrás de mí Lucas en persona cruzó la estrecha raja de entrada a la tienda.

—La custodio muy bien, ¿lo ves? Todo el campamento será testigo de la estima que le guardo a JaeHyun. Solo tiene que disculparse y yo le colmaré de todos los honores que se merece. En verdad, es una desgracia que alguien tan joven tenga tanto orgullo.

La expresión petulante de su rostro me enfureció, aunque ¿qué podía esperar? Aquello era obra mía. «La seguridad de Winter a cambio de mi honor», había dicho JaeHyun.

—Lo has hecho muy bien, poderoso rey.

—Habla con el príncipe de Ftía y dile lo bien que la trato. Ven cuando quieras para verla—Me hizo objeto de una sonrisa desagradable y se quedó allí plantado, observándonos. No tenía intención de dejarnos a solas.

Me volví hacia Winter. Había aprendido los rudimentos de su idioma y ahora los usé para dirigirme a ella.

—¿De verdad estás bien?

—Sí. ¿Cuánto va a durar esto? —preguntó con el cerrado acento del idioma anatolio.

—No lo sé —admití. Y era la verdad. ¿Cuánto calor puede soportar el hielo antes de suavizarse? Me incliné y le di un beso— Vendré a verte muy pronto —le dije en griego.

Ella asintió.

Lucas no me quitó ojo de encima mientras me iba, y al salir le oí preguntar:

—¿Qué te ha dicho?

También escuché la respuesta.

—Admiraba mi vestido.

⚔️

A la mañana siguiente todos los demás reyes salieron a la cabeza de sus ejércitos para combatir contra los ejércitos de Príamo, pero el ejército de Ftía no acudió. JaeHyun y yo nos tomamos un buen rato para desayunar. ¿Por qué no íbamos a hacerlo? No teníamos otra cosa que hacer. Podíamos nadar, si así nos apetecía, jugar a las damas o echar unas carreras. No habíamos tenido un momento de tiempo libre y asueto desde Pelión.

Pero aun así, no era asueto, parecía más bien un momento de respiración contenida, como cuando el águila se posicionaba sobre la presa antes de lanzarse en picado. Yo estaba todo el tiempo con la espalda encorvada y no era capaz de dejar de mirar la playa vacía. Estábamos a la espera de ver el comportamiento de los dioses.

No íbamos a tener que aguardar mucho.

28

Esa noche, YangYang se acercó renqueante a la playa con noticias de un duelo. Los ejércitos se hallaban dispuestos ya para la batalla cuando Hendery salió de entre las filas troyanas dándose aires con su deslumbrante armadura dorada. Lanzó un desafío, ofreció un combate singular. El ganador se quedaría con Ten. Los griegos aceptaron a voz en grito. ¿Quién no iba a querer adelantarse en esa jornada para ganar la apuesta de Ten en un combate singular y zanjar la guerra de una vez por todas? Además, Hendery parecía un blanco muy fácil, muy peripuesto, delgado, fino de caderas, como una jovencita soltera. Sin embargo, fue Johnny quien se adelantó y aceptó a voz en grito la ocasión de recuperar el honor y a su bello esposo de una sola vez.

El duelo se inició con lanzas, pero enseguida se pasó a las espadas. Hendery era más rápido de lo que Johnny había anticipado, no era mejor luchador que él, pero sí más rápido de pies. Por último, el príncipe troyano tropezó y Johnny le cogió por la cimera de crin de caballo y le arrastró por el suelo. El troyano se apresuró a lanzar puntapiés a cual más inútil mientras hundía los dedos en la correa del casco que le estaba ahogando. Entonces, de repente, el yelmo quedó en manos de Johnny y Hendery había desaparecido. Donde el príncipe yacía despatarrado hacía un instante ahora solo había polvo. Ambos ejércitos examinaron la zona y se preguntaron entre susurros por el paradero de Hendery. Y el duelista griego hizo lo propio, por ello no vio venir la flecha troyana procedente de un arco de cuerno de íbice. Traspasó el peto de cuero y se hundió en su estómago.

La sangre le corrió por las piernas y empezó a acumularse a sus pies. Resultó ser una herida superficial, pero los griegos aún no lo sabían y, enrabietados por la traición, se precipitaron bulliciosos contra las filas troyanas. No tardó en formarse una sangrienta refriega.

—¿Qué ha sido de Hendery? —me interesé. YangYang sacudió la cabeza.

—No lo sé.

⚔️

Los dos ejércitos combatieron a lo largo de toda la tarde hasta que sopló otro cuerno. Era Mark. Ofrecía una segunda tregua y un segundo duelo para reparar el deshonor causado por la desaparición de Hendery y por el incidente de la flecha. Se ofrecía para luchar en lugar de su hermano contra cualquiera que se atreviera a responder a su desafío.

—Johnny se hubiera adelantado para combatir otra vez —nos informó YangYang— pero Lucas lo impidió—No deseaba ver morir a su hermano ante el combatiente más fuerte de los troyanos.

Los griegos echaron a suertes quién iba a batirse con Mark. Imaginé la tensión y el aliento contenido mientras agitaban el yelmo donde estaban los papeles con los nombres antes de que se cayera uno al azar. Doyoung se agachó sobre la tierra polvorienta para recuperarlo. Fue Yuta. Hubo un alivio colectivo. Era el único capaz de enfrentarse con posibilidades al príncipe troyano, esto es, el único de cuantos luchaban aquel día.

De ese modo, Yuta y Mark lucharon lanzándose piedras y lanzas que hicieron trizas los escudos hasta que se hizo de noche y los heraldos anunciaron el final de la jornada. Resultó extrañamente civilizado. Los dos ejércitos se retiraron en paz y Mark y Yuta se estrecharon las manos como iguales. Los soldados empezaron a murmurar que el duelo no habría terminado así si JaeHyun hubiera estado allí.

YangYang se levantó después de habernos contado las nuevas y se apoyó en el brazo de XiaoJun para regresar a su tienda. JaeHyun se volvió hacia mí con la respiración acelerada y las puntas de las orejas sonrosadas por la emoción. Me tomó de la mano y alardeó de que al final de la jornada su nombre estaba en boca de todos, el puro poder de su ausencia, grande como un cíclope que caminara pesadamente entre los soldados. El entusiasmo del día prendió en él como las llamas en la hierba seca. Y por vez primera soñó con la matanza, con asestar el golpe de gloria, el lanzazo ineludible que atravesara el corazón de Mark. Se me puso la carne de gallina al oírselo contar.

—¿Lo ves? ¡Y es solo el principio!

No pude evitar la sensación de que algo se resquebrajaba bajo la superficie.

⚔️

A primera hora de la mañana siguiente sonó una trompeta. Nos levantamos y subimos a la colina para ver una tropa de jinetes dirigirse a Troya desde el este. Montaban a lomos de caballos enormes que se movían a una velocidad casi antinatural, tirando de unos carros ligeros. A la cabeza del ejército iba un hombre más grande aún que Yuta. Llevaba flotando al viento su largo pelo negro ungido con aceite, al modo espartano. Enarbolaba un estandarte con forma de cabeza de caballo.

—Son licios, un pueblo anatolio aliado de Troya desde tiempo inmemorial —nos explicó YangYang, que se había reunido con nosotros— Ha extrañado mucho que no se hubieran unido todavía a la guerra, pero bueno, aquí están, como si los hubiera convocado el propio Jungwoo.

—¿Y quién es ese? —JaeHyun señaló al líder de los recién llegados.

—Sarpedón, uno de los hijos de Jungwoo—El sol arrancaba destellos a los hombros del gigantón, humedecidos por el sudor de la cabalgada. Su piel era de color oro oscuro.

Las puertas de la ciudad se abrieron y los troyanos salieron en tropel para recibir a sus aliados. Mark y Sarpedón se estrecharon las manos y luego guiaron a sus respectivas tropas hasta el escenario del combate. Las armas licias eran extrañas: jabalinas de punta dentada y objetos similares a enormes ganchos de pesca. Durante todo el día se oyeron sus extraños gritos de guerra y los cascos de su caballería. Hubo un flujo continuo de heridos hacia el pabellón de Macaón.

YangYang acudió a la reunión de la tarde en su condición de único miembro de nuestro campamento que no había caído en desgracia. Al regresar, miró con dureza a su príncipe.

—Baekhyun ha sido herido y los licios han roto el flanco izquierdo. Entre Sarpedón y Mark van a aplastarnos.

JaeHyun no se percató de la desaprobación de YangYang y se volvió hacia mí con aire triunfal.

—¿Has oído eso?

—Sí.

Transcurrió un día, y otro, y un tercero. Las habladurías cundían más que las nubes de mosquitos, y a juzgar por ellas, el ejército troyano empezaba a tomar ventaja, audaz e incontenible en ausencia de JaeHyun. También se hablaba de los frenéticos concilios, donde nuestros reyes discutían a la desesperada sobre estrategia: razias nocturnas, espías, emboscadas. Y aún se rumoreaba más, Mark en combate resplandecía ígneo, a su paso quemaba las filas griegas como si fueran arbustos, las diezmaba, y cada jornada había más bajas que la anterior. Por último, mensajeros asustados trajeron noticias de retiradas y heridas entre los reyes.

JaeHyun interpretaba esos rumores a su manera.

—Esto no va durar mucho más.

Las piras funerarias ardían durante toda la noche; sus columnas de humo grasiento emborronaban el círculo de la luna en el cielo. Hice lo posible por no pensar en cada uno de los caídos como en alguien a quien conocía. Bueno, a quien había conocido.

⚔️

JaeHyun tocaba la lira cuando llegaron los tres hombres: primero YangYang, y detrás de él Doyoung y Yuta.

Yo estaba sentado junto a él y un poco más lejos se hallaba XiaoJun, afanado en cortar la carne de la cena. JaeHyun alzó la cabeza mientras cantaba con voz dulce y clara. Yo me envaré y retiré la mano de su bota, donde la había apoyado hasta ese momento.

El terceto se aproximó hasta nuestra posición y permaneció al otro lado del fuego, a la espera de que JaeHyun terminara. Este depositó la lira en el suelo y se levantó.

—Sed bienvenidos. Espero que os quedéis a cenar —invitó, y les estrechó las manos con calidez, sonriendo ante la sorpresa que se llevaban por semejante recibimiento.

Yo sabía la razón de su presencia.

—Debo echar un vistazo a la comida —murmuré, y me fui, y al hacerlo sentí los ojos de Doyoung clavados en mi espalda.

La carne rezumaba jugo al quemarse en la parrilla del brasero. Les vigilé a través del humo: se sentaban en torno al fuego como si fueran amigos. No logré escuchar la conversación, pero JaeHyun, aún sonriente, había logrado dispersar el aura funesta de sus invitados, simulando no verla. Entonces me llamó y ya no pude demorarme por más tiempo. Acudí diligentemente con las fuentes y tomé asiento junto a él.

El príncipe de Ftía inició una conversación poco entusiasta sobre batallas y cascos de combate. Entretanto, servía la carne y como anfitrión atentísimo volvió a repartir una segunda vez a todos y una tercera solo a Yuta. Los invitados comieron y le dejaron hablar. Al término del ágape, se limpiaron los labios y apartaron los platos. Todo el mundo parecía saber que había llegado el momento. Doyoung fue quien inició la conversación.

En primer lugar habló de objetos. Iba dejando caer las palabras con despreocupación, una cada vez. Doce caballos veloces, siete trípodes de bronce, otras tantas chicas preciosas, diez lingotes de oro, veinte calderos, y todavía más: cuencos, copas, una armadura, y al final nos puso la perla: el regreso de Winter. El itacense sonrió y extendió las manos en un gesto jovial de candidez que había visto antes: en Esciro, en Áulide y ahora en Troya.

Luego empezó otra segunda lista, el interminable parte de bajas. JaeHyun torció cada vez más el gesto mientras Doyoung leía nombre tras nombre de un rollo que llegaba hasta la arena, donde yacía diseminado hasta las inmediaciones del fuego. Yuta permaneció con la mirada fija en las manos llenas de heridas causadas por esquirlas de escudos y lanzas.

Entonces, Doyoung nos contó las nuevas que aún ignorábamos: los troyanos estaban a menos de mil pasos de nuestra empalizada, acampados en la recién recuperada planicie, de la que no habíamos sido capaces de expulsarlos antes de la caída de la noche. Bastaba con asomarse desde la colina situada detrás de nuestro campamento para comprobarlo si nos cabía alguna duda. Iban a atacar al alba.

Hubo un largo momento de silencio antes de que JaeHyun hablara:

—No.

Lo dijo con un tono de voz claro: rechazaba los tesoros y la culpa. Su honor no era una bagatela susceptible de ser recuperada por una embajada nocturna mientras nos apiñábamos junto a un fuego de campamento, no cuando la humillación se había cometido delante de toda la hueste, la había presenciado hasta el último hombre.

El príncipe de Ítaca atizó el fuego situado entre ellos.

—Ella no ha sufrido daño alguno. Me refiero a Winter. Solo los dioses saben de dónde ha sacado Lucas la contención, pero está intacta y bien protegida. Y ella y tu honor solo esperan a que los reclames.

—Dicho así parece como si alguna vez hubiera descuidado o abandonado mi honor —replicó JaeHyun con voz ácida como el vino peleón— ¿Es esa su versión? ¿Eres la araña de Lucas y cazas moscas incautas con ese cuento?

—Muy poético —convino Doyoung— pero la jornada de mañana no va a ser ningún poema. Mañana los troyanos abrirán una brecha en la empalizada y quemarán las naves. ¿Vas a quedarte aquí sin hacer nada?

—Eso depende de Lucas.

—Dime una cosa, ¿por qué no ha muerto Mark todavía? —quiso saber el itacense, y alzó una mano— No busco una respuesta. Me limito a repetir lo que todos quisieran saber. Has tenido ocasión de matarle mil veces en los últimos diez años y no lo has hecho. Llama la atención y sorprende.

Pero nos hablaba en un tono en el que no había cabida para la sorpresa. El astuto príncipe de Ítaca estaba al tanto de la profecía. Me alegraba que hubiera traído como único acompañante a Yuta, que no comprendía el intercambio de frases.

—Has prolongado tu vida durante diez años, y me alegro por ti, pero en cuanto al resto de nosotros... —Doyoung frunció los labios— Bueno, hemos de esperar a que te venga bien. Nos estás deteniendo aquí, JaeHyun. Se te ha dado una alternativa y has elegido. Ahora debes vivir con ello—Los dos le fulminamos con la mirada, pero no había terminado— Lo has hecho realmente bien a la hora de bloquear el camino al destino, pero no vas a poder prolongarlo para siempre. Los dioses no van a permitírtelo—Hizo una pausa a fin de que pudiéramos oír con claridad todo cuanto decía— El hilo va a hacerse cada vez más fino, lo elijas tú o no. Voy a decirte una cosa como amigo, será mejor que busques el destino en tus propios términos para poder irte en paz y no dejar que sea en los suyos.

—Eso es lo que estoy haciendo.

—Muy bien —repuso el itacense— eso es cuanto he venido a decir.

JaeHyun se levantó.

—En tal caso, es hora de que te vayas.

—Aún no —terció YangYang— También yo deseo decir algo.

JaeHyun se sentó lentamente, cautivo entre su orgullo y el respeto profesado.

—Tu padre te confió a mí cuando eras niño. Tu madre se había ido hace tiempo y yo fui el único acompañante que tuviste. Yo mismo te preparaba la comida y te enseñaba. Ahora eres un hombre y aún velo por ti para que estés a salvo de espadas, lanzas y locuras.

Miré a JaeHyun; estaba en tensión y se mostraba cauto. Comprendí su temor a que la gentileza le venciera y sus palabras le empujaran a ceder. Y aún peor, de pronto le asaltó el miedo a que, si el fiel YangYang estaba de acuerdo con aquellos dos invitados, tal vez era él quien se equivocaba. YangYang alzó una mano, como si quisiera detener aquella espiral de pensamientos.

—Hagas lo que hagas, estaré a tu lado, tal y como siempre he hecho, pero deberías oír una historia antes de que decidas tu camino—Y se lanzó a contarla sin dar tiempo a JaeHyun de negarse— En los tiempos del padre de tu padre hubo un joven héroe, Meleagro, cuya ciudad, Calidón, sufría el asedio de un pueblo feroz, los curetes.

Yo conocía aquella historia. Se la había oído contar a Taeil hacía mucho tiempo mientras JaeHyun me sonreía desde las sombras. Por aquel entonces no tenía las manos manchadas de sangre ni una sentencia de muerte pendía sobre su cabeza. Eso fue en otra vida.

—Los curetes empezaron perdiendo la guerra por culpa de las habilidades guerreras de Meleagro —prosiguió YangYang— Entonces, un día, el héroe sufrió un insulto, algo no muy grave, por parte de su propia gente, y a partir de entonces se negó a luchar de nuevo en favor de su ciudad. El pueblo le ofreció regalos y disculpas, pero él no las aceptó. Se encerró en su dormitorio para yacer con su esposa, Cleopatra, y recibir consuelo de ella—YangYang me miró cuando pronunció el nombre de la esposa. Torcí un poco el gesto— Al final, cuando la ciudad estaba a punto de caer y sus amigos morían, Cleopatra ya no pudo aguantarlo más e imploró a su esposo que volviera a luchar. Meleagro la amaba por encima de todas las cosas y se avino a ello, dispuesto a obtener una gran victoria para los suyos, pero aunque les salvó, también llegó demasiado tarde: muchas vidas se habían perdido como precio por su orgullo y, por ello, los habitantes de Calidón no le dieron regalos ni gratitud, solo odio por no haber acudido antes en su ayuda.

En el silencio subsiguiente pude oír la respiración de YangYang, fatigosa después del esfuerzo de haber hablado durante tanto tiempo. No me atreví a hablar ni a moverme. Temía que alguien apreciara en mi rostro una idea evidente: Meleagro no había vuelto a la lucha por el honor, los amigos, la victoria o la venganza, ni siquiera por su propia vida. Fue Cleopatra de rodillas delante de él con el rostro bañado en lágrimas. He ahí la habilidad de YangYang: Cleopatra, Taeyong.

Si JaeHyun se percató, no lo demostró. Habló con amabilidad en deferencia, pero siguió negándose.

—No hasta que Lucas me devuelva el honor que me quitó.

Doyoung no se sorprendió, pude verlo incluso en la oscuridad. Casi podía oír cómo iba a informar a los demás. «Lo intenté», diría al tiempo que extendía los brazos con pesar. Todo habría sido estupendo si JaeHyun hubiera aceptado, pero como no lo había hecho, su negativa a los regalos y a las disculpas solo se interpretaría como una locura, furia u orgullo más allá de lo razonable. Iban a odiarle tal y como habían hecho con Meleagro.

El pecho se me llenó de miedo y sentí el deseo urgente de arrodillarme delante de él y suplicar, pero no lo hice. Ya me había decidido, al igual que YangYang. Yo no iba a marcar el rumbo de la nave, me limitaría a ir en ella hacia la oscuridad, y más allá, si JaeHyun llevaba solo el timón.

Yuta no era tan ecuánime como Doyoung y le lanzó una mirada furibunda con el rostro alterado por la ira. Le había costado mucho acudir allí y pedir su propia degradación. Él era el aristós achaion si no combatía el príncipe de Ftía.

Una vez que los visitantes se hubieron ido, me puse de pie y ofrecí el brazo a YangYang. Aquella noche estaba muy cansado, según pude ver, y sus pasos eran lentos. Para cuando le dejé (sus huesos suspiraban por tumbarse en su camastro) y regresé a nuestra tienda, JaeHyun ya se había dormido.

Me llevé una decepción. Había esperado, tal vez, tener una conversación, estar juntos en la cama, asegurarme de que había otro JaeHyun diferente al que había visto durante la cena, pero no le desperté. Me deslicé fuera de la tienda y le dejé dormir.

⚔️

Me agazapé en la arena suelta a la sombra de la pequeña tienda y llamé en voz baja:

—¡Winter!

—¿Taeyong? —oí al cabo de unos instantes de silencio.

—Sí.

Levantó un lateral de la tienda y se apresuró a tirar de mí hacia el interior. Tenía el rostro tenso a causa del pánico.

—Es muy peligroso que estés aquí. Lucas está colérico. Te matará —me susurró de forma atropellada.

—¿Porque JaeHyun le ha dicho que no a su embajada? —le contesté también en voz baja.

Ella asintió y con un rápido movimiento apagó la única candela encendida.

—Lucas viene a verme a menudo. Aquí no estás a salvo—No podía ver la preocupación en su rostro, pero se le notaba en la voz— Debes irte.

—Seré rápido. Debo hablar contigo.

—Entonces debo esconderte. Se presenta sin avisar.

—¿Dónde? —La tienda era pequeña y no había nada, salvo su camastro, unas mantas y almohadas, y algunas ropas.

—En la cama.

La muchacha apiló cojines y acumuló mantas a mi alrededor; luego, se tendió junto a mí, cubriéndonos a los dos con la colcha. Me vi envuelto por su cálido aroma de siempre. Acerqué la boca a su oído y hablé con voz más baja que una respiración.

—Doyoung dice que mañana los troyanos atravesarán la empalizada y caerán sobre el campamento. Debemos encontrar un lugar para ocultarte... entre los mirmidones o en el bosque.

Sentí su mejilla moverse contra la mía: negaba con la cabeza.

—No puedo. Ese es el primer lugar donde va a mirar. Eso solo causaría más problemas. Estaré bien aquí.

—¿Y si toman el campamento?

—Voy a rendirme a Jeno, el primo de Mark, si me resulta posible. Se le tiene por un hombre piadoso y su padre vivió como pastor durante un tiempo en mi aldea. Si no puedo, entonces buscaré a Mark o a cualquiera de los hijos de Príamo.

Ahora fui yo quien negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso, no debes exponerte.

—No creo que vayan a hacerme daño: soy una de ellos después de todo.

De pronto me sentí un imbécil. Para ella, los troyanos eran los liberadores, no unos invasores.

—Por supuesto —dije enseguida— Entonces serás libre. Querrás estar con tus...

—¡Winter! —La lona de la entrada se abrió y Lucas apareció en la entrada.

—¿Sí? —contestó ella, teniendo buen cuidado de mantener la colcha sobre mí.

—¿Hablabas?

—Rezaba, mi señor.

—¿Tendida?

Pude ver el brillo de una tea a través del grueso tejido de lana. Hablaba en voz alta, se le oía como si estuviera entre nosotros. Me juré no moverme. La castigarían si me apresaban allí.

—Así me enseñó a orar mi madre, ¿está mal?

—Deberías estar mejor educada a estas alturas. ¿No te corrió con la vara el diosecito?

—No, mi señor.

—Esta noche le he ofrecido tu vuelta, pero él no te quiere. Si sigue diciendo que no, tal vez te reclame para mí.

Cerré los puños, pero Winter se limitó a decir:

—Sí, mi señor.

Escuché caer la lona y la luz desapareció. No me moví ni respiré hasta que Winter regresó debajo de la colcha.

—No puedes quedarte aquí.

—Todo está bien. Únicamente amenaza. Le gusta verme asustada.

El tono práctico y realista de su voz me horrorizó. ¿Cómo iba a dejarla allí? Pero estaba en mayor peligro si me quedaba.

—Debo irme.

—Espera—Me rozó el brazo— Los hombres... —Winter vaciló— La tropa está enfadada con JaeHyun. Le culpan de las bajas. Lucas envía a su gente entre los soldados para agitar las conversaciones. Casi han olvidado lo de la plaga. Cuanto más tiempo siga sin luchar, más van a odiarle—Ese era mi mayor temor: la historia de YangYang cobraba vida— ¿No va a luchar?

—No hasta que Lucas se disculpe.

Se mordió el labio.

—Con los troyanos ocurre lo mismo: no hay nadie a quien teman y odien más. Si pueden, mañana le matarán a él y a cualquier allegado suyo. Debes ir con cuidado.

—Él me protegerá.

—Sé que lo hará... mientras viva, pero tal vez ni siquiera el Pelida sea capaz de luchar contra Mark y Sarpedón al mismo tiempo—Winter vaciló de nuevo— Te reclamaré como esposo mío si cae el campamento, pero no debes decir que estabas con él. Eso sería una sentencia de muerte—Me apretó la mano entre sus dedos— Prométemelo.

—Winter, si él muere, yo no tardaré en seguirle.

Ella presionó mi mano contra su mejilla.

—Entonces júrame otra cosa, prométeme que, pase lo que pase, no abandonarás Troya sin mí. Sé que no puedes... —se interrumpió— Preferiría vivir como hermana tuya antes que quedarme aquí.

—No hay nada que necesites pedirme por juramento —le aseguré— No me iré sin ti si tú deseas venir. Me dolería más allá de lo imaginable que la guerra terminase mañana y nunca volviera a verte.

—Me alegro.

No le dije que pensaba que jamás abandonaría Troya. La atraje hacia mí y la abracé con fuerza. Winter apoyó la cabeza sobre mi pecho y por un momento no pensamos en Lucas, en el peligro ni en los griegos moribundos. Solo contaba la manita apoyada sobre mi vientre y la dulzura de la mejilla que acariciaba. Ese parecía ser el sitio de Winter, resultaba extraña la facilidad con que mis labios rozaban su suave pelo con fragancia a lavanda. Ella suspiró levemente y se acercó un poco más. Casi pude imaginar que esa fuera mi vida, abarcada en el dulce círculo de sus brazos. Me habría casado con ella y hubiéramos tenido un hijo.

Tal vez, si nunca hubiera conocido a JaeHyun.

—Debería irme.

Bajó las mantas, liberándome, y abarcó mi rostro entre sus manos.

—Ve con cuidado mañana, eres el mejor de los hombres, el mejor de los mirmidones—Me puso los dedos en los labios para impedirme que negara sus palabras— Acéptalo por una vez.

Entonces me condujo hasta un lateral de la tienda y me ayudó a deslizarme por debajo de la lona. Lo último que noté fue su mano estrechando la mía a modo de despedida.

⚔️

Esa noche yací en la cama junto a JaeHyun, cuyo rostro terso por efecto del sueño era inocente y aniñado. Me encantaba verlo. Reflejaba su ser más auténtico, el más ferviente y despreocupado, lleno de picardía, pero sin malicia alguna. Se había perdido en las trampas y argucias de Doyoung y Lucas, en sus mentiras y juegos de poder. Le habían confundido, le habían atado a una apuesta y lo acosaban. Le acaricié la piel suave de la frente. Yo le desataría... si me resultaba posible y él me dejaba.

29

Nos despertaron el griterío y los truenos. Había estallado una tormenta en lo alto, pero no caía ni una gota de lluvia, solo había secos chispazos en el aire gris y la flama zigzagueante de los relámpagos, cuyo ruido se asemejaba a los aplausos de unas manos gigantescas. Salimos de la tienda enseguida para echar un vistazo. Un humo acre y oscuro venía hacia nosotros desde la playa, trayendo el olor de los rayos al chocar contra la arena. Había comenzado el ataque y Jungwoo se mantenía fiel a su trato, coreando el avance troyano con gestos de ánimo celestiales. Notamos una vibración en lo más hondo del suelo, causada tal vez por una carga de carros liderada por el gigantesco Sarpedón.

Me agarró la mano con rostro hierático. Aquella era la primera vez en nueve años que los troyanos amenazaban las puertas, su empuje jamás les había llevado tan lejos en la llanura. Si atravesaban la empalizada, quemarían las naves, nuestra única vía de regresar, lo único que hacía de nosotros un ejército en vez de unos refugiados. Esas eran las circunstancias pedidas por Haechan y su hijo: los griegos desesperaban y eran aplastados al no contar con JaeHyun. Era la prueba incontrovertible de su valía, pero ¿cuándo iba a tener suficiente? ¿Cuándo iba a intervenir?

—Jamás —me contestó cuando se lo pregunté— jamás hasta que Lucas me implore perdón o Mark en persona irrumpa en mi campamento y amenace a lo que me es querido. He jurado no hacerlo.

—¿Y si Lucas muriese?

—Tráeme su cuerpo y combatiré—Su rostro era inconmovible, como la estatua de un dios severo.

—¿No temes que los soldados vayan a odiarte?

—Deberían aborrecer a Lucas. Es su orgullo lo que les mata.

«Y el tuyo», pensé, pero conocía aquel semblante y la temeridad de sus ojos ahora negros. No iba a ceder. No sabía cómo hacerlo. Yo había vivido con él quince años y durante ese tiempo JaeHyun jamás había retrocedido, nunca había perdido. ¿Qué sucedería si se veía obligado a hacerlo? Temía por él, por mí, por todos nosotros.

Nos vestimos y desayunamos. JaeHyun habló con bravura del futuro. Habló del día siguiente, cuando quizá fuéramos a nadar o trepáramos por los troncos desnudos de los pringosos cipreses, o tal vez fuéramos a contemplar la eclosión de los huevos de tortugas marinas, incubados bajo la arena entibiada por el sol.

Pero mi atención no se fijaba en sus palabras, se veía atraída hacia el gris cada vez más débil del cielo y la arena helada y pálida como un cadáver, y los gritos agónicos de hombres a los que conocía. ¿Cuántas bajas más habría al final del día?

Mantuvo la mirada fija en el océano. Su inmovilidad era poco natural, como si Haechan le hiciera contener la respiración. Las pupilas de sus ojos oscuros estaban dilatadas a causa de la escasez de luz en aquel día nublado. La llama de sus cabellos se le pegaba a la frente.

—¿Quién es ese? —inquirió de pronto.

Abajo, en el arenal, llevaban a una figura lejana sobre una angarilla. Se trataba de alguien principal, a juzgar por el corrillo de gente formado a su alrededor.

Cacé al vuelo la ocasión de estirar las piernas y distraerme.

—Iré a echar un vistazo.

En los aledaños de nuestro campamento el estruendo de la batalla había aumentado: los relinchos desgarradores de los caballos empalados en las estacas de la trinchera, los gritos desesperados de los comandantes, el clangor del entrechocar de metales.

Ya en el pabellón blanco, Podalirio pasó junto a mí. El oscuro espacio interior estaba saturado por el olor a hierbas, sangre, miedo y sudor. Néstor se levantó junto a mí a la derecha y me puso en el hombro una mano tan helada que su frío traspasaba mi túnica.

—Estamos perdidos. La empalizada empieza a ceder.

Tras él, Macaón jadeaba en un jergón con la pierna tendida sobre un charco de sangre, procedente de la punta aserrada de una flecha. Podalirio se había acuclillado junto a él y ya estaba trabajando.

Macaón me miró.

—Taeyong —me llamó, jadeando un poco. Acudí a su lado.

—¿Vas a ponerte bien?

—Aún no lo sé. Creo... —dejó la frase inconclusa y cerró los ojos con fuerza.

—No le hables —espetó con brusquedad Podalirio, con las manos cubiertas con la sangre de su hermano.

La voz de Néstor se alzó más a la hora de listar una desgracia tras otra: la cerca se estaba astillando, los barcos se hallaban en peligro y había varios reyes heridos: Kun, Lucas, Doyoung, entre otros; estaban tendidos en el campamento como túnicas arrugadas.

Macaón abrió los ojos.

—¿No puedes hablar con JaeHyun? —dijo con voz ronca— Por favor, hazlo por todos nosotros.

—Sí. Ftía debe acudir en nuestra ayuda ¡o estamos perdidos! —Néstor, aterrado, hundió los dedos en mi carne y me bañó el rostro con la salpicadura de su saliva.

Cerré los ojos y rememoré la historia de YangYang. Me vino a la mente la imagen de las gentes de Calidón arrodillándose ante Cleopatra, cubriéndole pies y manos de lágrimas. En mi imaginación, ella no les miraba, se limitaba a tenderles las manos como si fueran telas con las que pudieran enjugarse el llanto incontrolable. Ella miraba a su esposo Meleagro para conocer la respuesta del mismo, pero los labios del héroe se fruncieron para decir a la mujer qué debía contestar:

—No.

Me zafé de los dedos engarfiados de Néstor. Estaba desesperado por escapar del olor acre del miedo que lo cubría todo como una capa de cenizas. Di la espalda al rostro de Macaón, crispado por el pánico, y al anciano de brazos extendidos hacia mí, y hui de la tienda.

Se escuchó un crujido terrible, similar al del casco de una nave cuando se resquebrajaba, como el de un árbol gigante al chocar contra el suelo, en el preciso momento en que salía del pabellón. «La empalizada». Le siguieron alaridos de triunfo y pánico.

A mi alrededor todos los hombres llevaban a sus camaradas caídos, andaban con muletas improvisadas o gateaban sobre la arena, arrastrando algún miembro roto. Les conocía a todos: tenían el torso lleno de cicatrices que yo había curado con ungüentos y emplastos; mis dedos habían limpiado su carne de sangre, bronce y acero; sus bocas habían bromeado, habían dado las gracias o habían hecho muecas mientras yo les asistía. Ahora, esos hombres volvían a estar malheridos, eran una masa sanguinolenta con los huesos rotos. Por culpa de JaeHyun. Por la mía.

Delante de mí, un joven se afanaba en mantenerse de pie a pesar de una pierna atravesada por una flecha. Era Eurípilo, príncipe de Tesalia.

No me lo pensé dos veces. Le pasé el brazo por debajo del hombro y le conduje hasta su tienda. El dolor le había puesto al borde del delirio, pero aun así me reconocía.

—Taeyong —consiguió decir.

—Eurípilo, ¿puedes hablar? —dije mientras me arrodillaba y le examinaba la herida.

—Ese bastardo de Hendery. Mi pierna.

Estaba inflamada y desgarrada. Eché mano a mi cuchillo y empecé a trabajar. El príncipe apretó los dientes.

—No sé a quién odio más, si a los troyanos o a JaeHyun. Sarpedón desgajó la empalizada con las manos desnudas. Yuta le contuvo todo el tiempo que pudo, pero ahora están ahí —dijo entre jadeos— en el campamento.

El terror me atenazó el pecho al oír aquellas palabras y me debatí contra el deseo de salir corriendo. Intenté concentrarme en lo que tenía delante, quitarle la punta de flecha y vendarle la herida.

—Has de darte prisa —me instó, hablando con dificultad— Debo volver. Van a quemar las naves.

—No puedes salir otra vez. Has perdido demasiada sangre.

—No —contestó.

Pero la cabeza cayó hacia atrás. Se había desmayado. Que viviera o no, era voluntad de los dioses, yo había hecho cuanto estaba en mi mano. Inspiré hondo y salí fuera.

Dos barcos estaban en llamas: las antorchas troyanas había prendido fuego a los mástiles. Una aglomeración de hombres se lanzaba contra los cascos entre voces de desesperación y saltaba a cubierta para apagar el fuego. Únicamente reconocí la figura de Yuta recortada contra el cielo, había plantado bien separadas las piernas en la proa del barco de Lucas y, haciendo caso omiso del incendio, daba lanzazos hacia abajo contra el enjambre de troyanos, apretujados como un banco de peces en busca de alimento.

Mientras me quedaba allí inmóvil, contemplándolo todo, tuve ocasión de ver sobresalir de aquella refriega una mano que aferró la proa puntiaguda de un barco. Y a la mano le siguió un fuerte y firme brazo de tez oscura, y luego una cabeza, y después unos anchos hombros, y un torso que salió de entre la ebullición de cabezas. Y entonces todo el cuerpo de Mark se contorsionó cuando colgó entre la tierra y el aire, donde su figura se recortaba contra la blancura del mar y el cielo. No tenía ni una arruga en el rostro, sereno y en paz, cuando alzó los ojos, era un hombre que oraba, alguien en busca de dios. Colgó ahí suspendido durante un tiempo: los músculos del brazo se le marcaron nudosos mientras los flexionaba, sosteniendo la armadura que le pendía de los hombros, mostrando unas caderas huesudas y angulosas como la cornisa tallada de un templo. Entonces, alguien lanzó otra tea llameante a la cubierta de madera de la nave.

El lanzamiento fue bueno y la antorcha fue a caer en viejas ropas podridas y la vela caída, razón por la cual las llamas prendieron de inmediato, avanzaron por el cabo y luego llegaron a la madera de debajo. Mark sonrió. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Estaba ganando.

Yuta aulló de frustración cuando advirtió el incendio de otra nave, de cuyas cubiertas incendiadas saltaban los hombres. Mark se escabulló hasta ponerse fuera de su alcance y se desvaneció entre los hombres del fondo. La fuerza de Yuta era todo lo que separaba a los hombres del descalabro.

Y en ese instante una punta de lanza centelleó desde abajo, dorada como una escama a la luz del sol, y se movió demasiado deprisa como para ser vista. De súbito, una flor roja se dibujó en el muslo de Yuta. Yo había trabajado muchas horas en el pabellón médico de Macaón como para saber que la hoja le había seccionado el músculo. Le temblaron las rodillas y al cabo de unos instantes se le doblaron. Yuta cayó.

30


JaeHyun contempló mi llegada. Corría tan deprisa que los pulmones me llenaban la boca de sabor a sangre. Se me escapaban lágrimas, me temblaba el pecho, tenía la garganta en carne viva. Ahora le odiarían. Nadie se acordaría de su gloria, su honestidad ni su belleza. Todo cuanto era dorado en él se convertiría en cenizas y vestigios.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. Una aguda preocupación le llenaba la frente de arrugas. «¿De verdad no lo sabes?», pensé.

—Están muriendo... todos ellos... —contesté con voz ahogada— Los troyanos están en el campamento y se han puesto a quemar las naves. Yuta ha resultado herido, ya no queda nadie, salvo tú, capaz de salvarles.

Adoptó una expresión glacial antes de contestar:

—Si mueren, es culpa de Lucas. Ya le advertí lo que pasaría si me privaba de mi honra.

—La noche pasada te ofreció...

—... nada—Profirió un sonido gutural— Unos trípodes, algunas armaduras. Nada que valiera para reparar el insulto, nada que admitiera el error. Una y otra vez he salvado su vida y su ejército—La voz se le hizo más pastosa, con una ira retenida a duras penas— Doyoung puede lamerle las botas, y Kun, y todos los demás, pero yo no.

—Él es una calamidad—Le aferré como a un niño— Lo sé yo, y lo saben todos. Debes olvidarte de Lucas. Va a suceder como dijiste: él solo va a condenarse, pero no culpes a los demás por su fallo. No les dejes morir por culpa de la locura del Atrida. Ellos te quieren y te honran.

—¿Honrarme? Ni uno de ellos me apoyó frente a Lucas. Ni uno solo habló a mi favor—Me sorprendió la amargura de su voz— Han permanecido a su lado y le han dejado insultarme. ¡Como si Lucas tuviera razón! He trabajado muy duro para ellos durante diez años y todo su pago ha sido desentenderse de mí—Sus ojos negros eran distantes de nuevo— Hicieron su elección y no pienso derramar lágrimas por ellos.

Desde la playa llegó el chasquido de un mástil antes de caer. Ahora, la humareda era más densa, pues había más barcos en llamas, y también más muertos. Ahora todos debían estar maldiciéndole, pidiendo para él las más oscuras cadenas del inframundo.

—Son idiotas, sí, pero siguen siendo nuestra gente.

—Nuestra gente son los mirmidones. El resto... que se salven solos—Se habría alejado de no haberle sujetado yo por el brazo.

—Te estás destruyendo. Esto hará que no te quieran, te odiarán, te maldecirán, por favor, si tú...

—Taeyong—Pronunció mi nombre con una dureza que nunca había usado. Clavó en mí sus ojos y me habló con esa voz propia de los jueces al dictar sentencia— No voy a hacerlo. No vuelvas a pedírmelo.

Le lancé una mirada recta y erguida como una lanza que apunta al cielo. No lograba hallar las palabras capaces de conmoverle. Tal vez no las había. La arena y el cielo se habían vuelto grises y yo tenía la boca cuarteada. Sentí que aquello era el fin de todo. No iba a luchar. Los hombres morirían y, con ellos, el honor de JaeHyun. Sin atenuantes ni misericordia. Aun así, hurgué en los rincones de mi mente a la desesperada con la ilusión de encontrar algo que pudiera calmar sus ánimos.

Me arrodillé, le tomé de las manos y las apreté contra mis mejillas, donde fluía una catarata de lágrimas tan interminable como el agua de una cascada contra las rocas.

—Entonces, hazlo por mí, sálvalos por mí. Sé lo que te estoy pidiendo y aun así te lo pido, hazlo por mí.

Me contempló. Pude ver el enorme influjo que en él tenían mis palabras, advertí la disputa interna en sus ojos, pero al fin tragó saliva y dijo:

—Haría cualquier cosa, cualquier cosa, pero eso no. No puedo.

Contemplé su hermoso rostro, que parecía tallado en piedra, y desesperé.

—Si me amaras...

—¡No, no puedo! —El rostro de JaeHyun estaba rígido a causa de la tensión— El Atrida podría deshonrarme cada vez que lo tuviera a bien si cedo ahora. Los reyes no me respetarían, y tampoco los hombres—Se quedó sin aliento, como si hubiera corrido durante mucho rato— ¿Acaso crees que yo deseo la muerte de todos ellos? Pero no puedo, ¡no puedo! No les dejaré que me quiten la honra.

—Algo debes hacer. Al menos envía a los mirmidones. Envíame a mí en tu lugar. Vísteme con tu armadura y yo mandaré a los mirmidones—Esas palabras nos dejaron a ambos estupefactos. Parecían venir de mis labios sin ser mías, era como si las hubiera pronunciado un dios. Aun así, me aferré a ellas como un ahogado apura su último aliento— ¿Ves? No tendrás que quebrantar tu juramento y los griegos se salvarán.

Me miró con fijeza.

—Pero si no sabes luchar.

—¡Y no voy a tener que hacerlo! Te tienen tanto miedo que huirán en cuanto yo aparezca.

—No, es demasiado peligroso.

—Por favor—Le aferré— No lo es. Estaré bien. No voy a acercarme a los troyanos. Estarán conmigo XiaoJun y el resto de los mirmidones. Si no puedes luchar, sea, no puedes, pero sálvalos de esa forma. Déjame hacerlo. Dijiste que me concederías cualquier otra cosa.

—Pero...

No le dejé rebatir.

—¡Piensa! Lucas sabrá que tú sigues desafiándole, pero los hombres te adorarán. No hay fama mayor que esta: les demostrarás a todos que tu fantasma es más poderoso que todo el ejército del Atrida—Ahora me prestaba atención— Será tu poderoso nombre el que los salvó, no tu brazo ni tu lanza. Entonces, todos se reirán de la debilidad de Lucas, ¿lo ves?

Le miré a los ojos, donde pude advertir que, aunque a regañadientes, retrocedía centímetro a centímetro. Se los estaba imaginando: los troyanos huían en desbandada al ver su escudo, flanqueando a Lucas. La tropa caía a sus pies en señal de gratitud.

Alzó una mano.

—Prométemelo, debes jurarme que no vas a combatir contra ellos. Te quedarás en el carro con XiaoJun y dejarás que los mirmidones vayan delante de ti.

—Sí—Le apreté la mano— Por supuesto que sí. No estoy loco. Voy a asustarlos, eso es todo—Estaba mareado y bañado en sudor. Había encontrado una salida entre el tortuoso laberinto de su orgullo y su ira. Salvaría a la tropa. Le salvaría de sí mismo— ¿Vas dejarme ir?

Vaciló durante otro instante más, sus ojos ahora verdes buscaron los míos, y solo entonces, con lentitud, asintió.

⚔️

JaeHyun se arrodilló para abrocharme las hebillas, lo hizo tan deprisa que no fui capaz de seguirle con la mirada, solo sentía el rápido tirón de cinchas y correas. Montó las piezas de la armadura una tras otra: la coraza de bronce, las cnémidas, que me apretó demasiado, y por último el faldellín de cuero. Mientras me vestía, no dejaba de darme instrucciones en voz baja y rápida. No debía luchar, no debía separarme de XiaoJun ni de los demás mirmidones. Debía quedarme en el carro y huir a la primera señal de peligro. Podía perseguir a los troyanos si huían hasta las puertas de su ciudad, pero no intentar combatirles allí, en la playa. Y lo más importante de todo, debía permanecer lejos de los muros de la urbe y de los arqueros allí apostados, listos para abatir a los griegos que se acercaran demasiado.

—No será como antes, cuando yo estaba allí.

—Lo sé.

Moví los hombros. La coraza era rígida, pesada y poco manejable. Me sentía como Dafne, le dije, atrapada en su nueva piel de laurel. Él no se rio, se limitó a entregarme dos lanzas de centelleante punta pulida. La sangre comenzó a martillearme los oídos cuando las miré. JaeHyun habló de nuevo para darme más consejos, pero no le presté atención. Oía el golpeteo de mi impaciente corazón.

—Deprisa —recuerdo haberle dicho.

Al final me puse el casco para ocultar mis cabellos negros. Giró hacia mí un espejo de bronce pulido, en cuya superficie me contemplé embutido en una armadura que conocía tan bien como mis propias manos: la cimera del casco, la espada plateada pendiendo del cinto, el tahalí de oro batido. Todo era inconfundible y reconocible al primer golpe de vista. Solo mis ojos parecían míos al ser más grandes y oscuros que los suyos. Me dio un beso cuya suavidad me envolvió con una delicada y notoria calidez que inundó de dulzura mi garganta. Luego, me tomó la mano y salimos al exterior, donde estaban los mirmidones.

Se alinearon y se armaron enseguida, cobrando un aspecto temible. Las capas de metal centelleaban como las brillantes alas de las cigarras. JaeHyun me condujo hasta el carro donde ya estaba enganchado el tiro de tres caballos.

—No te bajes del carro ni arrojes las lanzas. Comprendí su temor: me delataría si luchaba de verdad.

—Estaré bien —le dije, y le di la espalda para acomodarme dentro del carro, donde fijé los pies y deposité las lanzas.

A mis espaldas, él arengó a los mirmidones y agitó una mano con la que señaló detrás de él, donde humeaban las cubiertas de las naves, que lanzaban al cielo vaharadas de humo negro que revoloteaban hacia lo alto y debajo de cuyos cascos había una refriega de cuerpos enzarzados en una lucha enconada.

—Traédmelo de vuelta —les dijo.

Los hombres asintieron y golpearon los escudos con la lanza en señal de aprobación. XiaoJun se subió a mi lado y se hizo cargo de las riendas. Todos sabíamos por qué debía ir en carro: si bajaba corriendo por la playa nadie se dejaría engañar y confundiría mis andares con los de JaeHyun.

Los caballos relincharon y resoplaron al sentir al auriga detrás de ellos. Un pequeño tirón me hizo trastabillar, haciendo resonar mis lanzas al golpetearse entre ellas.

—Lleva una en cada mano —me aconsejó— Te será más fácil.

Todos aguardaron a que yo, con suma torpeza, empuñara una lanza con la mano izquierda y ladeara un poco el casco mientras lo hacía. Luego, alcé una mano para fijarlo mejor.

—Estaré bien —dije tanto para él como para mí.

—¿Listo? —me preguntó XiaoJun.

Miré por última vez a JaeHyun, que permanecía junto al carro con aspecto triste.

Le alargué la mano y él la cogió.

—Ve con cuidado —me instó.

—Lo haré.

Había mucho más por decir, mas, por una vez, no lo dijimos. Habría otras ocasiones para hablar, por la noche, y al día siguiente, y todos los días venideros. Me soltó la mano.

Me volví hacia el auriga y le dije:

—Estoy listo.

El carro empezó a avanzar. XiaoJun lo condujo hacia la zona de arena apelmazada, donde rompían las olas. Nada más llegar a ella lo noté, pues las ruedas rodaron con más facilidad y cesaron las sacudidas. Enfilamos hacia los barcos, cobrando velocidad poco a poco. Me percaté de que el viento agitaba la cimera de mi casco y supe que sus crines de caballo se alborotaban detrás de mí. Alcé las lanzas.

XiaoJun iba acuclillado a fin de que lo primero en verse fuera mi figura. Las ruedas hacían saltar la arena al pasar y detrás de nosotros acudían los mirmidones entre tintineos metálicos. Mi respiración enseguida se convirtió en un jadeo y aferré las astas de la lanza con tal fuerza que empezaron a dolerme los dedos. Pasamos a toda velocidad por delante de las tiendas vacías de Baekhyun y Kun, situadas junto a la curva de la playa. Y por fin nos acercamos a los primeros grupos de hombres. Veía borrosos sus rostros, pero escuchaba los gritos de reconocimiento y repentina alegría.

—¡JaeHyun, es JaeHyun!

Experimenté una intensa sensación de alivio. «Está funcionando».

A doscientos pasos de mí, cada vez más cerca, estaban las naves y los ejércitos; los combatientes se volvieron hacia nosotros al oír el estrépito de nuestras ruedas y las pisadas acompasadas de los mirmidones contra la arena. Respiré hondo y me cuadré de hombros dentro de mi armadura, bueno, la suya. Entonces, eché la cabeza hacia atrás levemente, alcé la lanza, apoyé los pies contra los costados del carro, oré para que las ruedas no pisaran ningún abultamiento que me derribara y grité, solté un alarido salvaje y febril que me sacudió todo el cuerpo. Un millar de guerreros, entre griegos y troyanos, se volvieron hacia mí con rostros llenos de júbilo o paralizados por la sorpresa. Hubo un choque y nos encontramos entre los combatientes.

Volví a proferir su nombre a grito pelado y escuché la respuesta de los griegos, un gruñido animal de esperanza. Los troyanos empezaron a apartarse a mi paso, caían de espaldas, presas de un terror gratificante. Enseñé los dientes en señal de triunfo, la sangre corría desbocada por mis venas, impulsada por la intensidad de mi gozo cuando les vi correr. Pero nuestros enemigos eran valientes y no todos se retiraron. Alcé el brazo, empuñando la lanza con gesto amenazante.

Tal vez fuera obra de la armadura, que ya estaba moldeada, quizá fueran los años que me había pasado observándole, pero lo cierto es que mi hombro ya no se vio afectado por el tembleque ni el torpor de antaño. Lograba un equilibrio perfecto, más alto, más fuerte. Y luego, antes de que fuera capaz de pensarlo siquiera, efectué un lanzamiento. El arma describió una trayectoria en espiral antes de clavarse en el pecho de un troyano y la antorcha que había sostenido junto al barco de Baekhyun cayó sobre la arena, donde ardió con luz parpadeante mientras el enemigo se desplomaba hacia atrás. No pude ver si sangraba o si se había partido el cráneo y por la abertura se le veían los sesos. «Muerto», me dije.

XiaoJun abrió unos ojos como platos y movió los labios. «JaeHyun no quiere que luches», supuse que me estaba diciendo, pero ya tenía otra lanza en la mano, como si se hubiera levantado sola. «Puedo hacerlo», pensé. Los caballos cambiaron de dirección otra vez y los hombres se apartaron de nuestro camino. Sentí de nuevo esa sensación de puro equilibrio donde el mundo se había detenido y todo estaba a la espera. Atisbé por el rabillo del ojo a un troyano y le arrojé la lanza, noté el golpe de la madera contra el pulgar. El adversario cayó con el muslo atravesado por un golpe que le había roto el hueso, estaba seguro. Dos. A mi alrededor todos los guerreros coreaban el nombre de JaeHyun.

Aferré a XiaoJun por el hombro y le dije:

—Otra lanza.

El auriga vaciló un momento antes de tironear las riendas con el fin de aminorar la velocidad de modo que pudiera inclinarme sobre uno de los lados del carro traqueteante y apuntar a un cuerpo. El astil de la lanza pareció salir solo de mis dedos. Ya estaba buscando otro blanco cuando efectué el lanzamiento.

Los griegos empezaron a acometer. Johnny mató a un hombre situado a mi lado, y uno de los hijos de Néstor golpeó la lanza contra mi carro, como si buscara algo de suerte antes de hundirla en la cabeza de un príncipe troyano. El enemigo retrocedió a la desesperada en busca de sus carros. Mark corría entre ellos, pidiendo orden a gritos. Llegó hasta su biga y comenzó a guiar a los hombres hacia la puerta y luego por encima del estrecho paso que permitía salvar la trinchera, y después los llevó hacia la planicie que se extendía a lo lejos.

—¡Ve tras ellos!

El rostro de XiaoJun se llenó de reticencia, pero al final obedeció y maniobró para perseguirlos. Mientras, fui recogiendo lanzas clavadas en los cadáveres (arrastraba los cuerpos durante un trecho hasta ser capaz de liberar las puntas) y acosé a los carros troyanos, ahora apelotonados en el acceso. Vi a los aurigas volver la vista atrás con miedo y frenesí para mirar a JaeHyun, resurgido cual ave fénix del aislamiento de su ira.

No todos los caballos eran tan ágiles como los de Mark y muchos, aterrados, resbalaron al cruzar el paso, acabaron tropezando y cayeron a la trinchera, de donde huyeron desbocados, obligando a huir a pie a los aurigas. Nosotros seguimos adelante. Los caballos divinos de JaeHyun emprendieron el galope y volaron, era como si caminaran sobre las palmas del aire. Pude haberme detenido entonces, cuando los troyanos huían en desbandada de regreso a su ciudad, pero detrás de mí se había montado una fila de guerreros griegos coreando mi nombre, su nombre. No me detuve.

Indiqué una dirección y XiaoJun fustigó a los caballos para que describieran un arco. Adelantamos a los troyanos en fuga y nos volvimos para encontrarnos con ellos de frente. Apunté y arrojé lanzas una tras otra, rasgando cuellos, abriendo vientres, partiendo corazones y pulmones. Era implacable, infatigable, capaz de evitar las protecciones de cuero y bronce para penetrar en la carne, que vertía sangre como un pellejo de vino abierto por una raja. Conocía muy bien la fragilidad del cuerpo humano gracias al tiempo pasado en el pabellón blanco. Era demasiado fácil.

De la masa rodante de carros salió uno disparado; lo guiaba un auriga descomunal cuya melena flotaba a su espalda mientras fustigaba a los caballos hasta hacerles soltar espuma por la boca. Fijó en mí sus ojos oscuros y frunció la boca con rabia. La armadura le encajaba como anillo al dedo. Se trataba de Sarpedón.

Levantó el brazo de la lanza y apuntó a mi corazón. XiaoJun voceó algo y se afanó en las riendas. Noté un soplo de viento por encima del hombro y poco después la punta del proyectil se hundió en el suelo detrás de mí.

El licio gritó, maldijo o me desafió, no lo sabía. Alcé mi lanza como en trance. Era el matador de tantos y tantos griegos. Eran sus manos las que habían abierto la brecha en la empalizada.

—¡No! —gritó XiaoJun.

El auriga me agarró el brazo con una mano mientras con la otra fustigaba a los caballos para que abandonaran el campo de batalla. Sarpedón hizo girar el carro, desviándolo, lo cual me indujo a pensar que se había rendido. Pero entonces volvió a virar y enarboló en alto el arma.

Entonces, el mundo estalló. Los caballos relincharon y el carro dio una sacudida en el aire que me arrojó sobre la hierba. Me di un fuerte golpe contra el suelo. El casco se venció hacia delante, tapándome los ojos, pero enseguida lo enderecé y pude ver a nuestros caballos entrelazados entre sí. Uno había caído, traspasado por una lanza. No vi a XiaoJun.

Sarpedón se me echaba encima desde bastante lejos. Conducía su carro implacablemente hacia mí. No había tiempo de huir, así que me puse en pie para hacerle frente. Alcé la lanza. La apretaba tan fuerte como si estuviera estrangulando a una serpiente. Imaginé la conducta de JaeHyun, fijé los pies en el suelo y tensé los músculos de la espalda. JaeHyun habría visto un espacio en aquella armadura impenetrable, y si no lo había, lo habría inventado, pero yo no era él. Yo vi algo muy distinto, mi única oportunidad. Efectué el lanzamiento cuando los tuve casi encima.

El arma impactó en el vientre, donde la coraza era gruesa, pero el suelo estaba muy desnivelado y yo la había arrojado con todas mis fuerzas. La lanza no le atravesó, pero le obligó a dar un paso atrás, uno nada más. Bastó. Su enorme peso escoró el carro y el licio se cayó. Los caballos pasaron junto a mí a toda velocidad y le dejaron detrás, inmóvil sobre el terreno. Eché mano a la espada, aterrado de que pudiera levantarse y me matara, pero entonces vi el ángulo imposible de su cuello roto.

Había matado a un hijo de Jungwoo, pero eso no bastaba. Debían pensar que era obra de JaeHyun. El polvo ya había cubierto los largos cabellos del caudillo licio como el polen del vientre de una abeja. Recuperé mi lanza y se la hundí con fuerza en el pecho, de donde brotó sangre, aunque débilmente. No tenía fuerzas para empujarla más, así que tiré del arma para retirarla, salió lentamente, como si arrancara un bulbo de la tierra cuarteada. Obré así para que todos pensaran que aquella victoria era mérito del príncipe de Ftía.

Oí los gritos de los hombres que venían en tropel hacia mí, tanto en carro como a pie. Eran licios que acudían rabiosos al ver la sangre de su rey en mi lanza. XiaoJun me cogió por la espalda y me arrastró hacia el carro. Había cortado las correas del caballo muerto y había enderezado las ruedas. Acudía con la respiración entrecortada y estaba pálido a causa del pánico.

—Debemos irnos.

XiaoJun puso en cabeza al corcel más impaciente y cruzamos el campo de batalla, huyendo de los perseguidores licios. Me invadía un extraño sabor a metal. Ni siquiera me daba cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Me zumbaba la cabeza, donde una fiereza sanguinaria florecía como la sangre sobre el pecho de Sarpedón.

En nuestra fuga, el auriga nos había llevado cerca de la gran urbe, cuyas murallas se irguieron imponentes ante mí. Se suponía que los mismos dioses habían puesto aquellos sillares cortados, y también las enormes puertas de viejo bronce renegrido. JaeHyun me había advertido sobre los arqueros apostados en las torres, pero la carga y la huida en desbandada habían tenido lugar tan deprisa que ninguno había tenido tiempo de regresar aún. La urbe se hallaba completamente desguarnecida. Un niño podría apoderarse de ella.

La idea de la destrucción de Troya me traspasó con inmenso placer. Se merecían perder la ciudad. Todo eso era culpa suya. Habíamos perdido diez años y muchos hombres ante esos muros, y JaeHyun iba a morir por ellos. «Se acabó».

Bajé del carro de un salto y corrí hacia los muros. Mis dedos encontraron leves oquedades en la piedra, como las cuencas vacías de un ciego. «Trepa». Mis pies buscaron desportilladuras ínfimas en las rocas talladas por los dioses.

Mis movimientos carecían de gracia, pero no dejé de escalar y metía los dedos entre la piedra antes de auparme. Continué trepando. Yo abriría una brecha en la ciudad inexpugnable y capturaría a Ten, la preciada joya del interior. Ya me imaginaba sacándolo a rastras debajo del brazo y dejándolo caer a los pies de Johnny. Todo habría acabado. Ningún hombre más debería morir por la vanidad de Ten.

—Taeyong —me llamó una voz musical desde lo alto.

Alcé la vista y vi a un hombre acodado en las murallas, como si estuviera tomando el sol. Una melena negra le caía sobre los hombros. Llevaba sobre la espalda un arco y un carcaj con flechas. Mis pies resbalaron un poco y unos guijarros se desprendieron de la roca. El hombre era de una hermosura arrebatadora, tenía la tez suavísima y unos rasgos elegantes que relucían con un fulgor más que humano. Y tenía ojos negros.

—SiCheng.

Esbozó una sonrisa, como si todo cuanto quisiera fuera eso, que le reconociera. Entonces alargó un brazo capaz de abarcar la distancia imposible entre mi cuerpo colgante y sus pies. Al cerrar los ojos solo fui capaz de sentir cómo un dedo me enganchaba por la parte posterior de la armadura, tiraba hasta alejarme de mi asidero en la pared y me arrojaba hacia abajo.

Caí pesadamente entre el tintineo de mi armadura. El impacto me nubló un poco la mente, o tal vez fue cosa de la frustración, al verme de repente en el suelo. Pensaba que estaba trepando. Y ahí estaba la muralla, obstinada en no dejarse escalar. Apreté los dientes y empecé de nuevo. No iba a dejar que el muro me desafiara. La idea de salir con el cautivo Ten en los brazos me había sumido en un delirio enfebrecido. Las piedras eran como aguas oscuras que fluían sin cesar sobre algo que yo había dejado caer al río y ahora deseaba recuperar. Me olvidé del dios y de la causa de mi caída, y también de por qué metía los pies en las mismas grietas por las que había trepado. Se me ocurrió la idea demencial de que tal vez no hacía otra cosa en la vida: subir murallas y caer de ellas. Y esta vez, cuando alcé la vista de nuevo, el dios ya no sonreía. Hurgó en la tela, me sostuvo entre los dedos, haciéndome oscilar. Entonces me dejó caer.

Mi cabeza golpeó de nuevo contra el suelo, pero esta vez me quedé aturdido y sin aliento. A mi alrededor se congregaron una sucesión de rostros borrosos. ¿Acudían en mi ayuda? Fue entonces cuando noté una fría corriente de aire bañándome la frente empapada en sudor y la libertad de los cabellos, sueltos por fin. «Mi casco». Lo vi a mi lado, bocarriba, como la concha de un caracol. La coraza también me colgaba suelta, el dios había desanudado todas las correas que JaeHyun había apretado. Las piezas rajadas de mi armadura iban cayendo dispersas sobre el suelo.

Los gritos airados y roncos de los troyanos rompieron el silencio y la inmovilidad. Empecé a razonar de nuevo: estaba solo y desarmado, y ahora sabían que solo era Taeyong.

«Huye».

Me incorporé. Una lanza pasó volando, solo un latido más lenta de la cuenta. Me rozó la pantorrilla, donde me dibujó una línea roja. Me zafé de una mano extendida que me golpeó en el pecho. El pánico me cubría los ojos con un velo, pero, aun así, vi a un hombre apuntar una lanza hacia mi rostro. No supe cómo, pero fui lo bastante raudo como para evitarla: el arma pasó junto a mí, rozando mis cabellos como el aliento de un amante. Una lanza se dirigió hacia mis rodillas con el fin de hacerme caer. La evité de un salto, sorprendido de seguir aún con vida. Jamás había sido tan rápido.

Me dieron una lanzada por detrás, esa no la vi. La punta me atravesó la piel dos veces: una al entrarme por la espalda y otra al asomar por debajo de las costillas. Di un traspié, empujado por la fuerza del golpe, la sorpresa de un dolor desgarrador y el lacerante entumecimiento del vientre. Noté el tirón cuando retiraron el arma de mi cuerpo. La sangre manó caliente sobre mi piel helada. Creo que grité.

Los rostros del enemigo se desdibujaron y me desplomé. La sangre me corría por los dedos y también sobre la hierba. El gentío se dispersó y vi a un hombre caminar hacia mí. Parecía venir desde muy lejos y descender, como si yo estuviera en el fondo de un barranco. Le identifiqué. Era fácil con esas caderas salientes como la cornisa de un templo y el ceño de su rostro severo. No miró ni una sola vez a los hombres situados a su alrededor. Caminaba como si no hubiera nadie más en el campo de batalla. Venía a matarme. «Es Mark».

Respiré entre jadeos entrecortados que sonaban como heridas al abrirse. Los recuerdos resonaron en mi interior al igual que el pulso desbocado me martilleaba las sienes. «No puede matarme. No debe hacerlo. JaeHyun acabará con él si lo hace, y él debe vivir siempre, no debe morir jamás, ni siquiera cuando sea viejo, ni siquiera cuando esté tan consumido que la piel se le deslice por los huesos como el arroyo sobre las piedras del fondo». Mark debía vivir, porque su vida, pensé mientras retrocedía a gatas sobre la hierba, era el hito final antes de que corriera la sangre del mismísimo JaeHyun.

Me volví a los hombres que me rodearon con desesperación y me aferré a sus rodillas.

—Por favor, por favor —supliqué con voz ronca.

Pero ni me miraron, solo tenían ojos para su príncipe, el hijo mayor de Príamo, y sus andares inexorables mientras se aproximaba hacia mí. Volví bruscamente la cabeza: ahora estaba muy cerca y venía con la lanza en alto. Solo escuché el resollar de mis pulmones fatigados, el aire que bombeaban en mi pecho y luego salía de él. Mark levantó la lanza sobre mí, se contorsionó como hacían los lanzadores para que los músculos de la espalda imprimieran fuerza al movimiento, y luego la arrojó hacia abajo, hacia mí, y cayó como un brillo de plata derramada.

«No». Mis manos revolotearon en el aire como aves sobresaltadas en un intento de frenar la implacable progresión de la lanza hacia mi vientre, pero yo era débil como un bebé ante la fuerza de Mark, y las palmas cedieron, soltando un surtidor de cintas rojas. Aferré inútilmente el asta de madera cuando la punta atravesó mi última defensa, una piel fina como el papel que cedió como un susurro. La punta de la lanza me sumergió en un fuego doloroso tan grande que dejé de respirar mientras una quemazón agónica me consumía todo el estómago. Mi cabeza cayó hacia atrás y se golpeó en el suelo. Mi última imagen fue la de Mark inclinándose sobre mí y retorciendo la lanza en mis tripas como si estuviera removiendo una olla. «JaeHyun» fue mi pensamiento postrero.








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